—Sé de quién me hablas, coincidimos en un reciente congreso ecuménico. ¡Francesc! ¡Querido Francesc…! —exclamó el hermano, mientras dibujaba sobre una servilleta una cruz parecida a la del tatuaje—. ¿Es ésta la cruz que has visto?
El profesor asintió con la cabeza.
—
Maiestas lo Vult
—murmuró el hermano—. La Orden de la Divina Sepultura, que en absoluto puede tacharse de integrista. ¡Por favor! Nuestros cardenales y arzobispos están detrás de ella.
—Eso no supone para mí ninguna garantía —respondió, irónico, el profesor—. Usted ya sabe de qué manera murió el mosén de Boí; las dos personas que han detenido y a quienes acogí en mi casa estuvieron en contacto con él, y tienen algo que podría interferir con alguno de los dogmas de fe de la Iglesia Católica. ¿Entiende ahora, hermano?
—No, la verdad.
—Oficialmente puede que sea como dice, una intachable Orden con fines encomiables. Pero tras órdenes, símbolos y enseñas parecidas, nos consta la existencia de facciones extracanónicas que comulgan con un integrismo exacerbado, y…
—¡No digas tonterías! —interrumpió Casajoana.
—Créame; no es ninguno de estos infelices, no —indicó el profesor, y señaló a los presentes en el comedor—. Se trata de gente poderosa que lleva siglos en tenebrosas organizaciones, entre las bambalinas del poder; enarbolan estandartes que no les corresponden, detrás de personajes honorables, al menos en apariencia, desde reconocidos trabajos cotidianos, cada uno de ellos con familias ejemplares. A esos, a esos me refiero.
—Francesc —dijo el hermano, y le dio una leve palmada en la nuca—. ¡Despierta! Abandona tus cavilaciones por un momento: ¡estamos en el siglo XXI! Olvida lo que has visto y preséntate a la policía con la verdad.
—Descuide, hermano: lo tengo previsto así. No me queda otra alternativa. ¿Cuánto tiempo podría aguantar aquí? Pero antes de acudir a la comisaría, debo dedicar unas horas a recopilar y examinar de nuevo la información. Ésa es mi defensa y la de los que acogí. Y para ello deberé pasar antes por mi casa, allí se quedó parte de la documentación. Pero hermano, se lo ruego: ¿qué sabe de esta Orden?
—No mucho. Que nació durante la Edad Media para proteger a los peregrinos católicos del acecho de otras creencias. Hoy en día está gobernada por altas instancias jerárquicas de la Iglesia. Guarda absoluta fidelidad al Papa. Basa sus actuaciones en la caridad y, en especial, en defender los derechos de la Iglesia Católica en Tierra Santa, donde tiene su origen.
—¿Caridad? No me haga reír. Usted sí trabaja desde la caridad, la solidaridad, el amor. Pero ellos…
—¡Chiist! —indicó el hermano—. Baja la voz, profesor… no te exaltes.
—Pero ¿no se dan cuenta? Ustedes, las bases anónimas del catolicismo, los proletarios de la Iglesia, tienen pendiente desde hace siglos una revolución.
—Pero ¿qué me vas a contar, Francesc?
—¿Cómo puede defender y someterse a los estamentos más elevados de su Iglesia? ¿Qué soporte ofrecen a su tan encomiable obra? Les separa un abismo; y esa distancia no ha variado tanto a lo largo de la historia. Comparten la eucaristía, sí, pero me atrevería a decir que profesan religiones distintas. Ustedes luchan en la calle, junto con la comunidad y por ella. Predican el evangelio con el ejemplo. ¿Ellos? A ellos sólo les preocupa mantenerse, proteger la magna estructura que preserva su estatus, apoyados en la fe, y aun a pesar de ella.
El hermano Casajoana quedó en silencio, ante la insistencia del profesor.
