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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

El legado del valle (11 page)

BOOK: El legado del valle
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—Yo también pienso que es absurdo, aunque alguna vez me había comentado que se sentía asediada. Nunca me habló del pergamino, pero… sí, quizá todo empezó cuando la gente se enteró de lo de la espada.

—¿La espada?

—Sí, una espada constelada.

—¿Constelada? ¿Qué es eso? ¿De qué me hablas?

—La señora Enriqueta, la que le hacía la limpieza, un día la descubrió y se lo dijo a su marido. A pesar de que tu tía les pidió que guardaran el secreto, lo propagó por el pueblo. Comenzaron entonces el acecho, el rechazo y la presión en ciertos círculos. Ella siempre lo negó, pero en la intimidad me reconoció que la tenía.

—¿A ti? ¿Por qué te lo dijo sólo a ti?

—Había un aprecio especial entre nosotras. Nos teníamos mucha confianza. Siempre me decía que hubiera deseado una hija como yo —se ruborizó ligeramente—, pero creo que era así con todos los que la queríamos.

—Vaya con la señora Enriqueta… Por mucho lloriqueo que me ofreciera… Pero ¿qué es una espada constelada?

—Son historias legendarias. Cuentan que ciertos nobles encargaban a los herreros la construcción de piezas especiales, consteladas o también llamadas de virtud. Anillos, coronas y, por supuesto, armas. Se forjaban a lo largo de años, sólo durante algunas noches, aquellas en que los astrólogos anunciaban determinadas configuraciones en el firmamento. A veces se trabajaban durante un par de noches y no podía volver a reanudarse la labor hasta al cabo de muchos años, cuando las estrellas lo permitieran. Si se trataba de espadas, al finalizarlas se untaban con «ungüentos de armas», preparados con elementos tan macabros como «grasa de buen cristiano» o «carne de la cabeza de un ahorcado». A partir de entonces, sus dueños se convertían en invencibles caballeros. Pero las propiedades mágicas desaparecían si se usaba contra el juramento divino.

—Vaya, pero tú, ¿cómo sabes todo esto?

—Yo qué sé. Me lo había contado varias veces tu tía. ¿Qué quieres que te diga? Charlábamos mucho cuando ella estaba en el bar y no había clientes.

—¿Grasa y carne de humanos? ¡Qué horror! Terrible.

—Sí, Arnau, supongo que en la Edad Media la sociedad era brutal, y la vida no tendría el mismo valor que le damos ahora.

—Carola, me vuelves loco. Se supone que esa espada, la que enturbió su vida y por la que quizá muriera, ¿está aún en casa de mi tía?

—No lo sé. Si nadie ha dado con ella, es posible.

—Bien, iremos ahora mismo a comprobarlo.

—No puedo, hoy trabajo —lamentó.

—¡Oh, no! ¿Entonces? —dije mientras buscaba la mirada de Carola, que se apartó sin responder.

No hubo muchas más palabras entre nosotros a partir de ese momento. La acompañé al restaurante, donde comenzaba una jornada dominical que se preveía más concurrida que otras.

—Hasta aquí, ¿verdad? —pronunció al bajar del coche.

—Me temo que sí, aunque todo es siempre posible.

—Eres raro. Pero ha sido divertido. Imaginaré que vuelves el próximo fin de semana.

Hizo una simpática mueca y cerró la portezuela, consciente de que otra oportunidad se le desvanecía.

Dio la vuelta al vehículo y se acercó a mi ventanilla.

—Sería como un juego de locos —añadió al acariciar con sus dedos mis labios.

Vi cómo se le empañaban los ojos al decirlo otra vez:

—Me llamo Carola.

Dio media vuelta y se alejó.

Observé cómo entraba en su restaurante.

«Si te vuelves —pensé— salgo, te doy un beso, y no sé qué ocurrirá.» Pero no miró atrás.

Como entusiasta de las antigüedades, minutos después rastreaba por toda la casa, y finalmente por «mi fortificación», el arma legendaria que presuntamente guardaba mi tía, con la ayuda de un viejo candelabro que daba al espacio una iluminación fantasmagórica, tras la que vibraban sombras al ritmo de las siete llamas que prendían.

La casualidad me había llevado al pergamino, pero no hallaba por ningún lado la espada. Tras un par de horas de búsqueda infructuosa, me senté en el suelo, consumido como las velas que apenas ardían ya.

Junto a mí, varias columnas de libros. Uno sobre otro, y encima de todos ellos, uno que me sorprendió:
Vigas mixtas de madera y acero
.

«Otra vez… Pero ¿cuántos tendría?», pensé.

Se trataba de otro ejemplar como el que incluía el sobre que me dieron en la notaría al aceptar la herencia.

—Qué extraño —susurré al repasar los títulos de los demás. Excepto el inmediato inferior,
Muros, paredes y tabiques
, que también coincidía con el del sobre póstumo, el resto nada tenía que ver con literatura técnica.

