—No habló directamente conmigo. No lo sé. Me lo dijo Arnau…
—Pero acaba de decir que la amenazó a usted, y no sabe nada, señora. O muy poco, ¿se da cuenta? Al final resultará que no sabe nada de la amenaza. ¿Dónde coño está el pergamino? ¿Y la espada?
—En Uganda. Yo sólo he visto fotos.
—Y usted se lo traga. Le viene un loco con un par de fotos y se cree sus paranoias; ¿le parece normal? Le dice que le han amenazado y también le da crédito. Está bien, supongamos que todo está en Uganda. Ese país es muy grande.
El
intendent
se acercó a Berta, rostro con rostro, con su nauseabundo aliento. Más aún a esa hora, justo después de comer, como cada domingo, en casa de su madre, a quien le agradaba cocinar con bases de sofrito donde el ajo predominaba en demasía, más por los consejos sobre sus bondades cardiovasculares que el médico le indicó que por un placer gastronómico.
—¿No sabría concretar? Si eso es el origen de todo, como dice, necesitamos saber más.
—No sé dónde está con exactitud. Pregúntele a Arnau; lo tiene aquí, ¿no? Aunque creo que ni él lo sabe.
—¡Ni él lo sabe! —gritó Pedrosa, que se levantó enfurecido de nuevo—. Pues sin ese pergamino, le aseguro que van a pasar una bonita estancia entre rejas; a él le romperán el culo en la Modelo y en cuanto a usted… usted va a tener mucho éxito entre las damas en Wad-Ras.
Frase esta última en alusión al antiguo nombre de la calle donde estaba la cárcel de mujeres de Barcelona, apelativo coloquial usado por todos para referirse al centro.
—¡Mierda! Apunta contactar con la Interpol —ordenó a uno de sus subordinados al salir de la dependencia, antes de un sonoro portazo.
El sargento aprovechó la ausencia de su superior para entablar charla con José Luis:
—Gomis, ¿cómo te va?
—Bien, no puedo quejarme. Oye, creo que todo esto está fuera de lugar. ¿Qué le pasa a Pedrosa? Yo lo conocía de la policía nacional y sabía que era un animal, pero esto… jamás lo había visto así.
—Hombre, se trata de un asesinato envuelto en misterio, y la prensa no para de dar la vara con el tema del cura.
Pedrosa volvió a entrar y tomó asiento, ante la mirada de los presentes.
—¡Qué! ¿De tertulia?
Ante el silencio de todos, retomó la palabra:
—Bien. Continuemos con el tema. Arnau necesita ayuda porque alguien le amenaza para exigirle un pergamino y una espada que ha encontrado en casa de su tía. Se pasean por el Valle, y ustedes dos, la parejita de psicópatas, se cargan al mosén.
—Pero ¿qué dice? ¿Qué tendríamos Arnau y yo contra ese pobre hombre? —inquirió Berta con creciente amargura.
—Eso tendrá que contárnoslo usted. Los testigos, sus huellas, todo nos lleva a un punto. Pero, dígame, ¿por qué el mosén? Acláreme de una vez el motivo que intuyo.
—Sigue usted en un error —todos observaban a Berta—. Y yo qué sé. No conocí al mosén hasta que Arnau se empeñó en entrevistarse con él.
—Vamos bien, señora Hernández, vamos bien. —El
intendent
se frotaba las zarpas con satisfacción—. Así es que dice que Arnau «se empeñó en entrevistarse con el mosén», pero ¿por qué co-jo-nes?
Berta empezaba a dar muestras de agotamiento mental. Cabizbaja, inició la respuesta con un tartamudeo:
—No sé, oiga. Arnau tenía la impresión de que a su tía la asesinaron; habló con algunas personas del pueblo para intentar esclarecer algo, entre ellas el mosén.
—Qué paradoja. Todo un figura, Arnau. Sabemos que también habló con una tal… —Pedrosa se caló las gafas para consultar el expediente—. Sí, una tal Carola. ¿Qué me dice de Carola? ¿La conoce? Porque ella dice que la vio a usted a finales de agosto por el Valle. ¿Es eso cierto?
