»¡Hay tanto aún por conocer! El libro del MNAC es sincero cuando en la página 50 afirma que… mirad —nos mostró un texto—: "[…] a la hora de valorar y explicar el románico catalán, nos encontramos aún con muchas incógnitas en cuanto a la datación, la filiación y el significado […]". —El profesor suspiró y sonrió—. Tu pergamino podría decirnos cómo debió de ser la mitad inferior de María, que no ha llegado hasta nuestros días. ¿Y cómo era? Algo estelado aparece en su abdomen, algo que envuelve lo que parece ser una mandorla.
—Embarazada —murmuró Berta con absoluta fascinación.
—No olvidéis que sólo las
maiestas
se envuelven de mandorlas… —añadió el profesor—. Y ese vientre parece envolver algo dentro de una almendra mística.
—¡Embarazada! —repitió Berta hechizada.
—Resultaría embarazoso, valga la redundancia, porque resaltaría el papel humano de María como mujer. Algo, como mínimo, incómodo para algunos —apuntó el profesor.
—¡La Virgen María embarazada! —exclamó de nuevo Berta, que no salía de su asombro.
—Estás cerca. Es lo primero que he pensado yo, aunque debemos ir más allá. Desgranemos la perspectiva jerárquica: en la parte superior del Pantocrátor contemplamos el
Maiestas Domini
, rodeado de la mandorla divina. Junto a Él, los serafines celestiales le acompañan. Por debajo, dos ángeles; cada uno de ellos lleva el símbolo de un evangelista. En el registro central, a la derecha, los apóstoles san Juan y san Jaime, cuyos nombres aparecen sobre ellos. A la izquierda, el apóstol san Bartolomé junto a santa María. En la parte inferior, motivos de animales y otros seres terrenales. ¿Nada os parece fuera de lugar?
Los tres observábamos la maravillosa creación.
—¿Es un juego? Porque quizás no sea el momento —comenta con sarcasmo.
—No, Arnau; no es un juego. Es el motivo, el origen, la causa de todo lo que os ocurre; la altura es la que señala los niveles jerárquicos en el románico: cuanto más elevados se representan los personajes, más se acercan a la divinidad. ¿Creéis que cumpliría con la perspectiva jerárquica situar a la Virgen María en ese nivel? De la fracción inferior de María sólo se mantiene un elemento: sus pies. ¿Recordáis? los pies descalzos indican santidad. ¿Qué autor podría pintar los pies de la Virgen María sin descalzar? ¿Qué pintor no la emplazaría en la parte superior de la obra, en el espacio divino? ¿Qué maestro no consideraría a la Virgen digna de tocar con su mano el cáliz sagrado y la escenificaría sosteniéndolo con un paño? ¡Todo un insulto! —Puigdevall vociferaba para contagiarnos su entusiasmo artístico—. Una blasfemia intolerable para quienes sufragaban las obras. Entonces, ¿cómo se encuentra María en idéntica situación en numerosos frescos románicos? ¿La Virgen María junto a los apóstoles, degradada?
Lanzaba al vacío sus preguntas en tono cada vez más sulfurado, sin esperar respuestas de nosotros, mientras una a una mostraba distintas representaciones del mismo personaje de otras obras del románico catalán.
—Bien —serenó de nuevo el tono—. Queridos amigos, volvamos al pergamino, pero ahora a su registro central: las siglas ESLM y unas palabras en latín que aparecen borrosas, confusas, sobre una cruz cátara.
—Resultará imposible leer este texto sin el original —sostuvo Berta—. Debiste haberlo traído contigo, Arnau.
—No es necesario —rebatió el profesor—, está bien donde está. Además, ante nosotros tenemos el texto, ¡ya traducido! El mosén nos facilitó el trabajo. Él lo transcribió en la homilía que os dedicó. Aclara mucho. La homilía no se limita a señalar las siglas ESLM, sino que va más allá. Leedla de nuevo —dijo mientras la destacaba del resto de documentación esparcida sobre la mesa.
Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos,
Susurraban los fariseos y escribas, desde su falsa Fe.
Lejos de ti, Señor, viviendo en el pecado, y aún les das
Muestras de amor perfecto.
Evangelio que nos empuja a amar sin prejuicios,
Sin límites, con más fuerza incluso hacia los incrédulos;
Liderados por la alegría que comporta un único converso,
Manteniéndonos unidos en nuestro camino.
Entendemos la fe como algo abierto, su sentido he aquí:
Somos cristianos conviviendo en paz alrededor de la sangre:
Luz del mundo, alimento para el caminante; el legado;
Milagro de Jesucristo, del Maestro.
—¿Y bien? —pregunté.
—Siguiendo un método acróstico similar, el final de cada una de las frases del último párrafo se corresponden con la traducción literal del pergamino:
«He aquí la sangre, el legado del Maestro», ECCE SANGUIS, LEGATUM MAGISTOR —pronunció con vehemencia el profesor—; la sangre de Cristo, su linaje, su sucesión.
—Dios —fue lo único que supe aportar.
