A principios de aquel mismo año, como estudiante universitario, había ingresado en la Academia de Alféreces Provisionales, de donde salió como oficial de Infantería en brevísimo lapso de tiempo.
En la actualidad lucía con orgullo en el pecho la «galleta» negra con la estrella dorada de seis puntas. Según se decía, ya llevaban el luto en la insignia, y la primera paga les servía para costear la mortaja. Y era cierto. Con una mínima preparación militar para mandar tropas en combate, caían como moscas al frente de sus secciones en un alarde de valor y bisoñez.
Llegó a la puerta de la casa. Subió la escalera que olía a orines de gato y sopa rancia, para entrar sigilosamente con la llave que ella le había proporcionado.
Abrió la puerta de la habitación y en unos segundos se despojó de la ropa mojada que llevaba y se quedó completamente desnudo, tal como ella dormía bajo las mantas.
Se pegó a su cuerpo tibio mientras una erección de veinteañero crecía por momentos. La besó en la base del cuello, entre el azabache de su pelo. Subió luego por la mandíbula para mordisquear el lóbulo de su oreja. Ella se dio la vuelta con una amplia sonrisa en los labios, para desperezarse con aire felino.
—Carmen —susurró—, vuelvo al frente y yo…
—No digas nada, Juan —pidió ella mientras le ponía el dedo índice sobre los labios.
Su olor y su sabor le recordaron el aceite virgen de la primera prensada que los jornaleros de su padre le daban a probar directamente en el molino. Recuerdos de niñez y sexo de mujer. Evocaciones.
Lo vio irse desde la ventana de la habitación. Una luz mortecina se filtraba a través de los visillos ajados. Fuera, la lluvia seguía cayendo, trocando en plata los adoquines con rítmico repiqueteo. Esta vez tampoco le había cobrado.
«A la puta carrera», como tradicionalmente se había dicho siempre en la milicia, Juan llegó a Capitanía. Justo cuando las campanas de la catedral daban las nueve.
—A la orden, mi alférez —le saludó con desgana el cabo tomatero de puerta, a la vez que alargaba una mano para solicitarle la documentación.
—Tengo orden de presentarme al coronel Trigueros, del Arma de Artillería —comunicó Juan, con un molesto carraspeo, mientras observaba de arriba abajo al cabo—. Y por cierto, va usted hecho un cerdo. A ver si nos afeitamos y nos quitamos la mugre de las botas, que están más guarras que el palo de un gallinero.
Sin inmutarse lo más mínimo por el negativo comentario sobre su apariencia, el cabo, que estaba lejos de ser un hombre atildado, metió la cabeza en el cuerpo de guardia y llamó a un soldado a gritos.
—Acompaña al alférez al despacho del coronel Trigueros —ordenó a un soldado que apareció arrastrando los pies y que rivalizaba en lo porcino de su aspecto con su inmediato superior.
«Bueno, en el fondo qué más da. Son soldados de oficinas, emboscados. No son de Infantería.» Era un salón suntuoso. Amplio y bien iluminado. Orientado al frente del regio edificio que albergaba la Capitanía de Burgos. Con mullidas alfombras que amortiguaban el sonido de las botas y absorbían el ruido de sables.
Una pulida mesa de reuniones rectangular ocupaba el centro. Presidía el conjunto un enorme óleo del general Franco con bruñida armadura y capa blanca. Sobre el hombro campeaba en escarlata la Cruz de Santiago. A su espalda, un crucifijo dominaba la escena. Una alegoría medieval de una nueva cruzada contra la herejía. No en vano, el 6 de julio de 1937 se había firmado una carta colectiva del episcopado español que daba apoyo incondicional a la sublevación nacional.
«El jodido generalito podía haber salvado a José Antonio —pensó—. Estaba en la cárcel de Alicante. Hubiera sido fácil llevar a cabo un golpe de mano en una ciudad costera como ésa, frente a indisciplinados milicianos. Cualquier falangista habría dado un paso al frente para formar parte de la misión —se decía con la mirada clavada en el retrato—. Pero no. El Fundador le resultaba incómodo al gallego.»
Franco no movió un dedo y José Antonio, con tres luceros en el pecho que le distinguían como Jefe Nacional de Falange Española, amigo también de Federico García Lorca, murió fusilado contra una tapia el 20 de noviembre de 1936. Asesinado. El Ausente. Los había dejado a todos un poco huérfanos. Mucho costó entre los camaradas mantener la disciplina y permanecer leales al Alzamiento. Lo primordial era ganar la guerra; luego, ya se vería.
Juan Álvarez de Hinojosa no sólo sospechaba el origen de la molestia en la garganta, sino que tenía la certeza absoluta de cuál era su causa.
Con un potente gargajeo, un pelo del coño de la sevillana se le vino a los labios. Lo extrajo delicadamente con índice y pulgar, mientras lo observaba con ojo crítico a la grisácea luz que entraba por los ventanales. No era, desde luego, el primero que veía.
En ese momento hizo su entrada en la estancia el coronel Trigueros seguido de otra persona.
