—Pero ¿cómo te llegan los clientes, a un lugar tan lejano y perdido?
—Más o menos como a ti. En mi caso, desde Inglaterra y Estados Unidos, gracias a nuestros operadores, uno londinense y el otro neoyorquino.
—Estuve en Londres hace años, pero ¡ah, Nueva York! ¡Cómo me gustaría ir allí!
—Es una ciudad fascinante… como tú —dije con expresión acaramelada.
—¡Qué tonto! —respondió entre muecas.
—Sí, como tú: extraordinaria; eres única. Estuve medio año en Nueva York, para formarme en algunos aspectos del proyecto; viví en Brooklyn.
—¿Brooklyn? ¿No hay allí un puente famoso?
—Efectivamente —contesté sin poder reprimir otra sonrisa—, un puente enorme entre los barrios de Brooklyn y Manhattan. Ahora están ya mezclados en la cultura cosmopolita y mestiza de la ciudad, pero en tiempos unía a italianos y anglosajones.
—Yo tengo raíces italianas, ¿sabes?
—No me digas.
—Sí, mi nombre completo es Carola Asens Buzzi. Mi abuela era italiana. Ella me enseñó a trabajar la pasta, y de ahí nació mi interés por la restauración.
—Alguien me contó una vez que Brooklyn debe su nombre a la pasta. ¿Lo sabías?
—¡No! —exclamó interesada—. Cuéntame.
—Aunque no creo que sea cierto, suena divertido… Tengo entendido que los primeros emigrantes italianos que llegaron a Nueva York procedían en su mayoría del sur de Italia. Allí creo que es típico cocinar la pasta con brócoli.
—¡Buenísima! —confirmó Carola.
—Era tal el olor a brócoli hervido que se notaba en algunas de sus calles, que los anglosajones se referían a esa parte de la ciudad como la de los «brocolinis», lo que dio lugar al nombre de Brooklyn. Curioso, ¿no?
—Sí, curioso. Seguro que te lo explicó un italiano.
Tras un breve silencio, pude por fin introducir mis inquietudes:
—Carola, ya sabes por qué estoy aquí. Dime, tú debiste de conocer a mi tía, ¿no es así?
—Sí, claro que la conocía. Es lógico. Vivía muy cerca del restaurante. Llevaba muerta varios días cuando la encontraron.
—Horrible, sí. Háblame de ella, porque seguro que la conociste mejor que yo.
—Bueno, qué puedo contarte… Se la veía mayor. Cada mañana desayunaba en el bar: una madalena y un café con leche; siempre lo mismo. Por las tardes, algo parecido: pasaba un par de horas con una infusión que sorbía con lentitud, y leía en una de las mesitas que tenemos junto a la ventana que da a la plaza. Leía todo tipo de libros, era muy culta. Se podía hablar de cualquier cosa con ella. Eso le granjeaba el respeto en el pueblo.
Mientras Carola desgranaba sus recuerdos sobre mi tía, mi mirada se fue directa hacia las graciosas líneas que en el plato dibujaba el vinagre de Módena, alrededor de la ensalada. Reseguí con el tenedor sus trazos mientras escuchaba y atesoraba en mi memoria cada una de sus palabras.
—Era muy buena mujer. Para mí, encantadora. A menudo me aconsejaba la lectura de libros que me seleccionaba. —Tras una breve pausa, continuó—: Recuerdo que una vez me habló de ti. Me dijo que sólo le quedaba un sobrino, que vivía a miles de kilómetros, en África. ¡Aunque no me dijo lo que me perdía! —añadió entre risas que de repente cortó—. Me contó lo de su hermano y su cuñada; tus padres, supongo. Terrible, ¿verdad?
Miré con seriedad a Carola.
