Giovanni era especialista en la extracción y restauración de murales del Medievo, algo que su familia había practicado en Italia y Francia generación tras generación, en constantes servicios de dudosa moralidad para nobles especuladores y ladrones de alta alcurnia.
En esta ocasión lo solicitaba una institución como la Iglesia, de modo que parecía tratarse de un trabajo honrado y bien pagado que no podía rechazar.
Ese encargo surgió a raíz de que, años atrás, unos excursionistas advirtieran cómo, entre los pináculos del retablo gótico del ábside de la iglesia de Sant Climent de Taüll, asomaba tras la cal una pintura mural donde aparecía la mano derecha de Jesucristo con el inconfundible gesto cristiano de bendición, con los dedos pulgar, índice y corazón extendidos. Luego se descubrió la figura entera de Jesús, que sostenía con la izquierda las Sagradas Escrituras.
Al retirarse el retablo entero, vio la luz el magistral Pantocrátor, tras siglos de oscuridad. Algo que precipitaría la llegada de Giovanni, su hijo Stefano y Ruggero, un técnico con quien colaboraban desde hacía décadas.
Sabían de la urgencia del mandato, pero ignoraban cuál debía ser su nueva misión.
Eran tiempos en que Stefano, según indicaciones expresas de su propio padre, se dedicaba a tareas banales, pese a haber aprendido todo lo necesario para convertirse, como su progenitor, en experto de la técnica del strappo, una práctica italiana que permitía extraer y trasladar pinturas murales. El
strappo
era el mejor procedimiento para recuperar obras realizadas con la técnica del fresco, en la que se aplicaban pigmentos diluidos con agua de cal, cuando el enlucido del muro estaba aún húmedo. Luego, al secarse la pintura, la cal cristalizaba, y todo quedaba compactado con el muro. La práctica del
strappo
hacía posible traspasar superficies de pinturas murales a un soporte de tela, superando planos, bóvedas, concavidades o incluso cúpulas.
Aquella mañana, el rector del Valle esperaba en la iglesia de Sant Climent de Taüll, junto a un pintor que trabajaba una acuarela en el interior del templo.
Giovanni no pudo contener el entusiasmo desde el primer instante en que cruzó el portón:
—Dios mío, qué bello…
Ésta fue su exclamación al observar por primera vez la obra, tras encaramarse para verla desde más cerca por los andamiajes que aún se hallaban dispuestos desde que se retirase el retablo.
—Cierto —asintió el cura—, aunque parece que necesitará algunos «retoques». Quédense aquí; voy a comunicar al obispo que han llegado. Él les dará instrucciones.
Tras sujetar con fuerza el caballo para que el mosén montara, Stefano entró de nuevo en el templo. Ahí estaba su padre como pocas veces lo había visto, con la sensibilidad a flor de piel, incapaz de apartar la mirada de una obra tan majestuosa, que centelleaba con toda su grandiosidad, a las primeras luces del día, tras muchos siglos de oscuridad.
—Es distinto a todos —manifestó Ruggero con tal emoción que hubo de contener el llanto—. Sus colores, fijaos en ese rojo tan intenso, sus sombras, incluso parece que la túnica de Jesucristo quiera abrazarnos. ¿No os dais cuenta? ¡Es maravilloso!
—Sí, y la mirada… la mirada de Jesucristo: es el equilibrio perfecto entre la bondad y el poder. Es la primera vez que veo algo tan sublime, y creo haberlo visto casi todo —expresó Giovanni arrobado.
—¿Cuánto tiempo habrá estado escondido tras el retablo? —preguntó Stefano.
—Al parecer, un montón de siglos —contestó su padre—, aunque eso deberán precisarlo los historiadores. Seguro que gracias a ello se conserva tan bien —afirmó sin dejar de escrutar la espectacular obra.
—Pero ¿por qué algo tan sublime se tapó con un retablo?
La pregunta de Stefano no encontró respuesta.
Tras un prolongado silencio, Ruggero sentenció:
—Quizá sea por eso —y señaló una parte del mural—; jamás lo había visto… Huele a herético.
No pudo evitar santiguarse tras pronunciar la frase. El pintor, que no articulaba palabra alguna, al verle hizo lo mismo.
—Pero ¿qué puede tener de blasfemo? ¿Acaso no es la Virgen María? —cuestionó Stefano.
—¡Efectivamente!
La afirmación resonó con tono grave en la iglesia, proferida por alguien que entraba a la cabeza de varias personas más. Era otro clérigo, que, con el rector del valle, acompañaba al obispo y a su séquito.
—Veo que son ustedes buenos profesionales: han acertado en lo que nos trae aquí.
Al acercarse al altar, el obispo se santiguó varias veces. Los demás imitaron el gesto. Con expresión severa, incluso incrédula, no pronunció palabra alguna, por lo que Giovanni intervino:
—Y bien, ¿cuál debe ser nuestro cometido?
—Eminencia —dijo el rector—, os presento al señor Giovanni Gussoni, quien nos fue recomendado.
Giovanni hizo una genuflexión para besarle la mano, ofrecida con leve asentimiento por el obispo.
