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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

El legado del valle (9 page)

BOOK: El legado del valle
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Georges de Abadía, con gesto mesurado, se descolgó del hombro la ballesta ya tensada. Afianzó con aplomo los pies sobre el suelo y colocó un pesado virote rematado por una punta de acero. Siguió la trayectoria del jinete y tras calcular velocidades, vientos y distancias, apuntó unos pasos por delante de éste. Contuvo la respiración, mientras presionaba con suavidad los dedos índice y corazón sobre la lengua de acero que liberaría el fiador y, a su vez, el dardo.

Como todo tirador experimentado, sabía que había que huir de la precipitación, del gesto brusco, de imprimir una fuerza en el disparador que influyera en la orientación del arma, lo cual haría que el proyectil se desviara del rumbo deseado. El disparo debía sorprender al ballestero.

Y le sorprendió, y no sólo a él, sino también al propio sicario, cuando el venablo se le hundió en la nuca. Jamás supo qué le había pasado. Como un guiñapo, cayó muerto antes de llegar al suelo. De su cuello pendía un medallón de oro, con dos llaves y una calavera. Las llaves que a partir del siglo XIV formarían parte del escudo del Vaticano. El caballo, liberado del peso del jinete, corría libre por el prado.

Los rayos de poniente entraban por el ventanuco de piedra de los aposentos del viejo soldado.

Era su tercer día de agonía. Obedecía a su forma de ser. Correoso a lo largo de la vida, era un guerrero que no se quería aún abandonar al descanso de la muerte. Todavía no, no sin su misión cumplida. Eso le atormentaba. Dulce misión.

Junto al caballero había permanecido los tres días y dos noches una Charité exhausta por el dolor.

En un extremo de la austera habitación, Georges de Abadía, impotente ante el sufrimiento de su mentor, se mesaba con desesperación los cabellos. Lloraba como el niño que había dejado de ser.

De nada habían servido los conocimientos de la mujer sobre las plantas medicinales, heredados de los antiguos druidas que poblaban su Francia natal, ni los del médico árabe venido de Tierra Santa que prestaba sus servicios hacía años en el Valle.

A pesar de que la hoja de la lanza no había afectado ningún órgano vital, al penetrar en el abdomen del caballero había causado serios destrozos en la pared muscular, con la consiguiente pérdida de sangre. Y había incrustado en sus entrañas parte del tejido de su hábito que al pudrirse había desencadenado una septicemia irreversible.

El desenlace fatal era cuestión de tiempo. Todos en la estancia lo sabían. El primero, Jean de Badoise. Había visto a demasiada gente pasar por ese mismo trance para que tal circunstancia le pasara inadvertida.

Con gesto de dolor, apretó la mano de Charité.

—Mi hermosa niña —susurró el anciano, y la tuteó en público por primera vez en su vida—, déjame ver el Legado una vez más antes de morir. Una vez más, la parte del todo. Una última vez, en vida.

Con un frufrú de ropas, la mujer fue a una arqueta que se encontraba encima de un anaquel, en las dependencias del moribundo. Qué mejor lugar para ser custodiado que en la habitación del anciano guerrero, Comendador de la Orden en el Valle del Bovino.

Los antaño penetrantes ojos azules del soldado, ahora ya velados por el halo blanquecino que precede a la muerte, se dilataron al observar el objeto. Con un esfuerzo sobrehumano, levantó una mano que apenas respondía a su voluntad y pasó con unción las yemas de los dedos por su superficie.

—Tanta sangre, tanta sangre… Demasiada religión en el mundo para que los hombres se maten; no la suficiente para que se amen, Charité. ¡Charité! Te he amado en vida tanto y tan poco tiempo. Búscame cuando sea el momento, en la muerte.

La mujer no se separó de él, le acariciaba la barba y los cabellos blancos extendidos sobre la almohada. Él sonreía con debilidad y le pidió que se acercara. Tras inclinarse con suavidad, la mujer se aproximó al rostro del monje a la vez que lo mojaba con sus lágrimas.

—No llores, amor mío, no llores. No me importa morir, no —musitaba al oído de la mujer—, pero no se ha cumplido la misión. El destino. Tú no vistes ya hábito negro de perfecta, rompiste votos, y sin embargo…

Charité se acercó a su rostro, porque le hablaba ya entre susurros. Tomó la mano del caballero. La sostuvo entre las suyas mientras sus labios se movían junto al oído del hombre.

Jean de Badoise, con la mirada perdida, escuchaba boquiabierto, cesando en su jadeo. Contenía un último aliento vital.

Charité se incorporó hasta recuperar la posición inicial, sentada junto al anciano yacente. Bajó la mirada hacia su regazo, sostuvo con las dos manos la del caballero, delicada y de dedos largos, surcada de venas azules. Una mano que tanto había empuñado las armas como la pluma, que había arrancado vidas en defensa de la fe y que a la vez había escrito deliciosos poemas a la existencia. Hermosas para acariciar a una mujer, aunque los votos se lo vetaran.

