Intenté moverla para considerar su transporte a Uganda, donde había coleccionado con el tiempo diferentes antigüedades de origen europeo, adquiridas en su mayoría a través de Internet.
Un pequeño museo que, según un psiquiatra alemán que se alojó en nuestro hotel, podría ser la respuesta de mi subconsciente para compensar los efectos de la lejanía temporal y geográfica.
Parecía asida a la pared y tuve que esforzarme para retirarla unos centímetros. Me detuve al observar que algo se desprendía de su parte trasera. «Será la carcoma», me dije, aunque comprobé que era arena, y no serrín.
Repasé con la mano el punto de donde creí que procedía y constaté que parte de la pared se hallaba desgajada: una de las piedras parecía desprendida y sólo reposaba sobre la inferior. Estaba tan suelta que la extraje con gran facilidad, y pude ver que era de menor grosor que el resto, de manera que ocultaba un pequeño escondrijo.
Había algo dentro, pero el sombrío ambiente no me permitía apreciar con claridad qué era. Ayudado de nuevo por la leve luz del móvil, vi una especie de hato entre telarañas y todo tipo de insectos, que se movían frenéticamente ante el súbito cambio de su entorno.
Inspiré aire y metí la mano dentro, para extraer con la máxima delicadeza aquel paño, por donde corría alguno de esos bichos. Lo deposité encima de la cómoda y retiré el tejido, que casi se deshacía al mirarlo. Descubrí un matojo seco junto con lo que aparentaba ser un antiguo documento enrollado, que desplegué con mucha cautela. Apareció ante mí un viejo pergamino.
Bajé de la buhardilla con tan enigmáticos hallazgos, a fin de estudiarlos con mejor iluminación. ¿Quién y por qué habría ocultado algo así? A la primera pregunta parecía fácil responder: mi tía, o tal vez algún antepasado; para la segunda no tenía respuesta, y ello me inquietaba.
En ese preciso momento sonó el timbre de la puerta. Resultó ser la señora Enriqueta, la vecina que minutos antes fisgoneaba tras el ventanal. Con el pretexto de darme el pésame, pudo satisfacer la curiosidad de conocerme.
—Lo siento tanto. Yo quería mucho a su tía —expresó entre gimoteos.
—Muchas gracias —contesté al estrecharnos las manos.
La señora Enriqueta me informó de que ayudaba a mi tía en ciertas labores domésticas, y también de que se ocupaba de la limpieza de las iglesias del valle, donde desempeñaba incluso tareas de monaguillo.
Aproveché para preguntarle por un restaurante, mientras con delicadeza gesticulé para dar a entender que podía soltarme la mano, que no había dejado de estrujar desde el primer momento.
—Aquí mismo tiene uno —respondió al señalarme la plaza de la Iglesia.
En ese instante se presentó el cerrajero.
Reparada la cerradura, introduje en mi mochila el retrato de mi abuelo, el pergamino y aquel extraño matojo, para dirigirme hacia el restaurante y comer algo.
Me resultó chocante que, en aquel pequeño pueblo, un bar pudiera desarrollar tanta actividad. Más que lleno, estaba repleto. Aguardé en la barra hasta disponer de mesa, en un ambiente ensordecedor, entre vaivenes de vinos y manjares de todo tipo.
Al frente, adheridos a una plancha de acero que recorría parte de la pared, una colección de magnetos de distintas formas e infinidad de lugares, algunos remotos y lejanos; rebusqué entre ellos para hallar alguno de Uganda, sin éxito.
Junto a mí, un expositor con diversas postales de la zona me invitó a escribir una a mi querida familia Onoo. Elegí la más emblemática, por supuesto: la del famoso Pantocrátor.
—¡Se te saluda! —pronunció a mi lado una de las camareras cuando entró un joven, y ello me recordó que tenía que realizar una llamada.
—Buenas tardes. ¿El señor Saludes?
—Yo mismo; ¿quién es? —preguntó el otro con tosquedad.
—Tengo una llamada suya que no pude atender ayer. Soy Arnau Miró.
Le cambió el tono de voz, que se tornó afable.
—Señor Miró, gracias por llamar. Perdone que le moleste. Quizá le resultará extraño, pero si, como me informaron, se encuentra usted en Barcelona, me gustaría tener la oportunidad de conocerle y comentar con usted algunas cosas…
—Perdone, pero ¿con qué finalidad? ¿De qué se trata?
—Bien, señor Miró, sólo me agradaría tener un encuentro con usted. Su tía y yo entablamos una buena amistad. Además, podría estar interesado en su casa de Boí, si es que desea venderla; aunque no sé si éste es un buen momento para hablar de ello.
—Señor Saludes —le interrumpí con cierto enojo entre el ruido del bar—, ¿cómo sabe lo de la casa en Boí? Sólo hace unas horas que…
Con cierto nerviosismo respondió:
—Bien, quizá me he precipitado o no he sabido expresarme.
