Pero en Taüll, el tiempo parecía detenido y la lejanía les regalaba un sosiego casi olvidado.
La voz tierna de una niña resonó en el templo:
—¿Os vais a llevar esto de aquí? —preguntó con inocencia.
—Acércate —le dijo el señor Joaquín.
La niña obedeció. Rubia, casi dorada, ojos verdes; con dos coletas que asomaban entre la palidez de su rostro.
A pocos metros descubrieron la claridad de su mirada, cuando insistió:
—Mi mamá está triste porque vais a llevaros esta pintura.
—Vamos a resguardarla, pequeña. Esta obra necesita muchos cuidados y nos vamos a ocupar de ella para que puedas disfrutarla siempre.
—¡Ah! —suspiró reconfortada la niña, que los observaba con reserva.
Su madre se adentró en la iglesia.
—Disculpen, señores —se excusó mientras la reprendía al agarrarla y llevársela—. Vamos, Caritat. Nunca más te sueltes de mi mano, ¿entiendes?
—Sólo quieren cuidarla mejor —aclaró la niña a su madre, en referencia a la obra.
Al salir ellas, otra silueta se recortó contra la luz que entraba por la puerta.
—Ruggero, viejo amigo —saludó Stefano—. ¿Dónde te habías metido?
—Mi edad ya no me permite tanta rapidez. Aquí está —dijo satisfecho Ruggero al contemplar el Pantocrátor—, tal como lo dejamos. Tu difunto padre estaría orgulloso de verte de nuevo por aquí, Stefano —finalizó tras un emotivo abrazo.
—Señor Joaquín, aquí donde lo ve, Stefano es otro humilde soldado al servicio del conocimiento. Gracias a personas como él —dijo en el instante en que se le humedecían los ojos—, las generaciones futuras podrán disfrutar del arte y evitar así que fanáticos y expoliadores nos conviertan en huérfanos de la cultura.
—Amigo, buen amigo, si yo soy un soldado, ¡tú eres mi general! Ahora nos toca arrancar el resto —indicó sonriente Stefano.
P
or vez primera en mucho tiempo me embargaba la satisfacción de saber que, tras la barandilla que da la bienvenida a los que llegan al aeropuerto, alguien me esperaba. Examinaba cada una de las caras. Repasé gestos, sondeé portes, inspeccioné vestimentas, exploré ademanes, pero nada. Consulté el móvil por si tenía alguna llamada perdida: nada.
De pronto intuí que, a tan sólo un par de metros, una mirada se clavaba en mí, escondida tras el cristal de un quiosco, entre un rótulo adhesivo y un expositor de revistas. Sólo se le apreciaban unos ojos profundos y negros, que se sorprendieron al verse descubiertos.
Ahí estábamos los dos, veintiún años después. Nos miramos. Mucho más: escudriñamos recíprocamente nuestro aspecto.
—Berta, qué alegría. Qué guapa estás. Mucho más que cuando me marché.
—No digas tonterías, los años pasan.
No pude reprimir abrazarla, y ella tampoco lo evitó. Fue un abrazo largo e intenso, profundo y sentido.
—Y tú, tú estás igual. Bueno, más moreno. Y tienes canas…
—¡Ah! Los signos del tiempo. Tú estás preciosa.
—Anda ya, ¡mira cuánta arruga!
No dejábamos de mirarnos entre sonrisas bobaliconas.
—Tu acento es distinto. Ahora parece el de un extranjero.
Asentí complaciente.
Callamos unos instantes, hasta que Berta dijo algo.
—Se me hace extraño, Arnau. Parece como si no te hubieras ido nunca. Te veo aquí y tengo la sensación de que sólo te has ausentado un fin de semana.
—Yo tengo la misma impresión. Es como si todo hubiera transcurrido en un soplo.
—¿No llevas equipaje?
—Sólo la mochila.
—¡Siempre pegado a una mochila! —comentó Berta entre carcajadas—. No será la misma, ¿verdad?