Acompañó con ternura la diestra del caballero, la giró sobre el antebrazo y sostuvo la palma de aquélla contra su abdomen incipiente. Lloraba y sonreía. Él la miraba, descansaba. Su misión estaba cumplida. Expiró tranquilo. Ya no le dolía, no notaba nada. La esperaría el tiempo que fuera, en otra vida.

4

L
as preguntas comenzaron dentro de una sala contigua a la recepción, en presencia del sargento Ramón Palau y de dos policías más.

—Señor Miró, desde el fallecimiento de su tía no hemos podido localizarle por carecer de datos correctos. Sólo sabemos que reside usted en Uganda, ¿es así?

—Así es. Desde hace veintiún años. Dirijo un hotel en una población llamada Butiaba —expliqué mientras contemplaba aquella habitación, sin una sola ventana y con paredes forradas de arriba abajo de moqueta azul.

—Butiaba… No me pregunte dónde está, por favor —comentó entre sonrisas el sargento, que buscaba miradas de complicidad entre los suyos—. Con razón no le encontrábamos; nos constaba una dirección de Kampala.

—¿Kampala? ¡No! Es la capital, y queda muy lejos del hotel. ¿De dónde sacaron que residía en Kampala?

—Supimos que usted era su único familiar vivo. En la casa de su tía encontramos esta dirección —comentó al mostrarme un pequeño papel con mi nombre y una dirección.

—Qué raro, jamás he vivido en Kampala. No sé qué decirle.

—No se preocupe, no importa, aunque se entiende ahora que no recibiera nuestros comunicados. Dígame, ¿cómo se llama el hotel?

—Kabalega Hotel —contesté, mientras uno de ellos tomaba nota de todo—. Kabalega —repetí—, con
k
de «kilo» y
b
de «Barcelona».

—Necesitaríamos comprobar la dirección y disponer de un teléfono por si tenemos que ponernos en contacto con usted de una manera más directa.

—Aquí tiene mi tarjeta, agente, pero ¿hay algo que no sepa? —pregunté, inquieto ya por tanto formalismo.

—Nada de que preocuparse —contestó el sargento Palau—. Pero entonces —prosiguió—, ¿cuándo y por qué medio se enteró usted del fallecimiento de su tía?

—Al recibir la carta de la notaría, en la que se me comunicaba que había heredado la casa. Eso fue a primeros de octubre. Ayer me encontraba allí para firmar la herencia.

—¿En qué notaría fue?

—Notaría… Notaría Gabarro. Está en el Paseo de Gracia, en Barcelona.

—¿Sabe cómo dieron ellos con usted?

—No lo sé, supongo que en la notaría disponen de mis datos correctos. O bien por el señor Marest, Feliciano Marest, el albacea que había designado mi tía. Quizás ella le daría mi dirección en Uganda, aunque la correcta.

—Feliciano Marest —dijo al transcribir su nombre—. Anota pedirle una entrevista, aquí o en Barcelona.

—¿Su tía y usted solían estar en contacto? ¿Se hablaban por teléfono? ¿Se carteaban?

—Es lamentable, pero no, agente. Por razones personales, corté con todo. Hacía más de veinte años que no sabía nada de ella. Es triste, pero así es.

—Cosas de la vida —murmuró uno que aún no había abierto la boca y que añadió—: ¿Se llevaban ustedes bien? Ya sabe, a veces en las mejores familias…

—¡Estupendamente! —le interrumpí—. Mientras tuvimos relación, claro. —Tras unos segundos de silencio, aspiré profundamente con el fin de explicarme—. Miren, a los veinticinco años perdí a mis padres. Eso me afectó mucho. Pasé un par de años mal, y aproveché la primera oportunidad que se me ofreció para iniciar una nueva vida lejos de aquí. Zanjé toda relación con mi pasado. Ése es el motivo por el que no sólo no me relacionaba con mi tía, sino tampoco con ninguna otra persona a quien hubiera conocido con anterioridad.

—Lo siento.

Intervino el otro policía:

—Señor Miró, por lo que se ve, goza de una buena posición económica, ¿verdad?

—No puedo quejarme.

—¿No nota usted la crisis? Porque aquí todo el mundo se queja.

—El perfil de mis clientes se corresponde con las clases más altas. Ellos no notan las crisis; las crean. ¿No lo saben? Las crisis las inventan las grandes fortunas del mundo, cuando el mercado agota las alternativas de negocio. Es una manera casi automática que tienen para encontrar nuevas oportunidades.

—Desmoralizante… Ahí se parecen a los más pobres: tampoco ellos perciben la depresión —resumió uno de ellos.

—Sí —afirmé—, los extremos se tocan.

—Bien, ya acabamos —indicó el sargento Palau, que se quiso centrar de nuevo en los motivos que me habían llevado allí—. Señor Miró, ¿tiene usted datos del señor Marest para ponernos en contacto con él?

—Sí —rebusqué por mis bolsillos—, ayer me dio una tarjeta. Pero, díganme, presiento que hay algo que se me escapa en todo esto, ¿es así?

