No podía dejar de comparar ese esplendor con nuestro Hotel Kabalega. Entre dos enormes cristaleras, diez soles gobernaban las paredes e iluminaban un
hall
de cuatro pisos de altura, donde varios tresillos de diseño invitaban a la espera relajada, junto al bar, bajo fastuosas lámparas de tono anaranjado que creaban un ambiente particular.
Al entrar en la habitación percibí la melodía de Katie Melua, mientras desde la ventana divisaba la avenida Diagonal: altiva y magistralmente delineada. Me quedé absorto, e inconscientemente busqué en mi cartera la fotografía de Berta.
Como la canción,
Call of the Search
, aquella imagen era un perenne reclamo que desde mi pasado me invitaba a una búsqueda eterna, quizás estéril.
—Preciosa —susurré.
¿Qué sería de ella?
Aún podía leerse en el dorso, borroso por el paso del tiempo, el poema que me dedicó en nuestra triste despedida, sentados una tarde de verano en un banco de esa misma avenida:
Lunes al atardecer; juntos, con palabra cansada. —Yo te diría ven, aunque el tiempo no camine a nuestro lado. —Yo te diría tómame, pero no entiendes el significado. —Yo te diría abrázame. —Yo te diría quiéreme. Porque pasa la vida, porque la vida pasa, y poco a poco se olvidan los ojos que ahora te miran. |
Ella contaba entonces veinticuatro años.
La perspectiva del tiempo me ha permitido entender que no tenía ningún derecho a pedirle que me acompañara a un destino tan lejano.
No compartíamos mi desarraigo; todo lo contrario: con un montón de familiares y amigos, acababa de licenciarse en Historia, y participaba en proyectos e iniciativas que no estaba dispuesta a abandonar por mí.
Por otra parte, jamás entendió que mi pasado traumático me convirtiera en cautivo de las calles más decadentes de la ciudad, lo que afectó a nuestra relación y me impulsó a una huida vital, hacia algo tan nuevo como incierto: África. ¡Cuánto amor se perdió en aquella evasión!
A pesar del agotamiento del día anterior, me levanté con tiempo suficiente para poder dar un paseo hacia la notaría. Qué bella se me presentaba Barcelona, en aquella hermosa mañana otoñal, sin apenas rasgos de contaminación.
Gracias a la sutil caricia de la brisa mediterránea, la silueta de los edificios más lejanos se recortaba con claridad, exaltando su arquitectura.
Me desplacé en el nuevo tranvía que recorre la Diagonal, desde su entrada en Barcelona hasta la plaza Francesc Macià, antes llamada de Calvo Sotelo, nombre con el que yo la recordaba. Anduve desde allí hasta el Paseo de Gracia; gocé de fachadas monumentales, calles y avenidas con sus esquinas, sus palmeras y sus plátanos de hojas caídas y olvidadas en el asfalto.
¡Cuánto atesoraba aún mi memoria sin darme cuenta! Recordaba cada baldosa, cada palmo, con sus aromas y perfumes que creía ya perdidos.
La estridencia de las calles, el alboroto de sus gentes, la algarabía del tráfico, todo se me mostraba grato, cuando dos décadas atrás ese mismo escenario me había resultado hostil.
En esta ocasión Barcelona se me ofrecía como un semáforo en ámbar, erigido con autoridad frente a mí. En el pasado pisé el acelerador a fondo y lo dejé atrás; ahora me encontraba bien mientras aguardaba ante él una nueva señal.
Me detuve en una elegante cafetería, en la confluencia con la Rambla de Catalunya. Tenía una buena panorámica urbana para dejar que se acercara la hora de la cita, en compañía de un delicioso capuccino.
Al levantar la mirada vi en la estantería frontal una fila de licores expuestos, de todos los orígenes y categorías. Entre ellos, uno llamado Tía María.
«¡Maldita coincidencia!», me dije.
Algo que me invitó a repasar una vez más la carta remitida por la notaría, donde se me comunicaba mi condición de heredero universal del patrimonio de mi «Tía María».
Llegó en el correo del primero de octubre; curiosa fecha: 01/10.
Recuerdo cómo se me aceleró el pulso al ver el remite español, debido al carácter extraordinario que revestía para mí recibir correspondencia de España.
Infortunado comunicado que me incitó a un paseo vespertino por la orilla del lago. Lamentaba haberme enterado de su defunción por aquel medio y en ese preciso instante, semanas después de su muerte. Absorto en cruel lucha contra mi egoísmo, clamaba por no haber podido acompañarla en aquellos momentos, no haberla asistido en su enfermedad. Demasiado triste no haber correspondido a su cariño.
O no haber sabido demostrarlo. No había pensado en mi tía durante todos esos años y sin embargo ella me legó todo lo que poseía: su hogar en Boí.