—¡A sus órdenes, mi coronel! —gritó el oficial al cuadrarse, mientras, con habilidad de prestidigitador, adhería la muestra de vello púbico en la brillante superficie de la mesa.
El coronel Trigueros era bajo y recio. Un vasco de Baracaldo, tipo jovial que en sus mocedades había sido un buen jugador de fútbol. Un defensa marrullero, por más señas. En la actualidad, su afición a los placeres de la mesa y cierta tendencia a la molicie le habían hecho perder su otrora envidiable forma física.
—Descanse, alférez; no vamos a ganar la guerra a taconazos —le dijo con una sonrisa divertida, mientras le palmeaba el hombro al pasar, para dirigirse hacia unos sillones que se encontraban al fondo de la sala.
Nada tenía que ver con el coronel la figura que le seguía a grandes zancadas.
Alto. Desgarbado. De pelo escaso. Absolutamente miope. Con unas gafas de gruesos cristales verdes donde sus ojillos malévolos se agitaban como peces en una pecera: monseñor Fernández Alonso, recién llegado de Roma, donde hasta el inicio de la contienda había servido en diversos dicasterios, para al final encontrar su lugar y vocación en la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Vestía ropa talar ribeteada en morado, de acuerdo con su dignidad eclesiástica, pero, a la vez, lucía en el pecho dos estrellas de ocho puntas. Monseñor Fernández Alonso, teniente coronel castrense. Por la gracia de Dios.
Con un gesto, el coronel Trigueros indicó que se sentaran en torno a una mesa de café.
—Alférez, se trata de una misión un tanto particular. Deberá ayudar al páter a encontrar a una mujer. Al parecer, se encuentra de servicio como enfermera en la recién liberada Huesca —le explicó el vasco mientras le tendía una foto en que una joven, casi niña, aparecía señalada con una aspa roja—. No se ha significado negativamente durante la guerra. Al contrario: atendía heridos en un hospital de campaña. Ahora continúa de enfermera, pero con los nuestros.
—Ésa no es la cuestión —interrumpió el eclesiástico con brusquedad las explicaciones de Trigueros—. Es un asunto de la Iglesia. La obligación del alférez es darme escolta hasta la mujer. Nada más. El resto es de mi exclusiva competencia. Confidencial. Las órdenes, y usted bien lo sabe, coronel, vienen de lo más alto.
Molesto por la interrupción y el tono, el coronel Trigueros se rebulló incómodo en su sillón.
—Si me permite continuar, monseñor, le recuerdo que aún le supero en grado, vengan de donde vengan sus órdenes.
Una imperceptible sonrisa asomó a la comisura de los labios de Juan, al observar que el semblante del sacerdote se ponía rojo como la grana.
—Mira, alférez —prosiguió Trigueros para pasar a tutear con camaradería a su subordinado—, el mando militar de la operación te corresponde por entero, por más que monseñor Fernández Alonso sea al parecer teniente coronel —dijo, a la vez que miraba de soslayo al religioso, cuyo rostro había pasado del carmesí a un morado que hacía juego con los ribetes del hábito—. Caritat Solell, que así se llama la chica, cuenta unos veinte años. Lo único que ha hecho es tratar de evitar sufrimiento, como lo hace ahora con nuestros soldados heridos, y a estas alturas de la guerra no sé para qué la quieren interrogar, pero tú y yo somos soldados y, por lo tanto, la disciplina nos obliga a obedecer —terminó mientras pasaba la yema del índice para quitar una mota de polvo inexistente de su Cruz Laureada de San Fernando, una de las muy escasamente concedidas en la contienda.
—A la orden de usía, mi coronel —contestó mientras erguía el torso incluso sentado.
—Tendrás a tus órdenes la sección que mandabas en el Ebro; bueno, lo que queda de ella, que es a duras penas un pelotón —rectificó Trigueros con pesar—. Iréis en un camión con el páter hasta Huesca, localizaréis a la chica y volveréis con ella a Burgos después de que monseñor Fernández Alonso la haya interrogado. Ésas son las órdenes que he recibido y que te traslado.
Trigueros se puso en pie y le tendió la mano, para desearle buena suerte con un franco apretón.
El pelotón, su pelotón, estaba en el patio de armas. Cargaban el camión bajo la lluvia persistente.
Al ver al oficial que se dirigía hacia ellos, el cabo primero de la unidad mandó formar.
—¡Atentos en descanso! ¡Firmes!
Salvó en tres zancadas la distancia que le separaba del oficial, que a su vez se había detenido para esperar las novedades, y mientras se cuadraba con un taconazo, gritó:
—A la orden, mi alférez. Sin novedad en el pelotón. Forman ocho soldados y dos cabos.
Contestó el saludo.
—Muchas gracias, primero Sánchez. Mande que rompan filas.
—Ajuera, qué duro fue aquello. Pensaba que no lo contábamos —comentó Juan mientras se abrazaba con el cabo primero Sánchez y con el resto de su unidad, todos veteranos de la sangría que ambos bandos sufrieron en la batalla del Ebro.
