—Moses, ¿qué significa Ua?
—Flor, señor.
—¿Flor, esa porquería?
Moses sonrió.
—¿Todo bien por Europa, señor?
Había llegado el momento de contarle con detalle, como Moses se merecía, el motivo y el contenido del viaje, y mostrarle algunas fotografías.
—Te prometo, hermano, que un día os llevaré a ti, a Abdalla y a vuestro futuro bebé a Barcelona y al pueblo donde nací. ¿Recuerdas que alguna vez te he hablado de él?
—Sí, señor, el poblado de Curro.
—¡Durro, Moses, Durro! —corregí entre risotadas.
Transcurrieron unos días. El miércoles 27 de octubre Moses recibió la postal que yo mismo le había escrito desde el restaurante de Carola.
Vino a agradecérmelo al lago, mientras coordinaba una reparación en la escollera. Nos sentamos sobre unos maderos y aproveché para explicarle qué era aquella obra, aunque, como católico, Moses sabía de sobra que se trataba de un retrato de Jesucristo.
—Mira, Moses —dije con evidente entusiasmo—, es una pintura que decora la iglesia más importante del Valle de Boí, que significa «valle de las vacas».
Moses observaba con gratitud y pasión contagiada.
—A esta pintura la llaman «Pantocrátor», que en griego significa «el Todopoderoso» —proseguí.
—Me gusta mucho, señor. Es Jesucristo.
—Sí. Lo curioso, Moses, es que se pintó hace unos mil años, pero estuvo cubierta durante siglos por un retablo, y no la descubrieron hasta comienzos del siglo pasado.
Moses asentía con la cabeza.
—Fíjate, Jesucristo sostiene un libro con una inscripción en latín. ¿Ves?
Ego Sum Lux Mundi
. Eso significa «Yo soy la luz del mundo».
Me debió delatar mi expresión de sorpresa, cuando observé los ojos saltones de Moses, al gritar:
—¡Dios mío! ¡Corre, Moses, tráeme el pergamino que colgaste!
No tardó demasiado en llegar, y pude así comprobar la coincidencia de las siglas ESLM.
«Entonces —pensé—, quizá no respondan a las iniciales de ningún nombre…» Me acerqué al pergamino para intentar descifrar el texto superior, sin éxito. Reconocí la primera palabra:
—
Ecce
—pronuncié.
—¿Y eso? —preguntó Moses.
—Pues hace muchos años que estudié latín, pero creo recordar que significa «aquí está», «he aquí»…
Me sentía cautivado por esa extraña coincidencia.
Comenzó a llover. Un intenso chaparrón me obligó a proteger el pergamino con mi camisa. Nos refugiamos en el cobertizo del muelle, donde oímos de repente los estridentes gritos de Yvan.
Alarmados, Moses y yo corrimos bajo el aguacero. Pensamos en lo peor; pero, al aproximarnos, divisamos a Yvan: danzaba y chillaba en el jardín, como un poseso.
—¡Ua Ariha! ¡Ua, Ua, Ua Ariha!
Cuando llegamos se abrazaba a Abdalla, que, igual de radiante, nos mostraba algo en el suelo.
Lo que era un matojo marchito se había transformado en una exuberante planta de opulento color verde.
Desconcertado, los convoqué a todos con voz titubeante en el hotel.
En el porche, ya resguardados, mientras nos sacudíamos la lluvia de las indumentarias, pregunté:
—¿Qué os pasa? ¡Yvan, nos has asustado! ¿Qué significa «Ua Ariha»?
—Jericó, señor. En árabe —contestó Moses—. Ua es flor en swahili; Ariha es Jericó, en árabe: la ciudad sagrada. Su flor, la flor de Jericó, que ha renacido.
Tomé por el hombro a Yvan con cierta brusquedad y lo senté en el hall junto con Moses:
—Explicadme ahora mismo de qué va todo esto.
—Lo que usted trajo de su pueblo, señor, que regaló a Yvan, es una «Ua Ariha», una flor de Jericó.
Yvan sonreía con una ingenua mirada; asentía con la cabeza, mientras oía cómo Moses lo justificaba.
—Sin agua, la Ua Ariha se seca y puede mantenerse así mucho tiempo; ¡hay quien dice que siglos! Luego, con la humedad, vuelve a florecer. Las Ua Ariha son un milagro.
¡Son mágicas! También son un tema religioso: Jericó es una ciudad bíblica. Hay una leyenda sobre las Ua Ariha.
—Me la vas a contar como sea, ¿no? —dije con cierto cinismo.
Ante mi impaciencia, Moses gesticuló para que le concediera un instante, y le dijo algo a Yvan en swahili que no entendí. El joven abandonó el
hall
y volvió enseguida con un libro pequeño titulado
Religión y magia
. Moses buscó con afán la página, y me la dio para que yo mismo leyera algo que él se veía incapaz de explicar:
Flor de Jericó: planta singular que se seca a falta de agua. Su letargo puede durar siglos, incluso milenios. Empujadas por ventiscas, vagan por el desierto. Pueden recorrer largas distancias, trayecto en el que atesoran conocimientos, sabiduría y poderes mágicos que reaparecen con la humedad, momento en que la planta florece.