—Ahora está usted en lo cierto —le interrumpí con acritud—. Ni estoy en Barcelona, ni la casa está en venta, ni tengo la menor intención de verme con usted. Buenas tardes.
Acabé aquella conversación contrariado: dos interesados en comprar la casa en tan sólo un día, sin haber realizado ninguna tarea comercial.
El resoplido súbito de la cafetera, seguido de un intenso silbido, disipó aquellas consideraciones, y me obligó a concentrar mi mirada en un escote de vértigo que se detuvo ante mí. Calentaba un tazón, y sus vapores invadían la estancia con tan singular aroma de leche hervida.
—Ya tiene usted la mesa preparada —me indicó sin perder la sonrisa, al advertir que la miraba con cierto descaro.
—Qué lástima, me encontraba en el mejor momento del día.
Ambos sonreímos mientras tomaba asiento en mi mesa.
Fue ella quien acudió a servirme.
Aquella mujer desbordaba erotismo por los cuatro costados. Cerca de los cuarenta, morenaza, imponente, con provocativas formas, irradiaba sensualidad a cada movimiento. Libreta en mano y sin abandonar la socarrona sonrisa, inquirió:
—¿Qué desea el señor?
—Cenar con usted —respondí casi de manera automática.
—Vale. ¿Y para comer?
A partir de ahí todo discurrió en un agradable juego recíproco de seducción que duró toda la comida. Cada vez que traía o se llevaba platos o botellas, nos cruzábamos escuetos mensajes que acabaron entre el café y la cuenta, con una cita para aquella misma noche.
—¡Genial!
Así me despedí al salir del restaurante para dirigirme a la comisaría de El Pont de Suert.
Ella contestó:
—¡Me llamo Carola!
Primavera del año del señor de 1246.
Castillo de Erill, uno de los cuatro bastiones armados que garantizaban la seguridad del valle del bovino.
C
aía la tarde. A esa hora del día, la ausencia de luz directa del sol permite que los elementos revelen con especial nitidez sus contornos. A la mujer le gustaba ese momento, y a pesar de las recomendaciones continuas de Jean de Badoise, subía hasta la atalaya de la fortaleza para contemplar cómo la oscuridad del crepúsculo se adueñaba de su mundo.
—Es hermoso, Jean —afirmó Charité mientras dirigía una breve mirada de soslayo al caballero.
—Sí lo es, mi señora, claro que lo es. Pero ésta no es la cuestión, y vos lo sabéis tan bien como yo —contestó el hombre, contrariado.
A pesar del tiempo trascurrido, de los vínculos que las circunstancias habían ido tejiendo entre ambos y de las continuas peticiones por parte de Charité a él dirigidas, Jean de Badoise la trataba en público como «mi señora», mientras que ella utilizaba un coloquial «Jean».
Sin embargo, la respetuosa forma que el anciano templario empleaba para dirigirse a la mujer, en modo alguno empañaba el cariño y la ternura que existían entre ellos.
—Lo que sé es que, por primera vez en mi vida, contigo me siento a salvo.
—Mi señora, para que esa situación continúe, debéis huir de cualquier rutina, incluso del paseo por la tarde hasta la atalaya que lleváis a cabo invariablemente brille el sol, llueva o truene.
—Nada me puede pasar si tú estás a mi lado, mi buen «Cuidador» —repuso la mujer a la vez que acercaba sus labios al oído del clérigo, para utilizar el término secreto con el que se dirigía al caballero y que éste guardaba oculto dentro de su pecho como la más preciada de las distinciones.
—Señora, ni la espada más diestra, ni el brazo más fuerte, son suficiente garantía para evitar los largos tentáculos de Roma. Tampoco mi pericia ni mi acero son ya lo que antaño fueron —dijo Jean de Badoise preocupado, a la vez que se ruborizaba por el cumplido de Charité.
«No, no soy el mismo. La edad no perdona», pensó Jean, mientras acariciaba pensativo la gastada piel que cubría la empuñadura de su espada, oscurecida por años de uso, de sudor y de sangre, sin duda más ajena que propia, dada su probada calidad como soldado.
Hijo menor de una familia de la baja nobleza de champaña, Jean contaba dieciséis años en 1191, cuando trovadores y heraldos difundieron la conquista de Chipre y la toma de San Juan de Acre por Ricardo I Corazón de León, en la que participó. Fue el inicio para la reconquista de Jerusalén, perdida como consecuencia de la derrota de los cruzados en los Cuernos de Hattin. El resultado de esa batalla fue que Saladino recobró la Ciudad Santa, redujo el mosaico de estados francos de Oriente a un estrecho territorio en la cuenca palestina y limitó a la mínima expresión las huestes cruzadas. Magnánimo por lo general con los prisioneros, Saladino no lo fue esta vez, y ordenó decapitar a todos los cautivos templarios y hospitalarios, cuyas cabezas jalonaron la ruta a Jerusalén.