—El término «terrible» se queda corto; no hay palabras en ningún idioma del mundo para expresar lo que sentí —de nuevo su recuerdo me inundó de tristeza—. Aún los echo de menos; supongo que siempre será así. Sin ellos, el tiempo se me hizo amargo. Ahora son como dos apariciones que vagan por mi mente. ¿Sabes?, uno no puede acabar jamás con sus fantasmas: o aprende a convivir con ellos, o muere en el intento.
Escuchaba sobrecogida, mientras aprovechaba una breve pausa para acabar con el resto del plato.
—Murieron demasiado jóvenes. Sí, fueron muertes prematuras, como su matrimonio, a primeros de los sesenta, con poco más de veinte años cada uno. En los pueblos solía ser así —suspiré—. Congeniaba mucho con mi padre, compartíamos aficiones, gustos, vocaciones. Pensábamos según parámetros similares. Teníamos los dos ese particular apasionamiento por lo que nos seduce. Él me enseñó a entender que sólo está vivo quien es capaz de asombrarse, de maravillarse, de entusiasmarse. «La gran diva de la ópera será siempre Maria Callas —decía—. Sin embargo, no ha sido la que mejor voz ha tenido. Su apasionamiento, su sensibilidad y su emotividad la perpetuarán a lo largo de los tiempos.»
—¿Y con tu madre?
—La quería con locura, pero era algo muy distinto; a ella parecía no gustarle nada ni nadie de lo que yo deseaba. Se mostraba indiferente a lo que me apasionaba. Nunca quiso lo que pretendí, ni a las personas a las que amé, por lo que cada vez éramos seres más lejanos.
—Es raro eso en un varón, y además hijo único —reflexionó Carola, que advirtió cierta consternación en mí, por lo que retomó el discurso sobre mi tía—. Tu tía se parecería entonces a tu padre. También era una persona entusiasta. Brindemos por ellos —propuso.
Las copas se alzaron y chocaron con un toque sutil.
—Por tu tía —dijo con el testimonio de nuestras miradas y de la voz de Billie Holiday sonando en el ambiente con su inigualable
Stormy weather
.
Por vez primera en mucho tiempo, algo se removía dentro de mí, y me sentía incapaz de reprimirlo o controlarlo.
Me estaba colgando de aquella mujer, y tenía la sensación de que era algo recíproco.
—En la antigüedad, los brindis eran signo de confianza. Espero que así sea también entre nosotros —sentenció Carola, que propuso otro—: Ahora, por nosotros.
—¿Confianza?
—Sí, el brindis se realizaba con copas metálicas que se hacían golpear con fuerza entre sí, de tal manera que los líquidos se entremezclaran, como garantía de que nadie hubiera envenenado la copa del otro.
—Bien, espero que me avises antes de decidir envenenarme —dije como divertimento, sin gracia alguna.
—Háblame de África —propuso.
—Luego. Ahora sigue, cuéntame más cosas de mi tía, por favor.
—No sé qué más decirte. Era una persona querida por casi todos en el pueblo.
—¿Casi todos? —pregunté sorprendido.
—Sí, es lamentable, pero había quien no la soportaba.
—¿Qué me dices?
—Yo creo que era pura envidia… por ver que era una mujer pasional, trabajadora, formada, sola y satisfecha consigo misma, con su manera de vivir.
—¿Un bicho raro en el Valle?
—En absoluto. No sé, todo eran habladurías. Ya sabes, en pueblos pequeños como éste… Quizá la señora María, quiero decir tu tía, se anticipaba a su tiempo, era declarada feminista, resolutiva, no solía comportarse como el resto de mujeres de por aquí. Ayudaba dentro de sus posibilidades a quien se lo pedía. —Tras una breve pausa, prosiguió—: Hace unos años recuerdo que vino alguien de Barcelona para hacerle una entrevista.
—¿Una entrevista? ¿A ella?
—Sí, en el mismo bar. Me dijo que era un periodista que se interesaba por la vida de la gente mayor de los pueblos, para recuperar la memoria histórica de lo que no sale en los libros. Pero de todo el Valle, sólo habló con ella. Por algo sería. Eso provocó en algunos cierta incontinencia verbal.