—Ya se lo he dicho, señor Miró, no tiene nada de qué preocuparse. Su tía murió sola, sin una enfermedad aparente, sin ningún síntoma previo manifiesto. En fin, igual que se le hizo una obligada autopsia, nosotros tenemos que asumir las exigencias legales de casos como éste.

—Entiendo —dije a pesar de las múltiples dudas que albergaba.

—Por último, ¿estará muchos días por aquí?

—Mañana domingo voy a Barcelona; el lunes lo pasaré en Londres, donde residen los propietarios del hotel, y el martes salgo ya hacia Uganda.

—¡Casi nada! —exclamó el sargento.

De nuevo en Taüll, la tentación me empujó a tomar un masaje en el spa, antes de acicalarme para mi cita con Carola. Una luz rojiza atravesaba el ventanal. El ambiente de piedra y agua era invadido por una fascinante iluminación escarlata que acompañaba tan placentero momento.

Ya en la habitación, pude contemplar su origen: tras el Pico de l'Aüt, nubes de color púrpura acompañaban al sol de poniente en otro espectáculo paisajístico más, distinto a cada minuto pero siempre extraordinario.

Mi mirada se fijó directamente en la mochila que había dejado en el sofá.

Me acerqué y extraje de ella todo su contenido, que dispuse sobre la mesa. Apareció mi mp4.

—Steve Hackett —susurré al seleccionar el tema que mejor encajaba con ese momento.

Entre los acordes de su guitarra desplegué encima de la mesa aquel inquietante pergamino, y apoyé en sus extremos dos latas de cerveza. Resultaba similar a las pinturas murales del Valle y, como ellas, parecía muy antiguo.

Quedaban claras las letras ESLM, dispuestas en sentido vertical, pero no acertaba a leer el texto que asomaba desdibujado en la parte superior. A la derecha aparecían nombres de mujer: María, Lucía, Ana, Eulalia, junto con otros al pie del pergamino que tampoco podía descifrar. En el centro leí el de Charité.

—¿En francés? —murmuré. Lo mismo podía ser nombre propio que una virtud teologal.

Quizá las siglas se correspondían con el nombre de la representada en el grabado.

«Claro —pensaba—, es posible que fuera una antepasada lejana de mi tía. La "S" de Soler, su segundo apellido. Y la "M" podría incluso referirse al mío: Miró. La "E" puede ser de Esperanza —jugaba a adivinar el nombre de aquella mujer—: Elvira Soler L… Miró… Me sobra la "L"».

«Pero ¿y el matojo? —me dije—. ¿Quién guardaría algo así? Quizá lo hiciese para absorber la humedad y conservar mejor el pergamino. Sabiduría popular. Pero ¿por qué esconderlo?» Las imparables agujas del reloj me obligaron a recogerlo todo. Abandoné mis estériles cavilaciones para ir en busca de Carola a toda prisa.

Esperaba dentro del bar, con seductor porte, dispuesta a una larga noche. Bellísima. Vestía un ceñido jersey color fucsia que le resaltaba la figura y destacaba su oscura melena, con unas medias negras por debajo de una grácil minifalda que volaba tentadora ante cualquiera de sus movimientos.

—¿Quieres tomar algo? —me preguntó.

—¿Puedo ser sincero? —le dije al clavarle una mirada lujuriosa.

Sin darme cuenta y casi sin mediar palabra, volvía a estar en mi habitación, pero ahora enlazado con sus brazos que luchaban con los míos, bañados en sudores apasionados, con desenfrenada fogosidad. No era ninguna novicia: disfrutaba del sexo; conocía todos sus rincones y secretos.

Llegó la cena poco más tarde en el mismo hotel.

—Creerás que me pongo a tiro de cualquier turista que llega al Valle, ¿no? —inició la charla en la mesa, mientras el camarero le servía vino con expresión indolente.

—Lo único que creo es lo que veo: una mujer encantadora ante mí —respondí con sonrisa bobalicona—. Por cierto, no estoy de turismo.

Cenamos entre amenas conversaciones sobre nuestras respectivas vidas. Resultó una agradable sorpresa descubrir en Carola una refinada cultura, con la que construía sólidas opiniones acerca de un montón de temas.

Nacida en El Pont de Suert, durante las temporadas turísticas residía y trabajaba en el restaurante que tenía en copropiedad con una amiga. En su trastienda habían equipado un par de habitaciones donde acomodarse tras la jornada laboral. Llevaba años divorciada.

—Sí, lo dejamos cuando cayó en la cuenta de que tenía un amante.

—Vaya —fue lo único que acerté a contestar.

—Era cierto; pero sólo parte de la verdad: él llegó a tener tres amantes a la vez. Yo lo supe tarde —aclaró entre sonrisas—. Nuestro matrimonio fue un error desde el comienzo. Nos gustaba demasiado el sexo, y no había suficiente entre las paredes de nuestro hogar.

—Vaya —repetí con expresión tonta.

—¿Sólo sabes decir «vaya»?

Me vio pensativo, y con toda la intención cambió de tema:

—Así que tú también estás en el sector turístico… Salvando las distancias, claro.

—Sí, y no creas que es muy distinto a lo tuyo.

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