Retomó la palabra el mismo que se presentó como portavoz de la diócesis.
—Señores: en primer lugar, he de decirles que no deben comentar con nadie esta misión. Ustedes han sido seleccionados para una tarea cuyas causas trascienden lo terrenal. Les hemos elegido como Cristo lo hizo con sus apóstoles.
Ruggero miró a Giovanni con extrañeza.
—Creo que se les ha informado de que, a finales del siglo pasado, unos viajeros advirtieron que, tras ese retablo gótico —apuntó con el índice a un extremo del templo— se escondía esta espléndida obra —prosiguió el portavoz, mientras señalaba, ahora con menosprecio, el ábside que quedaba a su espalda—. Hace poco se retiró el retablo y observamos que en el mural se representa algo que podría no comulgar con nuestra Santa Iglesia Romana.
Ante la tácita aprobación del obispo, los allí presentes escuchaban con atención aquellas cautelosas palabras, mientras el portavoz se acercaba al mural tiza en mano.
—Deseamos evitar mentiras que siembren dudas. Por lo que es voluntad de Su Eminencia que sea extraído este fragmento y se le entregue —indicó mientras trazaba un rectángulo en la parte inferior.
—¡No haga eso! —exclamó Ruggero, indignado por semejante profanación artística.
El portavoz le dedicó una mirada furibunda.
—Mejor no tendré en cuenta lo que ha dicho.
—Disculpe, pero es que ha dañado una obra de belleza extrema. Es patrimonio de todos —aclaró Ruggero.
Gustó menos aún ese comentario.
—¡Esto fue, es y será siempre propiedad de Dios! —espetó el clérigo indignado—. Nosotros, y sólo nosotros, tenemos toda la potestad. Además, ¿quién cree que pagará sus jornales? Me preocupa pensar que hayamos podido errar con su elección, pero ya no disponemos de más tiempo.
Ruggero, cabizbajo, como el pintor que intentaba abstraerse en su trabajo, no se atrevió a alzar la mirada.
—Por mandato expreso de Su Eminencia, deberán retirar a la mayor brevedad la parte del fresco enmarcada —insistió— y se la entregarán en mano. Y usted —indicó al pintor— tampoco debe copiar este fragmento. Nada hay en contra del resto de la obra.
Giovanni hizo un sumiso gesto de respeto.
—Eminencia, le ruego que perdonen el ímpetu de mi colaborador —indicó—, pero deben comprender que eso forma parte de un todo. Lo que Su Eminencia nos pide es la mutilación de una obra, es…
—¡Silencio! —exigió el portavoz ante el gesto de desagrado del obispo—. Si quisiéramos mutilar, no les habríamos llamado. Esa parte del todo, como dice usted, descansará donde debe estar, en manos de la Iglesia, donde no pueda suscitar dudas entre los fieles. No hay más que hablar. ¿Cuánto tiempo les costará esta extracción?
—Una jornada —contestó Giovanni, sin osar discutir las razones.
—No disponemos de tanto tiempo, les esperan más murales; deben hacerlo con mayor rapidez. No es necesario que el resultado sea perfecto; no nos importa que el original quede afectado.
—Entonces, intentaremos hacerlo sólo en media jornada, aunque no puedo garantizarlo —respondió, abatido, Giovanni.
El rector y el obispo cruzaron sus miradas con leve sonrisa.
Tras recibir su explícito asentimiento, el portavoz anduvo hacia el pintor y lo rodeó para contemplar la réplica que realizaba del Pantocrátor.
—¡¿Por qué está pintando esto?! ¡Le he dicho que no lo haga!
El pintor, temeroso y acongojado, no respondió. Stefano observó a distancia el temblor de la paleta que sujetaba en su mano izquierda.
—Usted, usted va a pintar lo que nosotros digamos —insistió el clérigo, que le arrebató el pincel antes de gritar—: ¡Hay que borrar esta porquería infame! Esto es un error extracanónico que jamás deberá divulgarse.
Mojó el pincel en un blanco roto con el que eliminó de la tela toda la parte inferior del Pantocrátor, hasta que quedó una mezcla de color hueso. Estupefacto, el pintor se quedó inmóvil.
—Ahora arregle esto como le he ordenado. Quiero que quede como si jamás hubiera existido, ¿entiende?
El pintor asintió repetidamente sin terciar palabra alguna. El clérigo portavoz persistió en sus amenazas:
—Y cuando acabe, nos contará el por qué de tantas prisas por venir a pintar esto. ¿De acuerdo? Quiero saber quién y por qué le han hecho abandonar sus trabajos a medias para venir tan presuroso.
—Sepan —añadió exacerbado— que contamos con el beneplácito de las más altas instancias. Mañana todos ustedes deberán haber olvidado lo sucedido aquí. Usted —dijo de nuevo refiriéndose al pintor— entregará su réplica a quien se la ha encargado, sin más detalle. ¡¿Estamos?! Los políticos jamás deberían interponerse en los asuntos de Dios —finalizó airado.