—¿Cómo?
—Personas aburridas que hablan en exceso, hasta el punto de que alguien… no sé si debería decírtelo…
—Por favor —imploré.
—Llegaron a decir tonterías como que se entendía… con el mosén. ¡El mosén, nada menos que veinte años más joven! ¡Qué ridículo!
—Pobrecilla —murmuré afligido.
—Lo curioso es que no hace tanto que esas animadversiones surgieron. Antes no era así. Sí, comenzaron hace muy poco.
—¿Y eso por qué?
—Yo qué sé —se interrumpió, y exigió con simpático aunque autoritario tono—: Bueno, ya está. Ahora hablemos de ti y de África; cuéntame lo que quieras.
—África… —suspiré de nuevo—. No sabría qué contar de tanto por explicar. Todo es tan distinto… No sé por dónde empezar.
—Por donde quieras. Dime, ¿por qué es tan distinta África?
—Por todo, y no me refiero sólo a la gente, al clima o al paisaje; África te cambia la manera de pensar, el carácter, las prioridades. Hasta los valores. Lo capté rápidamente y nació en mí la necesidad de abrazarlo todo, de empaparme de cada gesto, de cada rincón, de cada palabra o sensación. No sé cómo contarlo. Uganda me cautivó como un amor a primera vista, como tú.
Fue un beso breve, ya que el camarero se acercó para recitar los postres. Continué en silencio mi reflexión, mientras sorbía las últimas gotas de un vino excelente que Carola había seleccionado con sabiduría.
Sí, en esa primera etapa africana necesitaba tocar todo lo que veía, como un niño que empieza a descubrir su entorno; como si mi vida hubiera estado en callada espera, para luego degustar todo lo que el continente me ofreció. No podía controlar el entusiasmo que me proporcionaba sólo la contemplación. Y lloraba al jurarme no volver jamás a España.
—¿Y usted, señor? —dijo el camarero, lo que recuperó mi concentración.
—Ah, yo lo mismo.
—¡Pero es que yo no quiero postre! —exclamó Carola entre risas al constatarse mi momentánea fuga de neuronas.
—Sí, nada.
—Continúa, Arnau. Sigue, por favor.
—
Pole, pole
—dije tras degustar otro sorbo de tan magnífico caldo.
—¿Qué?
—Significa algo así como «despacio, poco a poco» en swahili. Sí, allí la vida transcurre más pausada. Fue la primera palabra que tuve que aprender.
—¿Y la segunda? ¿Cuál fue la segunda? —preguntó con inocencia.
—La segunda… Sí, creo que la aprendí ya en Butiaba:
msungu
. Significa hombre blanco. ¡Uganda! En los pueblos como el nuestro no hay cercas ni vallas que protejan la propiedad, a excepción de nuestro hotel, que se construyó contaminado de occidentalismo. Se entra y se sale de las casas con total libertad, se entablan charlas entre pan de mijo y pescado seco con verduras. Se ayuda en todo, para simplemente sobrevivir. Allí nadie se siente solo, porque no existe la soledad; siempre hay alguien dispuesto a echarte una mano entre cánticos y tambores.
—¿No se conoce a Uganda como la «Perla de África»?
—Así es, aunque yo no opino lo mismo. Primero, porque no debe circunscribirse en exclusiva a Uganda; segundo, porque la perla debería ser bicolor: en África no hay término medio; todo son extremos. Llora o ríe. Goza y sufre desde lo sobresaliente hasta lo más desagradable. Uno siente de cerca la sencillez y hospitalidad de sus gentes, pero también sus mayores atrocidades. Aquel que obra contra la comunidad, o contra el poder establecido, es eliminado de la peor manera, y su juicio no lo emite la sociedad, sino algún que otro desequilibrado. Ése es uno de los problemas, pero no quisiera hablar de ello y echar a perder esta deliciosa velada.