—Y tu herida, Juan, bien, ¿no? —se interesó Sánchez—. Veo que sigues con esos andares de señorito andaluz —comentó entre risas, a la vez que visiblemente emocionado por el reencuentro.
Ajuera, el cabo primero tuerto.
Granadino como Juan. Alto, delgado y con piel cetrina como el cuero. Se había iniciado como novillero, para desembocar en una incipiente carrera como matador de toros. Componía más o menos bien la figura en los ruedos, aunque había que asumir que lo que le faltaba en arte le sobraba en valentía.
«Mancharé el traje de luces de sangre, pero no de mierda», les decía a los aficionados en gráfica alusión escatológica a su ausencia de miedo.
Una tórrida tarde de abril en Sevilla, en la Maestranza, la catedral del toreo, José Sánchez Moraleja, porque aún era conocido así el futuro cabo primero, toreaba un quinto toro de cerca de quinientos kilos.
Al iniciar la labor de capa se lo llevó a los medios, porque parecía que el morlaco tenía allí querencia. Paró, templó y mandó en un impresionante natural, sin poder evitar que a la salida del pase, el toro, de nombre Resabiao, levantara la cabeza y con el pitón izquierdo le vaciara el ojo derecho, que quedó colgado de la órbita, como un péndulo que le rozaba la mejilla a cada paso que daba.
Cuando se acercó al burladero para lavarse la sangre que ya le chorreaba por el traje de luces, los peones de brega y los monosabios indicaron al maestro, con el mayor tacto posible, el deplorable estado de su ojo y que, sin ser médicos, tenían claro que no se encontraba en el lugar que debía.
—Ah, ¿esto? —contestó el diestro al señalar el globo ocular, que en aquellos momentos rebotaba contra su pómulo con sonido húmedo—. ¡Ajuera desperdicios!
De un tirón seco se lo acabó de arrancar, y lo lanzó por encima del hombro izquierdo, a fin de conjurar la desgracia como el que tira sal; momentos después caía desplomado en la arena.
De ahí su apodo.
Emprendieron ruta aquella misma mañana, en dirección a Logroño. Eran las doce, la hora del Ángelus, que recordó solemne monseñor Fernández Alonso al bendecir al pelotón, ante la indiferencia general.
En la cabina del camión se apretujaban el alférez y el conductor. Entre ellos, con uniforme de campaña verde oliva oliendo a nuevo y que había trocado por su sotana, el enviado de Roma.
El camión resoplaba al serpentear por una carretera ya mala de por sí, pero que los estragos de la artillería y las bombas de aviación de pasadas ofensivas, de uno y otro bando, habían convertido en infame. En continua reparación por unidades de zapadores y brigadas de prisioneros de guerra trabajando a pico y pala, la ruta era la arteria principal que suministraba sangre, músculos y munición al Ejército del Norte, que debía lanzarse sobre lo que quedaba de Cataluña para lograr el desmoronamiento del ejército de la República.
Alcanzaron los arrabales de Logroño al anochecer. No podían avanzar más, y vivaquearon en una granja semiderruida en la ribera sur del Ebro. A pesar de que La Gloriosa, la fuerza aérea republicana, era apenas una sombra de lo que fue, no era prudente circular con los faros del camión encendidos, por más enmascarados que éstos estuvieran y por más lejos que se encontrase la línea del frente.
Nada más inspeccionar lo que quedaba de la edificación, monseñor Fernández Alonso decidió ocupar la única alcoba que quedaba en pie en el piso superior del edificio. Por su parte, Juan y el resto del pelotón se acomodaron como pudieron entre los renegridos muros de lo que en su día fue el salón de la casa.
—A pesar de que estamos lejos del enemigo, quiero guardias de dos hombres, con tres imaginarias de tres horas y diana a las seis —ordenó Juan al Ajuera—. No me fío de las partidas de guerrilleros, y tenemos una misión.
—A tus órdenes, Juan —contestó lacónico el primero.
—¡Alférez! Mándeme un soldado aquí arriba y que me lustre las botas. Las quiero listas antes de la cena —gritó monseñor Fernández Alonso.
—Páter, no se preocupe por un poco de barro —respondió el oficial tras levantar la mirada en dirección al lugar de donde provenía la voz—. En campaña no es preciso llevar las botas limpias; después de todo, no estamos en los salones de Capitanía, sino en un páramo perdido de las afueras de Logroño.
—Me trae sin cuidado lo que haga usted con sus botas, pero yo las quiero limpias. Me manda inmediatamente un soldado, que será mi asistente —insistió con altanería Fernández Alonso, alzando más aún la voz.
—Monseñor… con todos los respetos o sin ninguno: las botas se las limpia cada uno. Estos hombres pertenecen a la mejor infantería del mundo. Son soldados, no criados. La patria les puede exigir que den la vida en combate y lo harán con más o menos gusto, o con más o menos reticencia, pero no que limpien la porquería de otro. Además, la decisión de no cargar con servicios innecesarios a los hombres en el curso de una operación es de índole militar, y por tanto únicamente me corresponde a mí.