¿Cómo podía suscitar interés ese tipo de lectura en alguien como mi tía? Manoseé el primero hasta que descubrí en su interior un Post-it que señalaba un punto, en cuya página aparecía el dibujo de la estructura de un tejado, con una señal escrita a lápiz en una de sus vigas. Guardaba cierto parecido con la configuración de las vigas de la buhardilla donde me hallaba, y busqué con la mirada el lugar que se correspondería con la indicación.

Fue allí donde advertí, en el extremo de la viga principal que sostenía la cubierta, un parpadeo extraño, bajo la cadencia de las velas que ardían pobremente. Me acerqué, y comprobé que se trataba del brillo de algo parecido a una esmeralda que sobresalía por encima de la madera.

No era más que un diminuto asidor que permitía retirar una tapa, detrás de la cual se avistaba una empuñadura con tres piedras preciosas incrustadas.

Los libros no estaban allí por casualidad; todo era premeditado.

—¡Te tengo! —me dije satisfecho.

«Claro, madera y acero», pensé.

La tomé con mi mano izquierda del extremo y la retiré con sumo cuidado. A medida que salía, con la derecha sujetaba el filo. Era pulcro y brillante como debió de ser en su primer día. Destellaba reflejos procedentes de la luz del candelabro.

Descubrí en su hoja un texto en latín que pude leer al acercarme a la ya poca luz de los cirios:
Habet virtutem. Non vincitur contra sacramentum.

Al recordar las explicaciones de Carola, su traducción me pareció fácil: «Contiene virtud. No vence contra el sacramento».

—¡Dios mío! —exclamé al empuñarla con vigor.

Se me hace difícil describir lo que sentí en ese instante.

Algo extraño recorrió mi piel hasta el momento de envolverla entre cartones para depositarla en el maletero del coche.

Acabé el día solo, como casi siempre. Vagué por Durro, mi pueblo natal. Para mí, el más bello: de desordenado diseño, conservaba íntegro el antiguo sabor del Valle. Un rincón cautivador, donde parece que el tiempo no existe, donde las experiencias se cuecen a fuego lento y atraviesan nuestra piel para fijarse en la memoria.

Con paso tranquilo me acercaba a la que un día fue mi casa. Emborronadas en el olvido, recordaba aquellas calles envueltas de neblina, donde mis juegos desbordaban y superaban toda fantasía.

Reviví mis terrores infantiles: podía ver todavía cómo paseaban bajo la luna llena terroríficos espectros de cuentos que me quitaban el sueño. Brujas y espíritus vagaban por las montañas. Encargaban a las almas de osos y lobos mantener a los humanos lejos de allí. Conjuros que amenazaban con aludes y sequías, con diluvios y avenidas. Los pecadores quedaban petrificados para siempre en sus laderas.

Debíamos protegernos de los hechizos del maligno, al amparo de santos, de misas y de oraciones. El Valle vivía una esotérica paranoia vestida de religión.

Los mayores me asustaban con fábulas sobre pastores que enloquecían al ingerir el polvo de la seta matamoscas, que no era más que la alucinógena
Amanita muscaria
.

Se les dilataban las pupilas, veían cantar los árboles, danzar los peñascos… Volvían a la vida, los infelices, petrificados. Salían de sus guaridas los ogros. Las hadas saltaban aterrorizadas de rama en rama. Se las llamaba las
encantaires
, bellas y diminutas doncellas que lavaban ropa en el río. Paseaban con tules casi transparentes y vivían milenios en juventud permanente.

Reviví sensaciones atrapadas en mi pasado. Como el lugar donde deposité mi primer beso, que huyó para volar alto hasta perderse en el olvido y que dejó en mí un sangrante vacío aún por cicatrizar.

Paseé hasta la ermita de Sant Quirze. Se encontraba en mejor estado que dos décadas atrás. Junto a ella, el faro: una de las hogueras enormes desde donde se divisa gran parte del Valle, que se incineran cada verbena de San Juan. La noche más corta del año, la del solsticio de verano. Aquella madrugada, afanosos, los más pequeños buscábamos
minairones
por el bosque: enanos trabajadores que dormían dentro de cuevas protegidas por dragones, en las que adentrarse sólo era posible esa noche. Si alguien los despertaba, preguntaban con impaciencia: «¿Qué haremos? ¿Qué diremos?». Había entonces que darles quehaceres o invitarles de nuevo a dormir. Se irritaban si nadie respondía. Tanto, que si lanzaban tres veces las preguntas sin obtener respuesta, mataban sin piedad a quien hubiera osado truncar su milenario sueño.

Zabuló, viejo pastor del valle, soportaba la socarronería de sus vecinos, que le acusaban de contar con esas criaturas en su trabajo. Las burlas se acabaron el día en que les mostró la hoz y espetó: «Éstos son mis minairones: ¡un buen corte y dos cojones!».

Perdí la noción del tiempo, entre los terrores de mi pasado y el desasosiego del presente, que dibujaba incógnitas en mis pensamientos como el jugueteo de las nubes con sus sombras al recorrer las laderas desde las últimas luces del día.

La mochila rodaba de un lado a otro del asiento trasero del jeep.

—Más despacio, Moses, por favor.

—Lo siento, señor.