Sentía una amarga pesadumbre, que crecía por no poder establecer en mi memoria una imagen real del semblante que tendría; sólo conservaba, desvaído por el tiempo, un tenue recuerdo enturbiado por las lágrimas de la última vez que la vi: en el aeropuerto, abrazada a Berta, aquella mañana de julio del ochenta y nueve, en que embarqué hacia Uganda, de donde no regresaría hasta ahora. Con ambas me carteé los primeros meses, pero llegó el día en que corté todo nexo al comprender que el correo potenciaba mi melancolía y empeoraba mi estado anímico. Fui un auténtico egoísta. Ahora era ya tarde para rectificar.
Cuánto hubiera pagado en ese momento, ante las aguas del lago, por susurrarle con ternura un último «te quiero, tía», como hacía de pequeño en cada despedida, tras disfrutar de un fin de semana en el valle y regresar a la ciudad.
Esta mortificación me llevó de nuevo a Barcelona. En cualquier otro caso habría desestimado la herencia, sin regresar a un lugar del que en su día escapé de dolor.
Anduve sin rumbo hasta el anochecer, cuando oí rugir un quad: era Moses. Mi querido amigo acudía en mi busca, preocupado porque me había ausentado sin previo aviso en un territorio donde los cocodrilos imponen su ley. Lo saludé desde lejos con el maldito escrito en la mano.
—Señor Arnau, ¿está bien?
—Sí, Moses, sólo un poco triste.
—Se hace tarde, señor.
—Cierto, vamos.
Monté en el quad agarrado a Moses: Moses Onoo, mi secretario personal; más: un amigo fiel donde los haya, en quien delego cualquier responsabilidad. No… mucho más: lo considero mi hermano, el hermano que jamás tuve. Sorprende su emotividad, casi infantil, en un hombre de complexión tan fuerte.
Al llegar al hotel, mientras aparcábamos, el personal curioseaba desde los ventanales de la cocina. Habían visto en mí una reacción extraña y desconocida.
—Señor —dijo Moses mientras clavaba su mirada en mi mano, que aún sostenía la carta—, ¿va todo bien? ¿Malas noticias?
—No os preocupéis —lo agarré del hombro y le sacudí con fuerza—. No tenéis que inquietaros. Nada va a cambiar.
Moses experimentaba una aterradora sensación de pérdida cada vez que me veía intranquilo, o cuando intuía la proximidad de alguno de mis viajes; no era fruto del azar: emergía de vivencias sufridas en su pasado, muchas de las cuales jamás quiso rememorar. En su interior latía con obsesión el temor al abandono. Yo era su columna vital, el báculo donde apoyaba su existencia; el puntal, el arbotante sobre el que construía un porvenir; el mástil desde el que desplegaba su vela para navegar, al que se encaramaba para contemplar desde lo alto su propio futuro. Tal vez fuera por eso por lo que Moses jamás se despedía con un «adiós».
Mi figura, además, le otorgaba el respeto de sus vecinos, por los beneficios que el hotel aportaba a aquella necesitada zona, ya que junto con la explotación turística, impulsábamos actuaciones para el cuidado de la población. En ocasiones lo habíamos habilitado como escuela, hospital de campaña o incluso refugio para desplazados. De la mano de la parroquia católica, con la cual colaborábamos de manera habitual, éramos los contrafuertes del mísero vecindario.
—Moses —indiqué—, deberás hacerte cargo de todo durante unos días. Debo ir a Europa por asuntos personales.
—¿Muchos días, señor?
Sonreí y negué con la cabeza.
—No, hermano —porque así es como solemos llamarnos—. Como mucho, una semana. No es un viaje profesional. Estaré en Londres sólo de paso. Esta vez voy a Barcelona. Se trata de aceptar un regalo.
No sé si fue por vergüenza, o quizá por no dejar aflorar el desapego a mi origen, la tendencia natural que me lleva a renunciar a mis propias raíces, pero lo cierto es que no tuve valor para explicarle el motivo concreto de mi viaje.
¿Lotería? ¿Lotería?
Una mujer recuperó mi atención, que había quedado extraviada entre recuerdos, con la mirada fija en los restos resecos de azúcar y café adheridos a la taza. El capuccino me supo a poco.
—¿Lotería? ¿Lotería? —repetía al acercarse a cada uno de los allí presentes.
Extraño personaje. Su sonrisa descubría la falta de un par de dientes, algo que intentaba disimular con unos prominentes labios pintados en exceso.
—Esa también la conozco —susurré mientras sonaba
Sem Você
de Chico Buarque y dejaba sobre la barra el importe de la consumición.
—Es posible, cariño, aunque vestido no te recuerdo —contestó la rara mujer, al interpretar que me refería a ella.
No pude por menos que sonreír.
Se acercaba la hora y tuve que compensar con prisas mi dispersión mental para llegar con puntualidad a la cita.
A mi paso sentía como una caricia cada farola gaudiniana con las que se enaltecen las aceras del Paseo de Gracia. Llegué al número 65. Miré de nuevo la carta: primero primera.
En su interior, una sobria aunque refinada decoración destacaba las líneas modernistas de su arquitectura. La claridad entraba a raudales a través de amplios ventanales enmarcados en madera ondulada, que abrazaba cristales de principios del siglo pasado, sin duda tallados a mano.