—Bueno, vale, pues háblame de la señora Miró.
La observé con desconcierto. Creí que se refería a mi tía, aunque de inmediato lo entendí.
—¿No deberías llamarla para decirle que todo va bien? ¡Estupendamente bien!
«Por fin ha logrado sacar el tema», pensé.
Con una sonrisa, le contesté:
—No hay señora Miró…
—¿No? ¿Y nadie a quien llamar a esta hora para decirle cómo la echas de menos, cómo la quieres, y esas cosas tan tiernas que a veces nos decimos estúpidamente?
—Nadie —afirmé—, pero en cualquier caso tampoco me parecería estúpido hacerlo.
—No hay nadie en Uganda, ¿eh? Alguien dijo una vez que «un hombre solo está en mala compañía». ¿Qué falla entonces en ti? ¿Por qué no te ha atrapado aún ninguna mujer? —preguntó mientras me pellizcaba por debajo del mantel.
De súbito se me nubló el entorno y en mi pensamiento apareció Ongodia, con sus habituales y coloridos atuendos. Ejercía de esclava sexual en el ejército y la rescaté unos diez años atrás, a cambio de un reloj que ahora mismo lucirá algún capitán descerebrado. Un colaborador le dio trabajo en un pequeño taller textil de Masindi, donde pudo rehacer su vida, dentro de las obvias limitaciones. Desde entonces somos dos almas heridas y solitarias que de vez en cuando se encuentran y se lamen recíprocamente las úlceras de la vida. Mis cavilaciones fueron truncadas de súbito.
—¡Oye! ¿Estás aquí? Eres un poco raro, ¿eh? ¡Oh! Claro, sí que hubo alguien —exclamó sonriente Carola.
—Quizá. Pero no pensaba en eso ahora —mentí.
—Entonces, ¿en qué pensabas?
—En que me han quedado pendientes un par de palmos de tu piel, y eso deberíamos solucionarlo de inmediato.
Fue un despertar plácido, con la insaciable Carola entre mi cuerpo. Dulce amanecer que vaticinaba una buena jornada, que sin embargo resultó un tanto amarga: al salir del baño la sorprendí fisgoneando entre mis cosas, entre ellas el pergamino.
—¿Y esto? ¡Qué curioso! —dijo.
—Interesante, ¿verdad? Lo encontré en casa de mi tía —le dije mientras con diplomacia lo introducía de nuevo con sumo cuidado en la mochila.
Carola miró un instante al vacío.
—Quizá eso es una de las cosas que no gustaban a algunos.
—¿Te refieres a esto? —pregunté extrañado en clara referencia al pergamino.
—Sí. Se sabía que tu tía conservaba cosas muy antiguas, de los ancestros del pueblo. Le recriminaban que no eran de su propiedad, sino de todo el Valle. De ahí le surgieron antipatías entre los vecinos.
—Vaya, creo que por aquí malgastáis el tiempo.
—Yo pienso lo mismo, Arnau. —Tras unos instantes prosiguió—: Hay algo que no te comenté de tu tía, aunque supongo que ya lo debes de saber.
—Dime, Carola, no me dejes en ascuas.
—Algunos dicen en voz baja que no murió de manera natural —afirmó con cierto abatimiento al sentarse en el borde de la cama.
—¿Adónde quieres ir a parar? —pregunté impaciente.
—¿No lo sabías? Hay quien dice que alguien la mató. ¿No te lo dijo la policía? Por eso precintaron la casa y la rastrearon varias veces por dentro.
—Claro, ahora entiendo tantas preguntas en la comisaría. No, no me lo han dicho. Y no sé por qué.
Ante mi expresión estupefacta, Carola puso cara de lamentar el comentario:
—No debería habértelo dicho.
—Al contrario, Carola —dije mientras me agachaba ante ella para quedar a su misma altura—, te lo agradezco de veras, pero no comprendo. ¿Quién querría hacer daño a una pobre anciana como ella?