—Sí; estuve allí con un colaborador por motivos profesionales, para estudiar los últimos hallazgos acerca del Pantocrátor.
—Sí, claro… pero ¿sabe?, esas fechas coinciden con las de la muerte de la señora Miró. Además, Arnau parece que conoció con mucho detalle a la señorita Carola —añadió entre risas, en busca de la complicidad de los suyos.
—¿Qué insinúa? —preguntó Berta encolerizada.
—¡Qué actriz se ha perdido la escena! Pero si da la impresión de que no sabe lo que empujaría a Arnau a hacer lo que hizo —ironizó Pedrosa—. Casi me creo que no lo sabe.
—¡Dígamelo usted! —respondió Berta.
—¡Su relación, maldita sea! ¡La relación entre el mosén y la tía, coño! ¡Al mosén le iba la vieja! ¡Menudo punto, el curita! ¿Sabe usted de las dudas canónicas que invadían al mosén? ¿Sabe que tenía a las altas jerarquías eclesiásticas muy incómodas? ¿Que tuvo advertencias muy serias de la Santa Sede? Avisos de expulsión por los rumores que corrían sobre su persona y sobre sus heréticas homilías. Desde el púlpito de una iglesia católica, ¡qué vergüenza! ¿Lo sabía?
—No, no lo sabía.
Berta comenzaba a desmoronarse. José Luis le tomó otra vez el brazo.
—Estamos al corriente de que es usted muy piadosa, a diferencia del «señorito» Arnau, ¡pero que muy piadosa! Tengo entendido que usted forma parte del foro
Dios y familia
y la organización
Deben escuchar
. Es así, ¿verdad?
—¿Qué tiene que ver todo esto?
—Debería serle fácil advertir la correlación: usted, desde sus firmes creencias, que yo respeto más de lo que usted piensa… podría tener mucho en contra del mosén. Incluso también contra la señora Miró. En eso, como en muchas otras cosas, coincidiría con Arnau, aunque cada uno con sus fines particulares. ¿Entiende ahora, señora? Eso explicaría un asesinato tan horrible, bajo métodos «purificantes».
Berta prorrumpió en llanto.
—Señor Pedrosa, debemos aplazar la declaración —intervino Gomis—. Mi cliente no está en condiciones de seguir. Usted lo sabe.
—Sois cojonudos los abogados —masculló Pedrosa, que ignoró el comentario—. Se les ve juntos antes de la misa, a usted, Arnau y el mosén. —Se levantó otra vez más y con las manos apoyadas sobre la mesa se acercó a Berta, con su fétido aliento, cara a cara—. En concreto, la «señora» con aire molesto, como enojada, entra en un bar, del que luego sale, mientras Arnau y el curita raro se quedan unos minutos a charlar. Después empieza la misa. Usted está presente. Arnau vuelve al bar tras unos minutos de ausencia. Acabada la Eucaristía los dos entran en la iglesia, solos, sin testigos, porque esperan a que todo el mundo salga. ¿O no es así? Y de golpe aparece el fiambre. Bueno, en este caso más que fiambre apareció a la plancha. ¡Ja, ja, ja! —relinchó de nuevo, alborozado por la ocurrencia.
Gomis no pudo evitar una sonrisa por lo bajo. «Ahí ha estado gracioso el cafre. Al César lo que es del César», pensó.
—Más tarde, la huida desenfrenada. ¿Por qué motivo, si mantiene que no habían hecho nada? ¿Sabe la razón por la que le han quitado los zapatos antes?
Berta negó con la cabeza entre lágrimas, sin poder articular ni el monosílabo correspondiente.
—Para certificar que se corresponden con las huellas encontradas. Huellas manchadas de sangre del mosén. Sus zapatos irán al laboratorio, señora, aunque puede resultar incluso innecesario: usted ya nos ha admitido que estuvo en la iglesia. En cualquier caso, ahí encontrarán restos que coincidirán con el ADN del cura —el
intendent
tomó aire—. ¿Qué comentaron con el mosén antes de su última misa?
