—Ésa, Arnau, ésa es una cruz, creo que es una cruz cátara.
—¿Y qué es eso?
—Es largo.
—Seguro que me lo sabrás resumir.
—El catarismo fue una corriente cristiana que se extendió por Europa durante la Edad Media, en especial en el sur de Francia. Llegó a estar muy arraigada y contó con fuertes lazos con algunos señores feudales. Pero fue considerada herética por la Iglesia, perseguida y aniquilada. Algunos cátaros huyeron a Catalunya.
—Eso no nos lo contaron en las clases de historia del colegio. Nos dieron la paliza con los Reyes Católicos y, sin embargo, esto lo pasaron por alto.
—Sí, claro; muchos hemos tenido que aprenderlo de mayores.
—Pero si insinúas que mi tía era cátara, te equivocas: era muy devota, nunca faltaba a misa.
—Pero fíjate, aparte de la cruz, hay otro elemento que lo corroboraría: los cátaros eran conocidos también como los «buenos hombres» y, mira —señaló la carta—, tu tía la firma como «quien quiere ser una buena mujer».
—Si se les conocía como «los buenos hombres», ¿qué tenían de herejes? ¿Por qué perseguirlos?
—No lo sé, Arnau. Son de esos episodios de la historia que deshonran a la Humanidad. Su doctrina chocaba con dogmas católicos. No interpretaban a Jesucristo de la misma manera. Se centraban en una visión más espiritual de Su mensaje, hasta el punto de que, según ellos, Jesús no murió en la cruz, por lo que no veneraban ese símbolo católico.
—¡Pero si estamos hablando de una cruz!
—Es una cruz distinta a la católica, Arnau. Ésta no simboliza la muerte de Cristo.
—¿Y por eso acabaron con ellos?
—Había más… Era una doctrina
dualista
: el bien en oposición al mal. El mundo, para ellos, era fruto del mal, no obra de Dios. Y nuestro paso por aquí, tras múltiples reencarnaciones, no era sino el tributo para llegar a Dios cuando uno estuviera preparado.
—Pero sigo sin entender por qué tanta crueldad contra ellos.
—En aquella época se vivía mucha presión política. Tras siglos de lucha contra el islam, se consolidaban la mayoría de los Estados europeos. Era fundamental alinearse con la religión. Roma se sintió amenazada al comprobar que los cátaros eran capaces de aglutinar fieles con mayor facilidad, no sólo entre el pueblo sino entre los señores feudales, e incluso la nobleza.
—¿Y eso?
—Predicaban con el ejemplo bajo sencillos valores, en contraposición con la ostentación católica. No quiero cansarte. En definitiva, la mayoría de los cátaros murió en la hoguera.
—¿Quemados? —murmuré con una mueca de desagrado.
—Quemados o pasados a cuchillo, qué más da. Se ejecutó a todos los que no se convirtieron al catolicismo y se destruyó la documentación que sustentaba los cimientos de su fe. Hoy no queda casi nada, y el desconocimiento les ha otorgado una aureola casi romántica.
Tras unos momentos de silencio, pregunté:
—¿Crees que alguien estaría en la actualidad dispuesto a algo parecido?
—No te entiendo.
—Hoy, 4 de noviembre de 2010, ¿crees que alguien mataría por algo así? ¿Piensas que pueda existir aún en este país gente que «ejecute a herejes»?
—Lo dices por la muerte de tu tía. Por supuesto que no. Claro que no, Arnau. Debes liberarte de esta angustia que te persigue. ¡Estamos en el siglo XXI! Nos separa casi un milenio de todo aquello…
De repente recordé palabras de Carola, a quien no quise mencionar.
—Berta —añadí al servirle más cava—, hay quien afirma que no era bien vista en el pueblo por cierta gente, incluso que era objeto de acosos.
