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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

El legado del valle (3 page)

BOOK: El legado del valle
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—Será una noche larga, como la del día que dimos caza al hombre, hace ya una semana —dijo el capitán a sus soldados al sentarse junto a ellos, a la vez que se desabrochaba el peto de cuero y acero que le protegía en combate y se arrebujaba con una manta para caballos.

Tras beber un largo trago de vino del pellejo que encontró más cerca, consciente del malestar que sentían sus hombres, les dijo:

—Descansaremos aquí dos días y luego emprenderemos el viaje de regreso a Aviñón. Allí cobraremos la soldada y finalizará nuestro contrato.

Miró fijamente a sus soldados y, al percibir el alivio en sus rostros, continuó:

—Después, buscaremos trabajo a las órdenes de algún señor cuyas tierras linden con los sarracenos.

—Sí, capitán —asintió su lugarteniente, un gascón achaparrado, recio y tuerto—, pero lo más lejos posible de esos malditos curas.

Al cabo de una hora, Charité se encontraba desnuda atada a un largo banco de madera. Le habían arrancado con unas tenazas las uñas de la mano izquierda y en aquellos momentos se retorcía entre gritos estremecedores, mientras carbones encendidos siseaban sobre su abdomen contraído.

«¿Dónde está lo que llevabas?», era la pregunta repetida hasta la saciedad.

—A dos jornadas de Montsegur capturamos a tu compañero —le susurró Magás al oído, a la vez que le echaba su fétido aliento, mientras sostenía por el cabello la cabeza seccionada de Hug Poiteví—. ¡Mírala, hereje! La he conservado en salmuera para ti. De nada le sirvió soportar doce horas de interrogatorio. Al final gritaba a grandes voces tu nombre. Te delató como un cobarde, entre súplicas para que los verdugos lo agarrotaran cuanto antes —barbotó con deleite el monje.

A pesar del intenso dolor que recorría su cuerpo, Charité Soleil aún mantenía intacta una parcela de conciencia para darse cuenta de que el dominico no había mencionado a su otro compañero, Amiel Aicart. Su esperanza y su fuerza eran que Amiel hubiera alcanzado el valle y que alguien pudiese llegar en su ayuda.

—¿Dónde está lo que llevabas? —volvió a repetir el monje por enésima vez.

Ante el obstinado silencio de la mujer, con gesto impaciente, ordenó a sus acólitos que situaran un brasero bajo sus pies descalzos. El reflejo de las ardientes ascuas teñía de rojo su blanco hábito, que había mantenido inmaculado a pesar de las penalidades del viaje, salvo por las salpicaduras de algunas gotas de sangre de la mujer, que no pudo ni quiso evitar.

Esta situación excitaba sexualmente a Magás y le provocaba un jadeo continuo, como el de una bestia en celo.

El ralo cabello rojizo que rodeaba un cráneo tonsurado, perlado de sudor, le confería el aspecto de un engendro salido del propio infierno.

El intenso calor de los carbones encendidos pasó a ser, en escasos segundos, una viva quemazón para convertirse en un lacerante dolor que recorrió los centros nerviosos de Charité hasta estallar en lo más recóndito de su cerebro con un fulgor blanco, que la sumió en una piadosa inconsciencia.

—¡Vamos, reanimadla! —vociferó Magás a sus esbirros con ademán imperioso—. Echadle agua a la cara… Los trabajos de la Orden deben continuar —masculló el clérigo mientras contemplaba con incontenible lascivia el cuerpo inerte de la mujer.

No los oyeron llegar.

Jinetes a caballo irrumpieron al galope en los círculos de luz que las hogueras delimitaban.

Desplegados en correcto orden de batalla, cubiertos con cascos y con cotas de malla que centelleaban con brillo rojizo bajo largas capas negras de caballería, llevaban las espadas desenvainadas, con las que, al describir molinetes, buscaban certeras el cuerpo de los enemigos.

En la primera pasada, los centinelas que se habían acercado a calentarse, los únicos que permanecían en pie y con armas en la mano, cayeron decapitados.

—¡A las armas! —ordenó con voz estentórea el capitán, en un intento de sofocar el desconcierto que el repentino ataque había provocado en sus relajadas filas.

Una tormenta de acero se abatió sobre las tropas acampadas. Sólo su veteranía impidió una desbandada. Atentos a las voces de los sargentos, los soldados empezaron a replegarse y formaron en pequeños grupos para, espalda contra espalda, repeler el ataque de la caballería.

A las órdenes de un caballero de larga barba y que cubría su armadura con un manto negro, los atacantes, que en aquellos momentos habían rebasado ya los límites del campamento, refrenaron sus corceles, volvieron grupas y formaron dos filas compactas, hombre con hombre, rodilla con rodilla.

Dirigieron de nuevo sus monturas contra los defensores, que aún se encontraban bajo el estupor de la sorpresa, de pie entre los cuerpos ensangrentados de sus compañeros caídos en el primer embate.