—¡No, no! Es otra, pero muy similar. Me gustaba tanto la que me regalaste que las siguientes las compré parecidas. Pero tienes razón: la mochila se ha convertido en un apéndice de mi espalda.
Caminábamos por la terminal, y observé cómo de repente cambiaba su expresión, que se tornó triste. Se detuvo. Yo lo hice también, y me miró a los ojos al preguntarme:
—¿Por qué has dejado pasar tanto tiempo?
No supe qué contestar, y nuestras miradas se perdieron entre el gentío al reanudar la marcha en un silencio incómodo.
En el trayecto hacia el aparcamiento, fue Berta de nuevo quien inició la conversación, ahora banal:
—Con arrugas o sin ellas, con canas o sin canas, lo importante es que nos sintamos satisfechos de nosotros mismos; que nos miremos cada día al espejo y digamos con energía «aquí estoy yo».
—Pues claro.
—¿Dónde te hospedas? —preguntó sonriente.
—En el Hilton.
—Vaya, vaya.
Al sentarnos en su automóvil, ya con una mano en la llave de contacto, me miró y me retó, penetrante:
—¿Qué pasa, Arnau? ¿Por qué estás aquí?
Bajé la mirada en búsqueda de palabras. Pero sólo encontré la alfombrilla del coche, acartonada y sucia, donde revolotearon miles de partículas en el momento de ponerse en marcha el motor.
—Es largo de contar, Berta. Es como si todo se me complicara —dije sin apartar la mirada del suelo.
—Bueno, inténtalo.
—¿Te acuerdas de mi tía, María Miró?
—Claro que la recuerdo, Arnau.
—Murió a finales de agosto.
Berta se quedó atónita, en silencio. Hasta se le caló el coche. Por fin musitó:
—Lo siento mucho. ¿De qué murió?
—Parece ser que de una caída accidental por las escaleras de su casa. Murió sola. Yo soy el único familiar que le quedaba. Heredé su casa y cuatro perras que tenía ahorradas, la pobre.
Detuve mi exposición en el instante en que Berta introducía la tarjeta de pago en la barrera de salida del aparcamiento.
Tenía el mismo cuerpo «diez» de siempre, con preciosas curvas envueltas por un tejano que recogía un trasero perfecto. Un culo respingón, de mordisco.
—¿Entiendes, Berta? Murió sola y yo lo era todo para ella. Creo que he consentido que mi vida haya sido regida desde mi propio egoísmo.
—¿Es posible? ¡Has crecido! —afirmó, no sin cierto cinismo. Luego, agregó con cariño—: Arnau, no debes atormentarte. Podría ocurrirle a cualquiera; a mí misma, por ejemplo, sin necesidad de estar lejos, aun viviendo en Barcelona.
—Es muy distinto. Por desgracia, no acaba ahí todo, ni mucho menos.
—¿Entonces? —inquirió para que continuara al atinar que me interrumpía.
—Más allá de la muerte de mi tía y de mis remordimientos, han surgido situaciones que me superan. Además de su soledad, creo que sufrió extraños acosos en vida, hasta el punto de que no está clara su muerte.
—¿Qué insinúas?
—Hay quien dice que se puede tratar de un asesinato.
—¡Dios mío! —exclamó tan sobresaltada que inconscientemente pisó más de la cuenta el freno, lo cual provocó unos cuantos bocinazos.
—Lo que oyes. La policía está investigando, pero no lo tiene tan claro como yo.
—No me asustes.
—Desde que murió se han sucedido en mi vida una cantidad tal de rarezas y extrañas casualidades que confirmarían que alguien la pudo matar. Siento vértigo ante lo que pueda ocurrir mañana. Cada noche me desvela la sensación de no pertenecer a ningún lugar, de no saber de dónde soy, de haber perdido la brújula de mi propia vida, de no contar con apoyos para seguir erguido. Por eso estoy aquí.