—Dígame, hermano: ¿por qué no pueden ustedes celebrar misas? ¿Por qué un emblema contemporáneo de bondad, casi divina, como la Madre Teresa de Calcuta, tampoco pudo? ¡Deberían levantarse e izar la bandera del cristianismo verdadero!
—Francesc, te aseguro que tampoco en este ámbito tengo los brazos cruzados pero exageras un error de concepto, aunque debo decir que te agradezco el comentario. Pero no nos desviemos: eres víctima de tu propio miedo, y eso es a lo único que debemos temer, porque no permite avanzar en libertad. ¿Qué te atemoriza? ¿Qué poseen que pueda estar en pugna con nuestros dogmas?
—Hallaron documentación medieval de origen cátaro.
—¿Y eso es lo que tanto te aterra? —inquirió el hermano.
—Sí, y su posible conexión con nuestras investigaciones, algo que induciría a reinterpretar demasiadas cosas.
—¿Y bien?
—Ya se lo he dicho. El descubrimiento defendería una visión del cristianismo que entraría en colisión con los preceptos de la Iglesia Católica, que algunos aún están dispuestos a defender con sangre.
—Querido Francesc —finalizó el hermano Casajoana—, si tu temor es esa Orden, puedes estar bien tranquilo. Preséntate a la policía y verás como todo se arreglará. Rezaré por ti. La inquietud sólo lleva a la desesperación, mala consejera. Debes relajarte; te veo angustiado. —El hermano rodeó el hombro del profesor—. Mira, como ya sabes, aquí hay mucha gente desesperada. Siempre les recomiendo la lectura del poema que está ahí fuera enmarcado, en el vestíbulo. Lo escribió hace años uno de nuestros residentes.
—Hermano, más que leer poemas, necesitaría un ordenador, quizá durante todo el día. El conocimiento es el mejor argumento para demostrar la inocencia de todos. Trabajo a distancia con un colaborador, y…
—Desde luego; el mío mismo —interrumpió el clérigo—.
Ya te he dicho que estás en tu casa, porque estás en la casa de Dios, que es de todos. Pero te lo ruego: lee el poema y reflexiona.
—Si todas las casas de Dios fuesen como ésta y sus siervos como usted, ya sabe que yo profesaría también su fe —respondió el profesor, y con cierto tono misterioso, agregó—: Por desgracia, las manifestaciones que en nombre de Dios se dan en la vida no siempre son tan ejemplares como la que usted dirige. Disculpe mi insistencia, hermano, pero ¿cómo puede compatibilizar su obra con la debida sumisión a los que llevan las riendas del catolicismo?
—No me hagas responder. Diría sólo inconveniencias. ¿Sabes?, quizá sin darte cuenta, tú formas parte de nuestra misma familia, querido profesor —finalizó el hermano—. Acompáñame a mi despacho. Allí podrás trabajar con tranquilidad. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras.
—Hermano, si no le importa —dijo el profesor con una tarjeta de memoria en la mano—, quisiera dejar en su ordenador una copia de todo el material en que he trabajado al respecto. Sé que no le dará un mal uso.
Los primeros rayos de sol de aquel domingo empezaban a vislumbrarse tras la torre de control.
El taxi, como con prisa por hacerse con nuevos clientes, se alejó del parking del aeropuerto de Sabadell, y quedó la solitaria figura de Arnau ante la fría portalada de cristal.
Se dibujó tras ella una confusa silueta, que la entreabrió con gesto atento.
—¿Señor torero? —preguntó un joven con sonrisa amplia—. Le esperan en el hangar; permítame que le acompañe.
Caminaron presurosos hacia una pulcra avioneta de cuya parte trasera apareció, libreta en mano y con una desgastada cazadora de cuero, el que debía de ser el piloto. Repasaba con minuciosidad diversas partes de la aeronave.
—Luis, es el señor torero.
—Buenos días —saludó el de la cazadora mientras escrutaba la estampa de Arnau; tal vez hubiera deseado ver a un miserable evadido, un fugitivo sórdido… aunque le desconcertó el resultado.