—No sé qué decirte, Arnau. Empiezo a pensar que no te seré de gran ayuda —dijo, evasiva—. Esta carta carece de sentido, ¿no te parece? Yo lo pondría todo en tela de juicio… Quizás apuntaría a algún extraño arrebato senil, dicho con el máximo respeto… Yo no le daría más vueltas, Arnau.
—La primera vez pensé lo mismo, pero esa cruz, Berta, vuelve a aparecer en lo que parece ser el objeto de todo este galimatías.
—¿De qué se trata? —preguntó inquieta.
—De pequeño solía jugar en la buhardilla de su casa, a la que ambos denominábamos «la fortificación». Lo escribe en la carta, ¿lo ves? —señalé la frase correspondiente—. Fue allí precisamente donde encontré esto escondido en el interior del muro —dije al mostrarle el pergamino.
—¿Esto?
—Es una copia impresa que escaneé del original.
—Vaya, interesante. Parece muy antiguo. ¿Dónde tienes el original?
—En Uganda.
—Sin él poco podremos avanzar, pero… resulta desconcertante. —Lo analizó con talante profesional—. Es de líneas románicas, por lo que, de ser verdadero, correspondería a los siglos X a XIII. Habría que estudiar el original. Deberías traerlo o pedir que te lo enviaran. Parece muy desdibujado, muy deteriorado.
—He traído un trozo que recorté —dije, mientras hacía oscilar ante sus ojos un pellejo que guardaba dentro de mi cartera.
—¡Qué bruto! ¿Te cargaste un trozo?
—Un apéndice sin importancia que sobresalía de un extremo.
Berta volvió a inspeccionar la hoja con el pergamino impreso. Desgranaba en voz alta sus pensamientos:
—Así es, ahí está de nuevo la cruz, en lo que aparentaría ser algún manuscrito cátaro. Las inscripciones son ilegibles, salvo algún nombre.
Interrumpió el examen, me miró y confirmó:
—Sí, parece una cruz cátara.
—Berta, ¿existen aún los cátaros?
—Bien, se sabe que continuaron en la clandestinidad y que han llegado hasta hoy, en que el catarismo sigue vivo en algunas comunidades. Incluso aquí, en Barcelona, hay una Casa Cátara. De joven, ¿no viste nada en tu tía que te hiciera sospechar de ello?
—Ni idea, Berta. Jamás supe de algo así, ni advertí nada al respecto.
—Perdona que te hable del tema, Arnau: tus padres eran también muy devotos, ¿recuerdas algún comentario relativo a las tendencias religiosas de tu tía?
Berta sabía que una simple evocación tangencial de la memoria de mis padres me produciría un gran dolor, porque su muerte fue atormentada, injusta y cruel.
El olvido jamás se llevará la imagen del adiós último, en ese acto de reconocimiento de los cuerpos descuartizados por otro atentado de ETA; esa vez en el Hipercor de Barcelona.
Algo indeleble que marcó mi vida y con cuyo rescoldo he convivido desde la soledad y la añoranza. Todavía percibo el olor a humo y cenizas, revivo la destrucción y ruina que acabaría por instalarse en mi interior. Jamás puede superarse un golpe así.
Esa tarde de junio de 1987, volvía a casa como cualquier otro día. Mamá no estaba. Habría ido de compras, pensé; jamás hubiera imaginado que se hallaba con mi padre en el hipermercado. No me preocupé hasta que vi por televisión las primeras noticias de la catástrofe, lo que explicaba el porqué de las constantes sirenas que se oían. Murieron veintiún inocentes y se truncaron centenares de existencias más. Porque los atentados no se limitan al momento de la explosión. No; la onda expansiva de esos estallidos se prolonga de por vida. Mi cielo se nubló; era el presagio de la gran tormenta que viviría los dos años siguientes. Solitario, tuve que nadar con dificultad en una metrópoli que, como todas, no parece afectada ni interesada por las miserias personales. Sólo Berta estuvo a mi lado, como lo estaba ahora; aunque aquello enturbiaría también nuestra inmadura relación. No volví a ver el sol hasta mi llegada a Uganda, donde pasé, no sin dificultad, aquella tenebrosa página; sin olvidarla, pero renunciando al rencor o a la venganza.