—Me sigues asustando, Arnau. ¿Acaso hay alguna sospecha sobre ti?
—¡No, por favor! En absoluto. ¿Cómo puedes pensar esto? —Reconozco que me dolió su duda—. Todo empezó a partir del hallazgo en la casa de mi tía de algo que tengo en mi poder, que parece que otros anhelan, y por lo que he llegado a recibir una amenaza.
—Por Dios, Arnau, ¿una amenaza? ¿Y de qué se trata? ¿Se lo has contado a la policía?
—Yo qué sé, Berta. Me estoy volviendo loco. Una carta póstuma, una espada, un pergamino antiguo, un matojo mágico, coincidencias enigmáticas y misteriosas. No, no se lo he dicho a la policía. Aquí en el coche se me hace difícil contártelo —dije al divisar el hotel entre un asfixiante tráfico y un insistente aullar de sirenas.
—Creo que ha habido un accidente —aclaró Berta.
—Si no te importa, lo vemos con tranquilidad ahora en el hotel, a no ser que alguien te espere —agregué.
Berta volvió a sonreír.
—Hoy no me espera nadie.
Hice una pregunta que no obtuvo respuesta:
—¿Hoy?
Ya en el hotel, nos acercamos al mostrador. Entre paredes forradas de madera asomaban unos altavoces que emitían acordes del saxo de Lee Konitz, versionando
Luzia
, de Antonio Carlos Jobim, una sublime creación.
Al identificarme, Berta no pudo evitar advertir en el interior de mi cartera su antiguo retrato, con el que me había obsequiado años atrás.
—¿Y esto? —preguntó mientras se hacía con la fotografía.
Aclaré con tono enfático:
—Jamás me he desprendido de ella. Siempre ha estado conmigo; siempre lo estará.
El recepcionista contemplaba la escena con indiferencia. Berta inclinó la cabeza y se retiró unos metros para aislarse. Yo me mantuve inmóvil.
—Su suite, señor Miró.
—Hágame un favor —pedí—: dentro de quince minutos, suban una botella de Moët & Chandon a la habitación.
—Sí, señor —contestó con gesto cómplice.
Me acerqué a Berta por la espalda. Permanecía absorta ante las vistas de la Diagonal. Le susurré cerca del oído:
—«Yo te diría ven, pero el tiempo no camina a nuestro lado.» Berta, entre lágrimas, contestó:
—«Yo te diría tómame, pero no entiendes el significado.» A continuación, un ardiente beso unió nuestros labios fogosos entre abrazos de pasión.
El trayecto hasta la habitación fue una deliciosa secuencia de caricias. El ascensor fue testigo de nuestras ansias, calladas durante demasiado tiempo.
—Sabes que no puedo hacerlo, no puedo —repetía con insistencia, aunque con débil convicción—. Sabes que no puedo —repetía una y otra vez, consciente de que aquello chocaba con su fe.
Con compulsivo frenesí desnudamos ansiosa y recíprocamente nuestros cuerpos. Palmo a palmo, mis labios descubrían su piel entera, para reconocerla y amarla.
Fue maravilloso. Exhaustos, descubrimos de una vez todo el amor perdido en un tiempo que nos fue robado. Quedamos tendidos en la cama, agotados, con los cuerpos en cruz. Contemplábamos en silencio los detalles de aquella suite. De pronto advertí que algo le ocurría.
—¿Qué te pasa? —pregunté acariciando con ternura su pómulo—. ¡Estás llorando! ¿Qué ocurre?
—Es de felicidad, no te preocupes.
—¿Y lloras a menudo? —ironicé sonriente, pero obtuve como respuesta otra pregunta:
—Y tú, ¿estás con alguien?
—No.
—Pero en todo este tiempo habrá existido alguien —insistió.
—Nunca nada serio. ¡Ay, el champán! —interrumpí mientras me incorporaba.
—No han traído nada.
—O no lo habremos oído. Bien, será mejor celebrarlo con cava —le dije mientras me acercaba al frigobar.