La tristeza invadió a Giovanni, que se mantuvo en silencio junto a Ruggero, también desalentado. Stefano se hallaba cerca del portón, preocupado por su padre, hombre de avanzada edad para soportar tales disgustos.
El portavoz retomó la palabra:
—Por lo que a ustedes respecta, Su Eminencia esperará en el Valle a que finalicen. Es su deseo que procedan ahora mismo y que trabajen a puerta cerrada. Luego recibirán nuevas instrucciones —concluyó mientras le hacía entrega de la llave.
Al salir de la iglesia, mientras Stefano descargaba las herramientas y los útiles del carruaje que los había llevado hasta allí, empezaron a doblar las campanas, cuyo toque replicaron otros campanarios desde los cuatro costados. En ese momento, un gentío se agolpó alrededor de la comitiva deseosa de besar la mano del obispo, que la ofrecía con actitud benevolente. Bendecía a todo aquel que se le acercaba:
—
In nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti
—repetía mientras trazaba el gesto de la cruz sobre todos y cada uno de ellos.
Giovanni, Stefano y Ruggero entendieron su cometido y comenzaron de inmediato a trabajar. Primero debían aplicar una resina sobre la obra; luego, adherir varias capas de tela de algodón. A partir de ahí, había que esperar a que secara la cola. En el proceso final, al tiempo que se tiraba de la tela, se picaba la pared. Así, golpe a golpe, el mural se daba por vencido a los cuidadosos martilleos que lo separaban del muro.
Stefano conocía a la perfección el secreto del éxito: la buena elección del paño y la óptima preparación de la resina.
Acabaron a la puesta del sol. Ruggero enrollaba el fragmento de la obra que el obispo obligó a amputar y mascullaba contrariado:
—Mañana, el obispo quedará complacido.
Al poco rato, Giovanni se dirigió a su hijo.
—Stefano, hijo: hoy dormirás aquí, en la iglesia. Quiero que vigiles la pieza. Te quedarás dentro bajo llave; no quiero sorpresas. —Tras estas palabras, lo abrazó con fuerza—. Eres todo un hombre, Stefano, y recuerda siempre, siempre, tus raíces: ¡eres un Gussoni!
«Extrañas palabras», se dijo Stefano.
Poco después, Ruggero y Giovanni abandonaban el templo. Stefano miró hacia la puerta cuando oyó cómo giraba la llave en la cerradura, para quedar a solas bajo la luz de antorchas que iluminaban tallas de santos y mártires. Tuvo que apartar la mirada al advertir que empezaba a asaltarle el miedo.
El frío vespertino provocó contracciones en los muros, que emitían sonidos que semejaban los pasos de un alma errante. Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, acurrucado al abrigo de una manta sobre uno de los bancos.
El pánico le mantenía despierto, sin permitir el merecido descanso, tras un día tan ajetreado.
Con los ojos cerrados, intentaba imaginar escenas agradables que lo ayudaran a superar el terror que sentía. Pero no podía dormir.
Pasada ya la medianoche, se sobrecogió al escuchar de nuevo la llave en la cerradura. Una vuelta primero, y luego dos: parecía abrirse.
—¿Quién es? —preguntó con temblor en los labios—. ¿Quién va? —insistió sin obtener respuesta.
Oyó el relincho de un caballo que piafaba fuera. Se armó de valor, y con una vela en mano que apenas iluminaba, se acercó a la puerta.
«¡Está abierta!», pensó.
La empujó con sigilo. Nadie afuera, a excepción de un caballo ensillado.
Listo para galopar.
Asomaba de la alforja un papel doblado con cincuenta pesetas en su interior y una dirección. Al acercar la vela pudo leerla:
—¡De Barcelona! —exclamó.
Le fue fácil comprenderlo. Estaba a punto de cumplirse su deseo; había llegado su hora, sin esperarlo y con la complicidad de su padre, a quien siempre agradecería tal gesto.
Alzó los ojos y dijo mirando las estrellas:
—Gracias, virgen de la Annunziata.
Cabalgó sin descanso hasta llegar a Lleida, en un viaje inolvidable: era un fugitivo que se había apropiado de una pieza que debía de tener un alto valor; se rebelaba frente al injusto encargo del obispo, para entregarla al mundo entero. Una causa noble.
El caballo quedó atado en una casa de postas cercana a la estación de Lleida. El tren salía a primera hora de la mañana hacia Barcelona. Podría dormir durante el trayecto.
Aquel fue el acontecimiento más trepidante de su adolescencia, que le abrió la oportunidad para iniciarse en una nueva senda vital. La que le llevó, quince años más tarde, a trabajar bajo las órdenes de las más altas entidades culturales catalanas.
Ahora, se le había encargado la extracción y el traslado de los frescos románicos dispersos por todo el territorio catalán, para protegerlos del expolio agrupados en Barcelona.
Misión nada fácil en unos momentos en que los conflictos se habían adueñado de la capital, donde se vivía un dramático choque de ideologías bajo fuertes convulsiones sociales: huelgas de carreteros, sabotajes de trenes, manifestaciones, atentados, asesinatos… La agitada década de los años veinte.