—Arnau, cariño. ¿Qué ocurre? —preguntó inquieta Berta.
—Perdona. No, no recuerdo que me comentaran nada al respecto. Todos eran creyentes, asistían a misa cada domingo, pero sin más. Aunque… —me quedé absorto, con la mirada clavada en el vacío, para retomar a los pocos segundos la charla—: sí recuerdo que mi padre alguna vez comentó que le incomodaba vivir en el pueblo; como si allí se sintiera observado, oprimido. Quizás ese malestar nos trajera a Barcelona, porque solía mostrarse satisfecho de haberse convertido en un desconocido, en un ser anónimo inmerso en una gran ciudad. Jamás lo entendí y desconozco si podría tener relación con todo esto.
—No sé, pero no quiero que te preocupes más, amor —remató Berta—. Para mí quedaría el círculo cerrado: tu tía, no sabemos si de creencias cátaras, escondía un pergamino de la Edad Media, y por alguna razón no quiso mostrarlo. Quizá para evitar ser considerada hereje. ¡Y ya está!
—Parece fácil para ti, pero hay más. También fue depositaría de una espada constelada; la rescaté del interior de una viga, bajo el techo.
—¿Una espada constelada?
—Sí, Berta, constelada, o también de virtud. Entenderás que todo esto me supera, ¡es nuevo para mí!
—Ya, ¿era Excalibur o tal vez la Tizona, por proximidad? —ironizó.
Le mostré una imagen en el teléfono móvil.
—Mírala. Quizá por todo esto fue perseguida. Algo que se traslada a mí a partir del momento en que me hago con ello. Parece claro, ¿no? La cuestión ahora es conocer por qué todo esto es tan deseado. Aquí es donde necesito tu ayuda.
—¿Sabes que venden espadas de éstas en los mercadillos? —frivolizó—. Arnau, necesitas relajarte. ¡No sabes con certeza que fuera perseguida! Das por hecho lo que no es más que una suposición; y aunque así fuera, ¿te preguntas por qué? Pues porque son antigüedades y nada más. Porque hay muchos profesionales de la delincuencia que están al acecho de piezas antiguas. Siempre ha habido expoliadores, ladrones, extorsionadores. ¡Díselo a la policía! ¿Necesitas tú de eso para vivir? No me fastidies. Eso en el supuesto de que sea tan antiguo.
Berta pretendía con cierto enojo desvirtuar lo que mis dudas y temores habían construido en mi mente.
—¿No te das cuenta? Es la policía la que sopesa la posibilidad de que asesinaran a mi tía y no me lo cuentan. ¿Cómo puedo confiar en ellos? Luego, alguien entra a robar en la casa y a las veinticuatro horas recibo amenazas por lo que había encontrado allí.
Ella permaneció callada.
—Por teléfono, en Uganda, mientras comía. ¿Crees que puede ser sólo por su valor económico? No; tiene que haber algo más, porque, de lo contrario, la solución pasaría por una simple transacción que ni siquiera me han planteado. O quizá sí. —Rectifiqué al momento, al recordar las palabras de Marest: «Espere, señor Miró, porque… sin embargo… creo que podríamos encontrar intereses comunes en otras latitudes. Sí, tengo un cliente interesado en invertir en África»—. ¿Qué querría decir?
—¿De quién hablas? —preguntó Berta aturdida—. ¿Qué me he perdido ahora?
—Nada, pienso en un tipo extraño. Nada.
—¿Has dicho que entraron a robar?
—Sí. Alguien que buscaba exactamente esto —dije con inquietud, señalando el fragmento de pergamino—. Por eso mañana tengo que ir al Valle de Boí. Debo pasar por comisaría.