Berta parecía interesada en proseguir la conversación sobre mi vida privada.
—Yo me separé. Hace ahora casi ocho años.
—¿Habrá una epidemia? —murmuré.
—¿Por qué lo dices, Arnau?
—Por nada, por nada. —Me miraba con extrañeza, por lo que añadí—: Es que estos últimos días sólo me entero de separaciones.
Continuó con su historia personal:
—Por fin salió de mi vida el primer y último cabrón que me puso la mano encima.
—Ahora el penúltimo, aunque… ¿Así resumes una relación?
—No te equivoques: el último. Llegó a pegarme; pero se lo consentí sólo una vez, después de sufrir durante cuatro insoportables años un maltrato psicológico creciente.
—Uf… —solté al ofrecerle la copa—. Pero ¡cómo se puede ser tan hijo de puta!
—Ya ves, éste sí es el resumen. Estamos divorciados, aunque estoy a la espera de la nulidad matrimonial. Pero no quiero hablar ahora y aquí de eso. Cuéntame cosas de tu vida.
—¿Nulidad matrimonial?
—Sí; a efectos eclesiásticos, es como si no hubiera estado casada. Es algo importante para mí. Diría más, es vital.
Cenamos opíparamente en la habitación.
—¡Tengo cinco llamadas perdidas! —exclamó Berta al observar su móvil que acababa de sonar—. Mi hermana…
Se retiró para responder, en lo que aparentaba ser una llamada de control.
—Todo va bien; extraordinario, fabuloso… —le contó mientras me dedicaba una sonrisa furtiva.
Aproveché para servirme más cava y acercarme a la ventana: la misma que me saludó días atrás, desde donde veía automóviles transitar como fugaces insectos.
Como las burbujas del cava, mis emociones habían emergido de las profundidades, aunque era consciente de que poco había cambiado: seguía confuso en la rara circunstancia que me había llevado hasta aquí. Continuaba cautivo de la incertidumbre, perseguido por un pasado lejano e incluso ajeno.
Ahora, con posible apoyo, pero también con heridas reabiertas, consciente de que ni Berta ni yo éramos los mismos. Estaba tan enamorado como temeroso de perderla de nuevo.
Advertí que Berta dejaba por fin el teléfono sobre la mesilla.
—Pero ¿cuántas llamadas has hecho?
—Eres muy entrometido, ¿eh?
—¿Qué te apetece hacer? —pregunté.
—Hablar de las razones por las que has venido.
—Oh. Eso nos llevará tiempo. Entre otras cosas, porque estoy hecho un verdadero lío. Quizás al final haya venido sólo por ti.
Tras un sorbo, añadí:
—Es largo, muy largo. Has dicho que hoy nadie te esperaba, pero ¿y mañana?
Sonrió y otra vez respondió con una pregunta:
—¿Qué quieres proponerme?
Me encogí de hombros, y añadió:
—En el trabajo me debían dos días de fiesta. Pedí mañana viernes y el lunes. Así que tenemos un largo fin de semana por delante. ¿Tú cuándo tienes previsto volver a Uganda? Sin equipaje será pronto, ¿no?
—Aún no he cerrado el billete de vuelta. Si es necesario compraré ropa por aquí. —Me dirigí hacia mi mochila—. Bien, vamos a ver lo que me trae —dije mientras abría las cremalleras—. Vas a verlo todo en el mismo orden en que se me ha presentado. Primero, mira qué carta me dejó mi tía.
Sentada en la cama con las piernas cruzadas, me embriagaba ver cómo irradiaba inocencia, mientras leía con expresión de sorpresa.
—Vaya cartita. ¿Qué quieres que te diga? Pues que no entiendo nada, o muy poco.
—Al principio, yo tampoco, pero luego me han ocurrido cosas que le han dado sentido —expliqué al tomar asiento a su lado—. ¿Ves esa cruz? Había una similar en su tumba.