Cuenta la leyenda que, mientras Jesús oraba en el desierto, la Rosa de Jericó lo perseguía arrastrada por los vientos. Se detenía una y otra vez a sus pies para acompañarle. Al despertar del alba, la planta se abría y florecía con la humedad del rocío y ofrecía al Maestro las gotas de agua posadas sobre sus ramitas. Jesús, sediento tras una noche de oración, tomaba con sus dedos el agua que le ofrecía la planta. Agradecido por haberle apagado la sed, la bendijo. Se extendió por todos los continentes la leyenda, hasta considerarse una Flor Divina.
No pude contener mi impresión, aunque la disimulé, e indiqué a todos con fingida autoridad que se dirigieran a sus quehaceres.
Moses volvió a colgar el pergamino en su lugar.
Abandoné el
hall
en silencio y con la mirada perdida. Estuve en mi estudio, asaltado por la duda, la incertidumbre, la perplejidad, entre centenares de objetos antiguos de todo tipo con los que adornaba esa estancia. Me dejé acompañar por la armonía de
Just Like Greta
, del genio Van Morrison.
Contemplaba el pergamino colgado en la pared, junto a la espada virtuosa, que parecía retarme.
Me impresionó ese pequeño prodigio: ¿cuánto tiempo llevaría encerrada aquella planta entre las piedras de un muro para luego florecer un día bajo la lluvia, a miles de kilómetros? Lo que más me conmovió fue recordar ciertas frases de la carta de mi tía que en su momento no entendí y que me habían parecido insensatas. Como la Ua Ariha, parecían ahora cobrar sentido, incluso vida. La tomé para releerla.
Boí, 8 de julio de 2010
Estimado Arnau:
Son demasiados los años desde que te perdí. Los oídos se te han dado para escuchar; los ojos, para ver. Medita y calcula, y hallarás la clave de tu fortificación, encontrarás acero en lo que aparenta ser madera y sentirás el poder cuando tu mano aferre su filo constelado, liberarás tu fe tan pronto Jericó florezca para anunciar lo que la memoria no recuerda: el testamento del Valle, el que te encomiendo. Esperanza para el mundo, sacrificio de una estirpe, legado custodiado con excesivo dolor. Muéstrate tal como eres, pues eres el elegido para algo que debe conocer la humanidad. Se escribió así.
Lee en voz baja lo que te entrega quien quiso ser una buena mujer. Mantenlo vivo, porque ese será tu cometido.
María Miró Soler
Se sucedió en mi cabeza una trepidante secuencia de imágenes y vivencias, con flashes encadenados que cobraban sentido. Se diluía la posibilidad de encontrarme ante una mera concatenación de casualidades. Todo empezaba a cuadrar:
«Hallarás la clave en lo que fue tu fortificación.» La buhardilla —recordé—. «Aquello que la memoria no quiere recordar: el testamento del valle, el que ahora te encomiendo.» El pergamino —murmuré—. «Encontrarás acero en lo que aparenta ser madera.» La viga, donde di con el arma. «Sentirás el poder cuando tu mano aferre su filo constelado.» La misma espada —me dije—. «Liberarás tu fe tan pronto Jericó florezca.» ¡La maldita Ua Ariha! —exclamé en un arrebato de locura.
«Legado custodiado con excesivo dolor…» Acudieron a mi memoria las conjeturas de Carola acerca de la animadversión que mi tía podía haber suscitado en algunos y la sospecha de que pudiera haber sido asesinada.
Mi tía, por las razones que fuera, había escondido una espada, una flor de Jericó y un pergamino, éste relacionado quizá con el famoso Pantocrátor, por la coincidencia de sus siglas. Y por encima de todo ello, una carta póstuma que resultó premonitoria. Una chifladura.
Obsesivas correspondencias que no se detenían en mi mente: la cruz; aquella extraña cruz junto a su firma en la carta, recordaba la que encontré en su tumba, y parecía también estar reproducida al pie del pergamino.
Incapaz de encontrar sentido a todo aquello, me hallaba desbordado y próximo a la enajenación, por lo que me equipé y corrí con todas mis fuerzas por la orilla del lago. A mi paso, las aves remontaban asustadas el vuelo, a centenares, a millares; dibujaban en las alturas remolinos similares a los que trazaban mis pensamientos.
Ocurrió luego, durante la comida, en el restaurante; fue uno de esos sucesos que suelen marcar puntos de inflexión en las dinámicas vitales de las personas. Ante el resto de comensales, Moses me acercó el inalámbrico.
—¿Comiendo, Moses? —recriminé.
—Dice que es urgente, señor, y es español.
—Miró, ¿dígame?
El tono modulaba una voz metálica. Primero creí que era algún problema de la línea; pronto comprendí que era premeditado:
Escucha con atención, no lo repetiré: sabemos que lo tienes. Nos fue fácil descubrirlo. No queremos hacerte daño. Sólo queremos lo que te llevaste. No informes a nadie de esta llamada. Recibirás instrucciones. Eres hombre de empresa, y puedes hacer de esto un gran negocio.