—¡Al paso! —indicó tajante el caballero, mientras las filas se ordenaban al mismo compás.

—¡Al trote! —mandó instantes después.

Los caballos caracolearon e incrementaron la cadencia de su paso. Los jinetes adecuaron sus movimientos al aumento de velocidad de las monturas, que respondieron con disciplina militar a la leve presión de espuelas y rodillas sobre sus flancos e hijares.

—¡Al galope! —gritó el caballero por último.

Su voz dominó el martilleo de los cascos de los caballos sobre el suelo, mientras que la misma orden era repetida por una corneta con dos toques cortos, seguido de uno largo.

A pesar de la situación desesperada, el capitán mercenario, buen conocedor de su oficio, no podía dejar de admirar la precisión con la que el compacto grupo enemigo actuaba. Mientras el amenazador muro de músculos y acero desnudo crecía por momentos, observaba la firmeza y la sangre fría que el barbado caballero mostraba en el mando de su escuadrón.

Al inicio de su carrera como soldado de fortuna, había alquilado su brazo a los príncipes de Tierra Santa. Acudió al llamamiento a las armas del papa Inocencio III, el mismo que llamó a la cruzada contra la herejía albigense. No lo había hecho por convicción religiosa, sino porque, a pesar de su juventud, malvivía como sicario en el Reino de Sicilia.

No conoció a su padre y apenas a su madre, prostituta en los muelles de Brindisi, de donde era oriundo. Sin embargo, su destreza en el manejo de la daga le había granjeado merecida fama como asesino, galardón que había llegado a oídos de la justicia y que lo había llevado a embarcarse como simple infante. Con sólo diecisiete años había servido en las huestes de Andrés II de Hungría, a quien acompañó hasta su fracaso en el intento de tomar El Cairo en el año 1221.

Algo en su proceder, en la férrea disciplina con la que mandaba la unidad, correspondida a su vez con la puntualidad con que cada una de sus órdenes era obedecida, le traía recuerdos de sus campañas en ultramar.

Los jinetes que habían surgido de las sombras no combatían individualmente, sino que formaban un frente común que a su paso segaba como una guadaña las vidas de los defensores.

—¡Pierre! —bramó el capitán al tuerto, que hacía de segundo en el mando y que en aquellos momentos pugnaba por colocarse el parche del ojo, que tapaba una oquedad de aspecto sanguinolento—, que formen en orden cerrado y levanten las picas. Al menos, venderemos caro el pellejo. Es lo mínimo que podemos hacer con tan diestros huéspedes como los que se han presentado sin avisar esta noche.

El gascón rió por lo bajo palpándose el ojo sano, mientras con brutalidad trataba de que los hombres, que a aquellas alturas del combate ya chapoteaban en la sangre de sus cantaradas caídos en la refriega inicial, formaran algo parecido a un cuadro.

Pese a seguir muy juntas las filas en la carga, en férreo orden cerrado, los caballos galopaban por inercia, desbocados, sin necesidad de que sus jinetes les clavaran las espuelas ni los guiaran con las riendas. Eran altos caballos españoles, bregados en el combate, tanto como los hombres a los que conducían a la batalla.

A una velocidad de vértigo, se lanzaron contra la confusa formación de piqueros. Éstos flaquearon en el último momento. Dieron la espalda al enemigo y dejaron caer lanzas y alabardas, para vergüenza del siciliano que los acaudillaba, inconscientes de que el pánico que los había ganado les privaba de su última posibilidad de defensa.

Los jinetes de la primera fila se introdujeron en la formación como un vendaval. No retrocedieron para desbaratar el cuadro a golpes de mandoble. Los persiguieron a través del campamento para atravesarlos cómodamente con sus largas espadas de caballería que empuñaban.

La segunda fila de la carga encontró una defensa dispersa. Sin el apoyo de los que la habían abandonado, no era ya el bastión inexpugnable que el capitán pretendía. Un cuadro cerrado compacto ofrecía refugio a la infantería, pero cualquier fisura en la formación, si era aprovechada por la caballería, convertía ese mismo abrigo en un confuso baño de sangre. Los jinetes arrollaron a los defensores, a la vez que los aplastaban con el peso y la inercia de los poderosos caballos. Desde la ventaja que suponía la altura de sus sillas de montar, hendían cráneos, seccionaban brazos y rebanaban gargantas.

Los defensores no se rindieron y prefirieron proseguir el combate, sabedores de que todo estaba perdido y que no habría prisioneros.

El siciliano desjarretó un caballo de un tajo, y al caer su jinete, con un golpe certero cortó la cota de malla que lo protegía y le abrió el estómago. Continuaba en liza, ya que esa había sido su vida y pensaba que no era mala manera de acabarla: matando y con la espada en mano.

No le importaba morir; después de todo, en algún momento tenía que ocurrir y era privilegio de guerrero escogerlo. Pero lo que le dolía profundamente era el desastre que estaba causando entre su mesnada la aguerrida compañía de jinetes de negro. Le corroía la curiosidad. Antes de perecer deseaba conocer quién le había infligido aquella estrepitosa derrota.