Tomé la mochila para salvarla del maltrato. La coloqué entre mis piernas y la abracé para atenuar los baches y saltos que se sucedían en el trayecto entre Masindi y Butiaba. Allí no llega el asfalto. Pocos trayectos son sencillos en Uganda.

La densa y espesa estela de polvo que dejábamos tras nuestro paso anunciaba desde lejos nuestra llegada, y llamaba la atención de los niños de los poblados cercanos, que, como siempre, corrían a nuestro encuentro. Como siempre también, solíamos detener nuestra marcha para disfrutar de esas sonrisas, a cambio de lápices de colores, libretas, golosinas o cualquier «maravilla» adquirida en el aeropuerto de Londres, antes de mis retornos. Sabía que algunos de ellos no tendrían más remedio que vender esos obsequios a cambio de algún chelín.

—¡No toques eso! —tuve que advertir a uno, que desde el exterior de la ventanilla investigaba qué contenía un largo y estrecho envoltorio.

De nuevo en marcha, a Moses le pudo la curiosidad:

—¿Y eso, señor?

—Una espada, Moses. Luego te cuento.

Nos acercábamos a Butiaba. Ya se vislumbraba esplendoroso el lago, donde varias canoas pescaban en la quietud de sus aguas.

Junto a un matorral apareció la figura de Yvan, que también se dirigía al hotel en su inseparable bicicleta. La cargó en el jeep y proseguimos juntos el camino.

Yvan Sendanyoye fue un niño soldado años atrás. Lo rescató Moses de las garras de la Lord's Resistance Army, un grupo terrorista asentado en el norte de Uganda. En esas fechas era un mutante sin cerebro, con las neuronas dispersas entre la musculatura y sus genitales, obligado a cometer todo tipo de salvajadas, algunas contra su propia familia, con el propósito de derribar los lazos afectivos y emocionales que podían colisionar con su nuevo cometido.

Moses lo liberó junto con Abdalla, con la mediación de la parroquia católica, uno de cuyos fines es reinsertar en la sociedad a esos niños que, por desgracia, tras más de dos décadas de guerra, se cuentan en decenas de miles. Moses e Yvan sintonizaron de tal forma que se le contrató como mozo del hotel. Ahora, desbordante de agradecimiento y fidelidad, daría la vida por cualquiera de nosotros. Un sentimiento que era recíproco. Sí, somos una sólida familia, sin vínculos consanguíneos pero hermanados por una amistad pura.

Junto a la entrada del hotel, me volví a la espera de la respuesta de Yvan: pronunciar al unísono
kerate
, ante la indiferencia e incomprensión de Moses. Y así fue, en el momento justo, al sobrepasar el enorme
kerate
situado junto a la valla.

En sus raíces ambos tenemos un secreto enterrado, de resultados de un pacto entre nosotros.

Una mañana, cuando sólo contaba catorce años, le sorprendí mientras limpiaba un Smith & Wesson en su habitación. Según él, tenerlo mitigaba su terror a que alguien pueda reconocerlo y vengar su deserción. Me negué siempre a que hubiese armas en el hotel, así que convinimos esconderlo en un lugar que sólo él y yo conociéramos. Eligió la sombra de ese fastuoso
kerate
, cuyas ramas mece la brisa del lago, y emiten un sonido particular que se percibe desde el hotel, como sonoro y constante recuerdo de nuestro secreto. Desde entonces, siempre que pasamos por allí, nos hacemos un guiño.

Al llegar al hotel, el personal se agolpó feliz ante nosotros. Igual que los niños de las aldeas, sabían que les traía algún detalle de Europa.

Abrí la mochila, y saqué uno a uno los obsequios: esta vez había para todos unos singulares bolígrafos con linterna incorporada. También aparecieron con ellos el pergamino y aquella asquerosa mata reseca.

—¡Ua! ¡Ua! ¡Ua! —gritó Yvan con desenfreno—. ¡Ua! ¡Ua! —repitió, mientras, feliz, señalaba el matojo.

«¿Cómo algo así puede alegrarlo tanto?», pensé. No entendía sus motivos y, al verlo tan alborozado, no pude por menos que regalárselo. Le indiqué a Moses que enmarcara el pergamino y lo colgase en mi estudio, junto con la espada, y que estudiara el mejor medio para trasladar una cómoda desde Boí hasta el hotel.

—Ésta, Moses, dicen que es una espada invencible cuando se lucha por una «causa justa» —le expliqué como introducción a la leyenda.

Yvan y Abdalla corrieron con fuerte griterío hacia el exterior. Desde la ventana de mi habitación vi cómo situaban el hierbajo en un rincón del jardín, en el centro de un círculo improvisado con piedras.

—Debe de responder a algún conjuro, algo esotérico —me dije.

Decidí acostarme unas horas, como hacía casi siempre tras aquellos viajes maratonianos. Moses vino a despertarme avanzada la tarde. Traía una bandeja repleta de fruta como merienda. Ante nosotros, el lago se adormecía. Sólo los trabajos de Yvan en el muelle y el chapaleo de algún cocodrilo hambriento rompían la callada calma vespertina.

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