—No lo sé; yo me ausenté. Hablaban de religión, de creencias.
—¡Ah! Bonito. ¿Lo ve? ¿Y por qué se ausentó usted? ¿Es que ya no le interesaba aquello? ¿Ya le había sentenciado? ¿Estaba decidida la ejecución?
—Dios santo, pero ¿qué dice? Es sencillo: no me encontraba cómoda —respondió angustiada—. Me mareo —añadió con voz tenue.
—Sargento, por favor, ¿podrían dar de beber a mi cliente? —dijo Gomis, que obvió la presencia de Pedrosa.
Tras unos segundos y con el vaso de agua, continuó el interrogatorio.
—Arnau no fue a misa como usted, pero ¿sabe qué hizo durante la ceremonia? —preguntó ahora el sargento.
—Esperar, supongo. ¿Cómo voy a saberlo? Yo estaba dentro.
—¿Por qué entraron de nuevo en la iglesia, tras la misa?
—Porque habíamos quedado con el mosén. De hecho, habíamos quedado fuera, pero al no encontrarlo, fuimos a buscarlo.
—Ya, ya, y dígame —entró de nuevo en escena Pedrosa—, ¿por qué huyeron al encontrar el cadáver del mosén? ¿Por qué no lo denunciaron?
Berta se quedó unos instantes en silencio, con la mirada fija en la mesa.
—Arnau no quiso, a pesar de mi insistencia. Sabía que decirlo le obligaría a permanecer en España más allá de lo que tenía previsto. Tenía prisa por volver a Uganda.
—Claro, del todo comprensible —afirmó con sarcasmo Pedrosa—, pero ahora deberán permanecer aquí, creo que por mucho tiempo —añadió bajo la desconcertada mirada de Berta, cuyos húmedos ojos imploraban socorro al abogado Gomis.
—Sí, señora Berta Hernández Gilbert. Supongo que a su segundo apellido debemos el bonito color de su cabello, capaz de convencer a cualquiera.
—¿También es eso importante? —cuestionó Berta, que comenzó otro nuevo sollozo, mal reprimido—. Tengo raíces irlandesas.
—Irlanda, bonito país. Es como conocemos ahora lo que siglos atrás fue el Priorato de Kells —el
intendent
elevó el tono hasta el grito—. ¡Uno de los siete bastiones de la Orden de Malta! Sabe de qué le hablo, ¿verdad?
—No tengo ni la más remota idea; esto es una locura —musitó Berta, y rompió a llorar.
—Claro, claro… Ahora me dirá que no sabe usted que su bisabuelo fue Gran Canciller de la Orden, ¿no es así? Algo que sin duda se transmite de padres a hijos, de éstos a nietos, y por supuesto también a bisnietos, para perpetuar su lucha contra los herejes, señora Gilbert. ¿El mosén era un hereje para usted? ¡Dígalo! ¿Cómo se las arregló para que Arnau Miró cruzara medio mundo y cometiera tan vil asesinato? ¿Fue suficiente su cabellera irlandesa? ¿O las tendencias sexuales del mosén ayudaron? ¡Admítalo ya!
Berta, con la mirada extraviada, se desplomó sobre la mesa. Había soportado demasiado.
—¡Reanimadla, rápido! —apremió Pedrosa a gritos a los policías a sus órdenes, que, atónitos, permanecían paralizados por la reacción de su jefe.
—¡Hay que seguir!
Había sido excesivo para ella. Estaba desbordada.
Pedrosa jadeaba con el rostro cubierto de sudor y los ojos desorbitados. Con el índice y el pulgar se aflojó el nudo de la corbata.
—Presiones, presiones, no puedo más —musitaba por lo bajo.
—¿Se… se encuentra bien, señor Pedrosa? —preguntó inquieto el sargento.
—¡Pues claro, joder! Y tú —se dirigió al cabo— vas a ponerte a escribir lo que yo te diga, ¡y cagando leches!
—Será lo que diga mi representada. Para eso es la persona que presta declaración —terció el abogado mientras Berta volvía en sí.
—¡Me vas a comer la polla, Gomis!