Berta me abrazó.
—Estás sobrepresionado. Hazme un favor: confíalo todo a la policía y dona el pergamino y la espada a un museo. Así te dejará en paz sea quien sea.
—¿A un museo? Eso lo podría haber hecho mi tía. Como mínimo, antes debería saber por qué no lo hizo.
—Cariño, ya te lo he dicho: no sé si voy a poder ayudarte mucho —repitió al separarse de mí con cierto desconsuelo.
—Oye, si como dices no tienes compromiso alguno, ¿por qué no me acompañas?
—¿Acompañarte adónde?
—A Boí, este fin de semana.
—Ah… Estaría bien, pero he quedado para ver por televisión la visita del Papa a Barcelona. Mañana llega para consagrar el templo de la Sagrada Familia.
—Eso lo puedes hacer también en Boí…
—Tal vez, pero además, mi «indio» no aguantaría.
—¿Tu indio?
—Mi coche. Lo llamo el «indio» porque siempre está en la reserva. No creo que pudiera soportar un viaje así.
Entre risas le indiqué:
—No te preocupes. He alquilado uno… que no puede tildarse de piel roja; más bien todo lo contrario, debe de ser del Séptimo de Caballería, así que no hay problema. Quizás entre los dos podamos encontrar más respuestas y más claras.
—Siempre tan impetuoso… ¿Te has preguntado si quiero avanzar por ahí? Eres el mismo personaje resolutivo y de hechos consumados que conocí. Si te han amenazado, no es a Boí adonde tienes que ir, sino a la policía.
—¿Qué puedo demostrar? Nada: una amenaza telefónica basada en mi palabra. ¿Y qué más? Dos objetos que están en Uganda y que de momento no tengo intención de volver a traer aquí. Quizá complicaría aún más las pesquisas. Anda, Berta, acompáñame, ven conmigo allí, por favor —imploré—. Puede ser interesante ¡y divertido!
Ella sonreía.
—¿Sabes que hice mi tesis doctoral sobre el Valle de Boí?
—No me lo puedo creer. ¿En serio?
—Sí; luego me di cuenta de que quizás había seleccionado ese tema como una manera de sentirme más cerca de ti.
Siguió un beso más.
—¿Y de qué iba? —pregunté.
—Sobre la importancia geoestratégica del Valle de Boí durante la Edad Media.
—Suena muy elevado. ¡Estoy ante una experta!
—La madurez me ha hecho entender que «experto» es aquel que cada vez sabe menos cosas. Como en todas las profesiones, hay dos grupos de historiadores: los que no saben nada, y los que no saben que no saben nada. Y te aseguro que cuanto más investigaba sobre el Valle, más preguntas sin respuesta surgían.
—Vale, vale. Me cansa la falsa modestia, aunque te doy la razón, ¿sabes? El día del fin del mundo, ante el último gran cataclismo, se oirá la queja de un «experto» que afirmará que aquello es técnicamente imposible…
Berta sonrió.
—No habrá ningún cataclismo; este mundo morirá de apatía, de insensibilidad, tal vez de risa; sí, de risa, porque tendemos a hacer de todo un chiste.
—Bien, ahora en serio: me contarás tu tesis durante el viaje, ¿te parece? —ofrecí.
—¡Cómo eres! —exclamó en una clara aceptación de la propuesta.
—Por cierto, como conocedora del Valle, recordarás el famoso Pantocrátor, ¿verdad?
—Sí, claro, por supuesto, el de Sant Climent de Taüll.
—Exacto. En esa obra Jesucristo sostiene un libro, y en él hay un texto. ¿Sabrías decirme cuál?
—Ahora mismo… Sé que hay una inscripción, pero no me acuerdo de tanto…
—¡Me di cuenta con una simple postal!
Ego Sum Lux Mundi
. Las siglas ESLM. ¿Lo ves, Berta? ¡Las siglas del pergamino!