Las miradas de ambos comandantes se cruzaron. El alto jinete barbado refrenó su caballo a escasos metros del mercenario. Se llevó la mano cubierta de cuero y acero al bruñido yelmo, mientras levantaba la visera que le protegía el rostro. Luego, imperturbable, mantuvo la mirada en mudo desafío.

«Es un hombre mayor, un anciano de barba cana», pensó sorprendido al verlo a cara descubierta. Sus ojos de color azul pálido, casi desvaído, resaltaban en su piel morena surcada de arrugas y pequeñas cicatrices. Su edad contrastaba con la agilidad con que se desenvolvía. Aquella mirada glauca le traía recuerdos de otros tiempos y más honestos empleos.

«Incluso si el oficio es proporcionar una muerte violenta, todo se reduce a una cuestión de formas y matices», se dijo el mercenario, mientras se encogía de hombros.

El caballero, con gesto cansado, descabalgó de su montura y, sin mediar palabra, propuso un combate singular, a vida o muerte, en igualdad de condiciones. Por ese motivo, por propia voluntad renunció a la ventaja que el alazán y el escudo le conferían. Ambos hombres blandieron las espadas al Frente y se saludaron con un gesto casi imperceptible, pero sin perderse de vista en ningún momento.

Como avezados combatientes que eran, empezaron a girar en círculo. Se estudiaron. El siciliano amagó una estocada que el caballero se aprestó a bloquear. Chocaron los aceros. Después, rápido como una centella, avanzó un largo paso con el pie derecho y describió un tajo en arco que el caballero dejó pasar sin aparente esfuerzo; a continuación, este tiró a fondo con la recta espada de caballería; uno, dos, tres golpes, que el mercenario paró recurriendo a toda su pericia mientras trastabillaba al recular.

«No puede ser; aquí no. No en estas latitudes», pensó el siciliano, a la vez que empezaba a jadear por el prolongado esfuerzo. Aquella técnica depurada, la limpieza de movimientos, la manera de combatir serena, sin dejarse arrastrar por la pasión, sólo la había visto en Tierra Santa. O lo derrotaba de inmediato con el apoyo de su mayor vigor y juventud o el anciano guerrero no tardaría en abatirlo.

No era miedo. El siciliano no había sido nunca un cobarde y tampoco tenía excesivo apego a su existencia, pero como soldado de raza, se negaba a dejarse matar como un borrego. Disfrutaba en esa lidia con la muerte, en una curiosa mezcla de vanidad, obstinación y puro placer en el ejercicio de las armas.

El caballero se batía con serenidad. Intercambiaba golpes, pero recibía muchos más de los que lanzaba, y los paraba sin excesiva dificultad y con aplomo. Hasta que un ataque del siciliano se cruzó con otro del caballero, lo cual dio lugar a que las hojas de ambas armas resbalaran una sobre otra, hasta entrechocar con los guardamanos. Podían notar sus alientos y el olor acre del sudor por la proximidad de los cuerpos en tensión.

Al verlo tan de cerca lo reconoció. Los mejores guerreros de la cristiandad. Y él siempre fue excepcional entre ellos. Una leyenda.

Ambos se separaron a la vez que empujaban con sus respectivas hojas y, como un relámpago, el caballero lanzó una estocada imprevisible, y enterró su acero bajo el extremo inferior de la gorguera que protegía el cuello del mercenario, lo que le destrozó las costillas y le partió en dos el corazón.

—Tú, Jean de Badoise… —dijo en un estertor mientras a su boca afluía una bocanada de sangre.

A aquella distancia lo comprendió, justo en ese instante de lucidez que precede a la muerte. Murió con la espada aferrada, como siempre había pensado que sería, mientras recordaba tiempos más felices.

Parte de la tropa de jinetes negros, con su comandante al frente, dejó atrás el campamento, donde ya no quedaban más que los cadáveres de los defensores. Cruzaron a galope tendido la distancia que los separaba del siniestro pabellón. Éste se recortaba en la noche con aspecto irreal, por los fogariles que en su interior se mantenían encendidos y los hachones ardientes que iluminaban ante su puerta.

La batahola del reciente y próximo combate no había pasado inadvertida a Magás, quien se había refugiado en el interior con varios dominicos, no sin antes ordenar a los sayones que protegieran la entrada con sus vidas.

Los hombres a caballo tiraron de las riendas de sus monturas a escasos metros del pabellón y refrenaron su marcha resbalando sobre la hierba húmeda. Descabalgaron y, en rápida carrera, llegaron hasta el grupo de sayones, que, armados con hachas y cuchillos, trataban, con más miedo que convicción, de cumplir las órdenes de sus amos.

En extremo hábiles en torturar hombres y mujeres privados de libertad, en modo alguno eran rivales en combate, y menos aún para una tropa de élite como la que el anciano caballero mandaba.

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