—Y por último, en la parte derecha del pergamino, ¿qué encontramos? ¡Niños! Niños con sus padres. ¡Qué pocas referencias a niños encontramos en el románico de Occidente! Junto a nombres como Ana, Lucía, Charité… Hay un mural inacabado en el MNAC que me recuerda ese fragmento.
—Disculpe de nuevo, profesor, ¿adónde nos lleva todo esto? —inquirí impaciente.
—Sostengo que el autor de tu pergamino, Arnau, sería un clérigo escribano, una de cuyas tareas habituales consistía en trasladar a miniatura grandes superficies de murales eclesiásticos. Sí, quizá la obra de un monje crítico con ciertos postulados católicos, para expresar un mensaje en la clandestinidad. —Tras unos instantes de reflexión, en que con la uña del dedo índice intentaba retirar la mugre instalada en la del pulgar de su otra mano, tal vez en busca de un nuevo argumento, agregó—: Una de las razones que justifican la perfección del Pantocrátor se atribuye a que su autor debió de ser especialista en miniaturas. Entonces, ¿qué fue primero, la miniatura o el mural? ¿Ambas obras serían del mismo autor?
No pude ya reprimir manifestar cierto enfado. Tenía la sensación de pérdida de tiempo:
—Quizá se me escapa algo… pero quisiera recordar que ahí afuera nos buscan.
El profesor y Berta ignoraron mi comentario y prosiguieron con sus elucubraciones.
—Profesor, por favor —indicó Berta.
—Ése es un dato importante: ¿trasladó el pintor al mural de la iglesia una miniatura previa? ¿O bien un escribano reprodujo en un pergamino el Pantocrátor? ¿Hablamos quizá de la misma persona? La datación del pergamino nos indicaría mucho al respecto.
Hubo un breve silencio.
—Berta, querida Berta —añadió Puigdevall—, tan sólo la censura explicaría lo que tenemos entre manos. Dime, ¿por qué falta en el mural ese fragmento del vientre de María? —Sin esperar contestación, se dio a sí mismo la respuesta—: porque es la parte que podría comprometer ciertos dogmas del catolicismo hasta hacerlos añicos. Por eso no disfrutamos hoy en día de ese fragmento.
—¿Alguien me escucha? —gruñí con aire insolente.
—A pesar del empeño de las versiones oficiales —prosiguió el profesor, que elevó algo el volumen de su voz y se mostró indiferente a mis intervenciones—, ¡estas dos mujeres no pueden corresponder a la misma identidad!
Buscó con frenesí entre las páginas del libro las obras que quería mostrarnos, para comparar el Maiestas Mariae de Santa María de Taüll con la figura femenina del Pantocrátor.
—¡Atiéndeme, Arnau! —exigió con énfasis autoritario—. Tu pergamino indicaría con toda claridad, sin discordancias con la perspectiva jerárquica, sin colisión con la iconografía, quién es esta mujer, representada en tantas obras. Esta mujer es terrena, es mortal… Tu pergamino, Arnau —prosiguió, ahora con su voz tenue y cansada, pero grandilocuente—, representa a una mujer. Esa mujer es María, aunque no virgen. Es la que, según algunos teólogos, fue la amante, la compañera, la esposa de Cristo. —Elevó el tono casi hasta el grito para afirmar con contundencia—: ¡Es María Magdalena!
—Bravo —vociferé mientras aplaudía con despego—, bravo, Berta, bravo, profesor. Nos hemos jugado el pellejo para llegar hasta aquí y escuchar, una vez más, otro rollo de María Magdalena.
—¡Por favor, Arnau! —recriminó Berta—. El profesor ha hecho lo que le has pedido. ¿Qué te pasa?
—Tranquila, Berta —intervino Puigdevall—. Entiendo perfectamente su ansiedad. —Se dirigió a mí—: Quizás esperabas una respuesta sencilla; una línea directa causa-efecto, y no es tan fácil. Pero ahí tienes mi humilde respuesta.
—Perdone.
—Sí, Arnau: se ha escrito mucho al respecto. Multitud de autores llevan décadas de estudios sobre la hipótesis de que María Magdalena fuera en realidad la compañera de Jesucristo, con quien éste tuviera descendencia. Pero ninguna constatación indiscutible. Claro que bastaría el mismo argumento que se utiliza en su contra: «es una cuestión de fe».
—Le pido disculpas por mi reacción —insistí.
—Se aceptan —contestó con actitud benévola—. Toda esta literatura tiene un denominador común: a partir de diversas consideraciones e interpretaciones de las escrituras, el cristianismo se lee de distinta manera. Hay quien sostiene la existencia de una dinastía de Jesucristo, eso que metafóricamente se denomina la Sangre de Cristo, la Sangre Real, y que se simboliza con el Santo Grial. Un linaje que parte de la unión entre Cristo y María Magdalena, fundamentado sólo en hipótesis que, de tenerse en cuenta, no aportan pruebas concluyentes, por lo que carecen de valor científico. Pero ¿qué valor científico sustenta los dogmas romanos? Hay que destacar que Jesucristo era judío, y que por ley tenía la obligación de contraer matrimonio. Una ley terrena, eso sí, que para Él carecería de validez.