—Pase, por favor. En seguida estará con usted el señor Marest —dijo la recepcionista mientras me acompañaba a una de las estancias.
Un rosetón de escayola encofrado en el techo presidía el centro de la sala, sobre una mesa de cristal que permitía gozar de las minúsculas losetas del suelo de cerámica policroma, que con formas simétricas se clonaban una tras otra.
Feliciano Marest se presentó como el albacea que mi tía había designado. Masticaba una golosina. Bajito y rechoncho, parecía un arácnido sin cuello al que la corbata le tapaba la bragueta. Sus facciones de bonachón deberían ser un buen presagio si, como se suele decir, «la cara es el espejo del alma».
—Señor Marest, ¿cómo no se me informó antes de la muerte de mi tía? ¿De su enfermedad?
—Lo siento de veras, pero ése no es mi cometido, ¿no se lo comunicó la policía?
—¿La policía? —pregunté entre la confusión y la sorpresa.
—Sí, la policía. Vaya, veo que no sabe usted nada. Supongo que no recibió los primeros comunicados, aunque sí el del testamento —agregó en un tono sarcástico que me molestó—. Su tía no estuvo enferma, señor Miró —aclaró condescendiente entre el molesto ruido de la golosina machacada entre sus dientes.
—Entonces, ¿de qué murió? ¿Qué tiene que ver la policía con todo esto? —pregunté con inquietud.
—Es triste, muy triste —murmuró mientras con gesto vulgar, impropio de su condición, se introducía en la boca otro caramelo—. Tras varios días de no dejarse ver por el pueblo, parece ser que una vecina advirtió un fuerte hedor que procedía de su casa. Lo denunció a la policía, que entró en el domicilio. La encontraron en el suelo, ante la escalera desde la que cayó, con un fuerte golpe en la cabeza. El forense indicó que habría transcurrido una semana desde su fallecimiento. Consumida, descompuesta. Parece mentira en tan solo una semana, pero aquellos días hizo mucho calor, y eso influye —expuso con detalles morbosos que me obligaron a hacer un gesto de desagrado. Luego continuó:
»—Parece que no sufrió, pues quedó inconsciente tras el impacto. Sí, su tía era ya mayor, quizá le fallaron las piernas al bajar esos peldaños irregulares de las casas antiguas.
—Dios mío, ¿cuándo sucedió todo eso?
—La encontraron el lunes día 30 de agosto. Hasta el mosén estaba extrañado de no haberla visto el día anterior en misa. Lo siento mucho, señor Miró. Yo conocí bien a su tía. Me había hablado de usted.
Mi afligida mirada andaba perdida por el suelo multicolor. Contaba cuadrados y triángulos perfilados a la perfección cuando apareció la notario, la señora Gabarro, que nos invitó a sentarnos para leer el testamento. La lectura fue rápida, pero dio tiempo al señor Marest a ingerir otro caramelo más, que sus molares trituraron nerviosa y frenéticamente. Tan ingrato ruido incluso parecía molestar a la notario. Luego, Marest enrolló el envoltorio y formó un pequeño canuto con el que jugó durante unos segundos para depositarlo al fin en el cenicero.
Mi pobre tía me había dejado todo su patrimonio: la casa con su ajuar, así como unos modestos ahorros.
En ese instante, parecía como si el valle donde nací quisiera otorgarme una nueva oportunidad; como si de nuevo me abriera su puerta, tras haber renegado de mis raíces al vender la casa de mis padres, cuando tomé la decisión de residir en Uganda.
Al finalizar, la señora Gabarro aprovechó la ocasión para darme el pésame, a lo que de inmediato se apuntó también Marest, que se había dado cuenta de su olvido. A continuación me hizo entrega de un sobre lacrado que mi tía le había confiado, con el fin de que me fuera entregado junto con la herencia. Percibí cierta sorpresa y expectación del albacea, por lo que no lo abrí.
A mi salida, Feliciano Marest me acompañó a la puerta.
—Señor Miró —dijo con mirada esquiva—, creo que, debido a que usted reside lejos, debería buscar a alguien aquí en Barcelona para las gestiones que puedan surgir; ya sabe, impuestos, trámites… —lo miré con desconcierto—. No me malinterprete, no pienso en mí. En absoluto. No sé, algún familiar o amigo que pueda representarlo.
—Lo consideraré, aunque me temo que no me queda nadie y ahora mismo no sabría en quién delegar esta tarea.
—No sé, rebusque en su pasado alguna antigua amistad, porque eso facilitaría mucho las cosas. Por cierto, señor Miró, su tía me comentó que usted vendió su casa de Durro hace años.
—Así es.
—Sé que quizá no sea el momento adecuado, pero dado que usted vive lejos, quisiera aprovechar la ocasión para… Se lo comento porque yo tendría comprador para la casa de su tía —concluyó mientras me tendía su tarjeta.