—Señor Luis Corbella, supongo —apuntó el enigmático prófugo.
—El mismo que viste y calza. ¿Podemos tutearnos? —propuso mientras corregía la posición de sus gafas de sol, que reposaban, inútiles, sobre su espesa cabellera, a la espera de una mañana radiante.
—Por supuesto.
—Ok, vamos al trabajo —repuso enérgico—. ¿Has volado alguna vez en avioneta?
—No; siempre en avión.
—Es lo mismo, sólo que más pequeñito.
Sucedieron al comentario unas estúpidas risotadas que se dedicó a sí mismo.
Al advertir que la broma no era seguida por Arnau, su expresión volvió hacia la seriedad y con una recién recuperada sensatez, explicó:
—Te diré lo que haremos: en un jet podríamos llegar a Butiaba en un solo día, pero no es el caso. En primer lugar, porque en este aeroclub no hay gente con licencia para pilotar esos bichos, en vuelos de «finalidad especial» como éste —recalcó sus palabras con un guiño exagerado—. En segundo lugar, porque los jets no pasan tan desapercibidos como esta maravillosa Piper Aztec PA27, con la que volaremos —afirmó mientras acariciaba el ala del aparato como un padre lo haría con la mejilla sonrosada de su hijo.
—Está bien —asintió Arnau.
—Sí. Pero esto tiene sus limitaciones, claro. La Piper tiene capacidad para 176 galones de combustible, y su velocidad de crucero es de 160 nudos.
—¿Y? —preguntó Arnau desde su evidente ignorancia.
—Eso limita su autonomía de vuelo, que como máximo es de unas seis horas, así que deberemos hacer cinco escalas antes de llegar al destino, que según el plan de vuelo que he trazado, será en el aeródromo de Masindi, lo más cercano a Butiaba.
—Perfecto; así me ahorro el viaje desde Kampala.
—Así es, aunque ese tiempo lo perderemos en las escalas, donde tenemos una restricción añadida: deberemos hacerlas en aeródromos con mínimo control aduanero, y eso coincide con lugares de menor asistencia al vuelo. ¿Entiendes?
—No del todo. Bueno, en resumen, ¿cuándo tienes previsto llegar a Butiaba?
—Ése es el tema, porque, según me comentó José Luis, debemos llegar antes del jueves. ¿Es así? —Arnau asintió—. Sobre este plan de vuelo, aunque en algún tramo estemos justitos de carburante, necesitaremos tres días para llegar. Saliendo esta mañana, preveo que el martes por la tarde podemos estar en Masindi.
—¡Más que suficiente! Pongámonos en marcha —exclamó exaltado Arnau.
Corbella le alargó la carpeta para que leyera parte de la planificación del vuelo:
DÍA 1: Sabadell-La Juliana: 459 nm, 3 h 05 m
DÍA 1: La Juliana-Zagora (Marruecos): 418 nm, 2 h 48 m
DÍA 1: Zagora-Tamanrasset (Argelia): 755 nm, 5 h 2 m
DÍA 2: Tamanrasset-Ndjamena (Chad): 842 nm, 5 h 37 m
DÍA 2: Ndjamena-Bangui (Rep. Centroafricana): 508 nm, 3 h 23 m
DÍA 3: Bangui-Masindi (Uganda): 807 nm, 5 h 23 m
Las primeras horas de vuelo pasaron rápidas.
Poco después de partir de La Juliana, Corbella hizo señales a Arnau hacia su derecha, y las acompañó con un leve giro para mostrarle mejor un par de navíos mercantes que cruzaban el estrecho de Gibraltar, hacia las aguas abiertas del Atlántico.
A los pocos minutos hizo lo mismo por su izquierda, y descubrieron los primeros rasgos de la costa marroquí.