—¿De qué va todo esto? —respondí sin pensar, aunque advertí que la llamada se cortaba.
Aunque no me tembló la voz, no pude seguir con la comida y abandoné la sala.
Extraño atolladero. Todo giraba en torno a un hecho del que casi nada sabía; parecía evidente que era depositario de algo potencialmente importante, cuyo alcance se me escapaba.
Nuevas visiones me recordaban algunas de las palabras de Carola. No cabía duda de que Carola me había delatado. Pero ¿ante quién? ¿Quién podría llegar a la amenaza por todo aquello?
Si lo permitía la borrasca, que por fortuna se desvaneció, aquella tarde estaba programada la fiesta semanal del «bautizo de selva».
Un espectáculo folclórico que organizábamos en el hotel, previo a las excursiones de más de tres días, y que aprovechábamos para informar de forma amena sobre las medidas de seguridad que exigían algunas visitas. A la mañana siguiente, un grupo partiría hacia el norte para visitar las cataratas, y otro al sur, para avistar gorilas.
Danzas y percusiones mezcladas bajo el tema
Across the River
, de Peter Gabriel, paradigma de la fusión entre música árabe y rock occidental, me acompañaron cuando con discreción me ausenté de un jolgorio que se prolongaría hasta la madrugada y que en aquella ocasión no iba conmigo. Necesitaba tiempo para trazar una ruta y no desviarme de ella. Aquella noche no pude dormir.
Con la salida del sol, abrí los ventanales y aspiré el aire fresco. El chirriar de ruedas atrajo mi atención hacia él: Kizza, nuestro venerable frutero, puntual a su cita, se aproximaba al hotel, como todos los días del año.
A pesar de la bruma matinal, lo reconocí con facilidad por la cantidad de plátanos que desbordaban su oxidada bicicleta. Su imagen, y en especial la historia de su vida, relativizaron el conflicto que se agitaba en mi interior. Reconozco que la experiencia africana lo sitúa a uno en posición ventajosa para la toma de decisiones.
Podía rendirme desde la ignorancia, pasar página y olvidar el sentido que adquiría el legado de mi tía. Venderme la casa y el pergamino y restablecer el equilibrio. También cabía la posibilidad de intentar comprender la dimensión de aquello que me perturbaba; de hacer honor a la confianza que mi tía depositó en mí; de restituir con ello las atenciones que mereció y que no supe darle en vida.
Casi sin quererlo, dirigí la mirada hacia la mesilla de noche, donde, junto al despertador, reposaba reseca la ramita de hierba de San Juan. Resonaron en mi interior las palabras del sepulturero de Boí: «No crea a quien le diga otra cosa. Su tía era una mujer maravillosa». Lo interpreté como una señal.
Mes de octubre del Año del Señor de 1307.
Es noche cerrada en el frío otoño del entonces llamado «Valle del Bovino».
L
a mujer, con el bebé en brazos, y los dos hombres corrían ladera arriba, con la esperanza de alcanzar los riscos más altos que dominaban el hasta el momento seguro valle. A la gruesa mujer, que estrechaba contra su voluminoso pecho a la recién nacida, le costaba seguir el ritmo de los dos soldados. Jadeando y cubierta de un sudor helado, buscaba abrigos de peña en peña para ocultarse de la posible vista del enemigo.
—Mujer, dadme a la niña, os lo ruego. Yo cuidaré de ella durante el ascenso. Aliviará vuestro esfuerzo —le dijo en un susurro uno de los jóvenes templarios, porque ésa era su condición, mientras se detenía y le tendía la mano.
—Caballero —contestó la matrona con gesto altanero, a pesar de hallarse cerca del desmayo—, por más templario que seáis, he parido diez hijos, de los que me han vivido siete, que no es mal logro en estos tiempos que corren de pestes, guerras y calamidades. Nadie me va a enseñar cómo manejar a una criatura, y menos un mozalbete que hace dos días que no se rasura, por más espada que porte.
Tras un breve instante de ahogo, logró pronunciar las palabras:
—Mi señora Charité… me encargó a su hija y eso es lo que hago.
—Sea, pues —aceptó el templario al tiempo que se mesaba la rala barba con un suspiro, mezcla de resignación y cansancio.
La mujer continuó el ascenso, con la desesperación que provoca el terror de sentir la cercanía de una terrible muerte. Tenía las manos y las rodillas desolladas por zarzas y abrojos.
Los dos guerreros, cubiertos con cota de malla, vestían lo que en su día fueron blancos hábitos y hoy jirones tintos en sangre. Ambos tironeaban de las ropas de la mujer para ayudarla en la marcha.
El pequeño grupo avanzaba a tientas, envuelto por la oscuridad creciente. Sólo se oía el roce apresurado de pies y manos al trepar por la abrupta pendiente, junto a sus respiraciones entrecortadas. Desde el fondo del Valle, el viento les traía batir de cascos de caballo, alaridos de dolor y risotadas de borracho. No se podían detener: debían poner a salvo a la niña y el objeto.