Siendo un niño, pero con el beneplácito de su padre, Jean ingresó en la Orden como novicio. Su resistencia física, unida a una especial destreza en el uso de las armas, hizo que su vocación se decantara hacia la Milicia de Cristo, su brazo armado. Con dieciséis años embarcó para Tierra Santa, destinado como sargento a la fortaleza de San Juan de Acre. No llevó por mucho tiempo la túnica negra de los sargentos de la Orden, aspirantes a caballeros. Cumplidos los veintitrés, formuló los votos definitivos. Fue confinado en una celda como postulante, donde se le advirtió sobre la especial dureza que el servicio como caballero imponía. Tras declarar, con libertad por su honor de caballero, que sería capaz de «soportar lo insoportable», formuló los votos monásticos de castidad, de pobreza y de obediencia.
Investido con el manto blanco, era a partir de entonces soldado de Cristo, con derecho a portar armas en recinto sagrado. Ascendió en la orden ya no sólo por su demostrada habilidad con el acero, sino por su sentido común, cualidad poco habitual.
Estuvo al mando de la caballería Turcópola, tropas mercenarias reclutadas en Oriente y auxiliares de la caballería templaría, punta de lanza de cualquier ataque cruzado. Fue comendador de Gaza, para al final asistir a la recuperación de Jerusalén, Nazaret y Belén el año 1229 como maestre de la primera de las poblaciones. Y recuperación fue, que no conquista, ya que se obtuvo sin efusión de sangre, por medios diplomáticos.
Sangre vertida por su mano a lo largo de los años, sangre derramada en nombre de Dios por un fin superior, la Europa unida teocrática, sueño que se alentaba desde el círculo más íntimo de la orden. Era su última misión, la más importante.
Ella lo miró. Observó cómo aferraba su espada, hasta que los nudillos se quedaban blancos. ¡Aquella manera de morderse el labio inferior! Durante esos años lo había llegado a conocer más de lo que él imaginaba. Su paladín, su inseparable compañero, su poeta…
—No soy soldado, Jean; nunca lo he sido. Pero sé lo que es ser perseguida y he estado en suficientes lugares sitiados para saber que el Valle es seguro, que el Valle es santuario. Hasta la saciedad me explicaste que las montañas nos protegen. Que sólo es posible el ataque de una fuerza armada que remonte el río, que los faros de las fortalezas se encenderían para dar la voz de alarma y los pueblos de avanzada lucharían hasta la muerte. Mira, Jean —continuó Chanté mientras señalaba con el brazo extendido—, todo está sereno; luces de calma en Taüll, en Boí. Y también allí, a lo lejos, en Cardet, desde donde, en las noches claras, pueden verse las luminarias del faro del castillo de Tor. La luz nos protege.
Como si obedecieran una inexistente señal de la mujer, pequeñas hogueras se encendieron en la oscuridad creciente. Puntos de luz que titilaban en la noche se habían adueñado ya de la boca del valle. Todo sereno, por su intensidad y color, otra noche sin armas.
Ésa era una de las particularidades del enclave. No en vano había sido elegido como fortaleza natural inexpugnable para la custodia del Legado.
En caso de aparición de una fuerza hostil en el campamento de Tor, único punto de entrada al territorio, doblarían las campanas y se alzarían al viento los estandartes de las plazas fuertes, situadas en el extremo suroeste. Señales que al momento serían avistadas por las tropas acantonadas en el otro extremo del valle, en el castillo de Erill.
En el faro de Tor se encendería una gran hoguera, que sería replicada de manera sucesiva por todos los faros de las laderas, para que la orden de movilización llegara casi de inmediato a todos los pueblos y rincones del valle.
Ingenioso sistema que permitiría hacer frente con garantías a un invasor armado. Gracias a la orografía del valle, el enemigo debería avanzar por estrechas gargantas, que como un laberíntico dédalo jalonaban la ruta hasta el corazón del territorio. Cada metro de terreno conquistado le costaría una sangría de hombres y pertrechos, al ser hostigado desde las alturas por los defensores, ni siquiera sin haber avistado la fortificación de Erill.
De alcanzar la planicie de Barruera, extensión que se abría entre los castillos de Cardet, Erill y Boí, los intrusos conocerían la verdadera fuerza militar del valle: trescientos sargentos de armas y ciento cincuenta caballeros del mejor cuerpo armado que vieron los siglos.
Formaciones tan nutridas como la del señorío de Erill eran las que correspondían a la dotación militar de una fortaleza de primer orden en Tierra Santa, como Chastel-Blanc, Beaufort o el Krak de los Caballeros.
Lo sabía y, sin embargo, lúgubres pensamientos cruzaban por la mente del templario.
«Hermosa niña —pensó el caballero, que jamás pecó de cándido—, si algo sabemos es que no hay fortaleza inexpugnable, ni nadie imposible de matar.» Lo conocía bien, por experiencia propia. Siempre era cuestión de tiempo y dinero, y por desgracia el enemigo disponía de ambos en abundancia.