Desde lo alto se empezaba a vislumbrar uno de los mayores espectáculos del mundo: el Sahara, término que en árabe significa cementerio. Un lugar que algún día, en tiempos remotos, fue un inmenso mar.
Corbella, ajeno a motivos y razones, disfrutaba del viaje como un adolescente. Pero para Arnau era un martirio: un reducido espacio para moverse, bajo un ruido permanente, casi ensordecedor, que le alejaba de un confuso laberinto que jamás habría considerado posible días atrás.
Así transcurrió toda la jornada. Extenuante, hasta que en la aproximación a Tamanrasset, última etapa del día, Arnau tocó el hombro de Corbella, y gesticuló mientras le mostraba el móvil, con el fin de obtener su autorización.
—Sí, sí —asintió el piloto a grito pelado—, pero mientras utilices el móvil deberemos volar bajo, porque si no te quedarás sin cobertura. Intenta aligerar, ¿ok?
Arnau se conectó con su auténtica tarjeta SIM, y a los pocos segundos entró un diluvio de mensajes de Carola.
«Pues sí que se ha colgado», se dijo, al teclear la respuesta, consciente de que en su interior también hervía el mismo sentimiento.
Obtuvo también un aluvión más de llamadas perdidas, y algo que le llamó la atención de manera especial. El profesor Puigdevall le había copiado el correo electrónico que había enviado a Fevzi, y éste lo replicó también al adjuntar un informe sobre el pergamino. Repasó con atención el contenido del mail: algo no cuadraba con la sospecha que recaía sobre el profesor. Aquel escrito no se ajustaba al de un delator.
A duras penas pudo comprender el contenido del informe, entre otras cosas, porque la pequeña pantalla de su PDA no permitía una visión eficiente. Alcanzó, sin embargo, a entender la considerable trascendencia de su contenido, para ayudar en la investigación y argumentación de su inocencia. Motivo por el que reenvió desde el mismo móvil toda esa documentación a su abogado, José Luis Gomis.
La avioneta viró rumbo al sureste, lo que le provocó cierto mareo. Tras estabilizarse de nuevo, procedió a cambiar la tarjeta SIM e introdujo la que le había facilitado Gomis.
—¿Has acabado ya? —vociferó Corbella.
—No, aún no. Debo hacer una llamada.
En ese momento, la casualidad hizo que recibiese una del abogado.
—¿Sí? ¿Dígame? ¿Cómo?
Luis Corbella se reía. Le alargó unos auriculares para que los conectara al móvil.
—¿Me oyes ahora? ¿José Luis? Bien, bien, pronto en Tamanrasset. ¿Cómo está Berta? ¡Menos mal! ¿Qué le pasa a tu voz? Se te oye gangoso. ¿Sabes algo del profesor? Ya… he llegado a la misma conclusión. No, te lo conté todo, te lo aseguro. Pero ¿por qué? Te he reenviado un par de correos que he recibido del profesor y de Fevzi. Hablan de la posibilidad de que un policía perteneciera a una Orden de la Divina… Divina… ahora no recuerdo. Además me ha enviado un informe interesante, analízalo también, podría ser importante. Oye, el piloto ya me mira mal, tengo que colgar. Gracias, José Luis.
Tras la conversación, Arnau quedó ensimismado.
Se escribía otra página más de su vida, hostigada desde el ochenta y siete por el terror y el crimen. Un duro aprendizaje para llegar quién sabe dónde, ni cuándo, ni por qué.
Otra agitada experiencia más, en una existencia que parecía implorar reposo, agotada de tanto zarandeo.
A través de la minúscula ventanilla, observaba las interminables extensiones de tierra desértica: arena y polvo; sol y calor.
Un ligero lagrimeo nacido desde la melancolía desvanecía el paisaje, donde un juego de sombras dibujaba en la llanura la silueta de dunas rojizas y peñascos rocosos, esculpidos desde el frío y el calor extremos, desde los vientos y el azote de las tormentas de arena.