—Qué cosas tiene usted, Pedrosa. No le suponía un romántico. Yo no mezclo nunca el trabajo y el sexo —se rió el abogado.
Mala leche sí, de sobra. Pero Pedrosa carecía de sentido del humor.
Lívido de ira, se levantó a la vez que extraía de la funda su H&K Usp Standard. Con una agilidad sorprendente para un hombre de su peso y su edad, golpeó con el cañón el rostro de Gomis. El abogado se derrumbó en la silla que ocupaba mientras la sangre manaba a borbotones de su pómulo abierto.
Nadie se movió.
La conducta del
intendent
resultaba delirante.
Con su zurda sujetó por la mandíbula a Berta, que apenas salía del desmayo, para hundir con la diestra el cañón de su arma en la boca de la joven.
—¡Habla, so puta! —vociferaba Pedrosa fuera de sí—. ¡No tenemos tiempo! ¡Habla o te estampo de un tiro los pelos contra las paredes, puerca! —gritaba como en sus mejores tiempos el ex inspector de la social.
Pero los tiempos ya no eran los mismos. Al menos, con un abogado allí.
De inmediato, el sargento y el cabo sujetaron a Pedrosa por los brazos. Otros agentes, al oír los gritos, entraron en tropel en la sala de interrogatorios, y a la vista de lo que pasaba, ayudaron a reducir a Pedrosa.
Cumplían con su deber de grado, qué duda cabe. Pero no era tampoco cuestión baladí que unas denuncias por malos tratos policiales en esa misma comisaría hubieran provocado que un aluvión de cámaras controlara que la actividad policial se llevase a cabo dentro de la más absoluta corrección.
—Te voy a sacar de aquí en horas. Sólo en horas. ¿Entiendes? Arnau está bien y libre. Por supuesto que no está en comisaría como esa bestia ha dicho —explicó Gomis, mientras señalaba con el mentón a un Pedrosa que permanecía retenido por varios mossos, y que con espumarajos en la boca, hacía vanos esfuerzos para soltarse—. Confía en mí —prosiguió el abogado—. Me voy al juzgado de guardia ahora mismo. —Miró a Pedrosa y añadió—: Está de juez de incidencias Joaquín Ayala. Ese mismo que te quiere tanto. Eres pura basura, tú y todos los de tu calaña.
Tras firmar la declaración hasta ese punto, manifestar que era su deseo declarar ante la autoridad judicial, y entrevistarse en privado con su abogado, dos guardias se llevaron a Berta a fin de que fuera atendida en un servicio médico.
—Tranquilo, José Luis; Pedrosa no se le acercará. Seguro que lo apartarán del caso; es posible incluso que esto acabe con su carrera —apuntó el sargento.
Al abandonar la comisaría, tecleó a toda prisa su móvil, mientras a la vez trataba de restañar la sangre que le caía por la mejilla hasta empapar su camisa.
—¿Arnau? ¿Arnau? No oigo nada. ¿Arnau? ¿Cómo va todo? Perfecto. Sí, no te preocupes, Berta está bien —mintió—. Pronto la sacaré de aquí —volvió a mentir—. Me ha dado recuerdos para ti —más mentiras aún, como buen abogado—. Nada, es que vengo del dentista. Sí, sí. Puigdevall está en busca y captura. Nadie sabe nada aún. Lo habíamos juzgado mal, él no os delató. Pero cabe la posibilidad de que lo retenga la misma policía como testigo protegido. Arnau, supongo que ayer no te quedó nada por decirme, ¿verdad? De acuerdo, por nada, por nada. ¿Fevzi? ¿Qué coño quiere ahora el turco? Bien, bien, toda información es buena. Pero te advierto que yo no voy a defenderos con argumentos teológicos, sino con bases exclusivamente jurídicas. Ok, estaremos en contacto; cuídate.
—Un tsunami, eso fue para mí. Llegó sin anunciarse, arrasó y se retiró. Devastó mi alma. Nunca he creído en amores a primera vista. Tampoco los había vivido hasta ahora. Ya ves, a los treinta y nueve años, fíjate cómo me veo.