—Es que, para mí, todo esto no es suficiente para entender que alguien pueda amenazar y llegar a asesinar por un jodido pergamino —afirmé avergonzado.
—Te lo estoy intentando explicar: tu pergamino podría ser la prueba de que en la Edad Media, en el Pirineo, había creencias cristianas distintas a la católica. Doctrinas cimentadas en textos gnósticos y evangelios apócrifos, que en su día e incluso ahora podrían amenazar los dogmas del catolicismo, sobre los que se erigió nuestra civilización.
—Textos gnósticos, evangelios… ¿apócrifos? —quise saber desde mi total desconocimiento.
—Apócrifos —aclaró Berta bajo la satisfecha mirada del profesor—. Son evangelios que en los primeros siglos del cristianismo fueron rechazados por la Iglesia, que no los incluyó en el Nuevo Testamento.
—¿Y por qué? —insistí ingenuo.
—Porque, de alguna manera, incluían conceptos que entraban en conflicto con la doctrina católico romana —sentenció excitado el profesor—. ¿Ves adónde quiero ir a parar?
—No —fue mi respuesta, contundente y escueta.
—Esas escrituras que quedaron fuera del canon bíblico fueron tenidas en cuenta por algunas facciones cristianas a las que luego el catolicismo tachó de herejes, lo cual propició una lamentable cruzada. Igual que se mató entonces, algún integrista podría hacerlo en la actualidad, aunque ahora quiero pensar que sería en nombre propio, no en el de la Iglesia.
—Creo que empiezo a comprender —asentí cabizbajo.
—La historia está repleta de mezquindad y barbarie: son las cicatrices de la humanidad, aquellas que, como supervivientes, deberíamos saber llevar con orgullo. Pero no; en muchos casos apartamos la mirada y nos aferramos a la mentira, aunque sólo sea por comodidad, para retroalimentar la autocomplacencia, que, entre falsas caricias, sostiene firme una fina cuerda de la que cuelga nuestra civilización.
Miré perplejo sin comprender las palabras del profesor, que continuó:
—Yo no soy teólogo. Éste es para mí un terreno resbaladizo. No puedo ayudarte mucho más, pero tanto enigma alrededor de la figura de María Magdalena tiene que responder a algo.
Berta afirmó con expresión abatida:
—Yo tampoco deseo adentrarme ahí… Me desborda y me da pavor.
—¿Y ahora? —pregunté.
En aquel momento, el sonido del teléfono nos sobresaltó a los tres.
—¿Dígame?
Yes, yes. One moment, please
—respondió el profesor, que me pasó el teléfono—. Creo que es la llamada que esperabas.
Ronald Majors me facilitó el contacto del mejor despacho de penalistas de Barcelona y de su más prestigioso letrado José Luis Gomis.
—Debería hacer una llamada, profesor —solicité.
—¡Por favor! —abrió las manos en claro gesto de ofrecimiento.
Cuando colgué, Berta se interesó por la breve conversación.
—¿Y bien? ¿Qué te ha dicho?
—Nada. No me ha dejado hablar por teléfono; me ha pedido la dirección y viene hacia aquí.
—Chicos —indicó risueño el profesor—, creo que la noche será larga. Propongo pedir unas pizzas y que os quedéis aquí a dormir. ¿Cuatro estaciones, napolitana, mediterránea?
Me encogí de hombros con gesto indolente ante aquella propuesta, que prometía estar a la altura del café. Berta se encargó de pedirlas por teléfono, instante que Puigdevall aprovechó para comentarme que llevaba años con investigaciones sobre arte medieval, compartidas con Fevzi Kenan.
—¡Gran persona y mejor amigo! —exclamó.
—¿Y ese nombre?
—Es turco. Historiador, teólogo, estudioso del arte… Es profesor universitario. Su pasión es el análisis de las conexiones artísticas entre Oriente Medio y Europa durante los siglos XI a XIII. Su significado conceptual, la posibilidad de que algunas obras, por lejanas que estén entre ellas, hayan sido creadas por un mismo autor…
—Hay gente para todo —murmuré con una sonrisa—. Profesor, muchas gracias por todo lo que hace por nosotros.
Nos estrechamos de nuevo las manos, bajo su sonrisa perpetua.
La respuesta del abogado me había tranquilizado. A partir de aquí, junto con las razones que argumentaba el profesor, resultaría fácil buscar fórmulas para que todo recobrase un rumbo que jamás debió haber variado.
—Yo no podré aportaros ya mucho más. Pero si formamos un equipo con el viejo profesor turco, sí estaremos en condiciones de avanzar. Compartimos la hipótesis de que detrás de cada trazo, de cada cincel, hay mucha información escondida deliberadamente por los autores. Descifrarla le ha supuesto tener que vivir en la clandestinidad.
—¿En la clandestinidad?
—Sí. Él sabe mejor que nadie el acoso del que sois objeto, porque sus teorías han puesto en jaque a distintas ideologías en múltiples ocasiones. Su mujer fue víctima de la sinrazón y ahora él vive bajo protección constante.