—Carola, ¿recuerdas lo que viste en mi habitación la otra vez? Aquel grabado antiguo.
—Sí, claro. Lo recuerdo. ¿Y? —dijo mientras empezaba a distribuir servilletas en cada mesa.
—Dijiste que era de las cosas que no gustaban a cierta gente del pueblo —añadí mientras la perseguía.
Se detuvo y me miró a los ojos.
—Cierto. ¿A qué viene eso ahora?
—Bueno, tenías razón. Ahora que lo tengo yo, recibo los acosos que mi tía tuvo que soportar.
—Arnau —Carola depositó todas las servilletas sobre una de las mesas y se dejó caer en una silla—, ten mucho cuidado, pero con valor. Defiende la memoria de tu tía: era una persona extraordinaria.
Debo admitir que me sorprendió ese carácter luchador, en actitud antagónica a la de Berta.
Prosiguió cabizbaja:
—Recuerdo que siempre me recomendaba libros, y luego comentábamos su lectura. —Miró en derredor y añadió—: Ella hubiera querido que convirtiese mi bar en uno de esos donde hay librería para los clientes, pero en un pueblo no creo que eso funcionara.
—Carola, te ruego que seas sincera. ¿Comentaste con alguien lo que viste? ¿Dijiste a alguien que yo tenía ese pergamino?
—En absoluto. ¿Crees que voy contando por ahí mis historias personales?
—Lo que creo es que quienes entraron a robar en casa de mi tía buscaban eso: el pergamino. Dame nombres, Carola. Estoy amenazado. Dime, ¿quién acosaba a mi tía?
—No me jodas, Arnau. Tú te irás y yo me quedaré aquí. Además, eran comentarios genéricos. No sabría concretar en nadie, aunque… sí, hay una persona que quizá pueda ayudarte.
—¿Quién?
—Mosén Jaume. Ya te comenté que se tenían mucha confianza. Siempre hablaban y hablaban… ¡tanto que daban que hablar! Hoy, a pesar de ser sábado, vendrá para celebrar misa a las doce. Una hora antes siempre se toma un café en el bar. ¿Por qué no aprovechas y charlas con él?
—Bien. Sí, eso estaría bien. Gracias. Ahora, debo marcharme. ¡Nos vemos luego!
Nos despedimos con un cálido beso.
—¡Me llamo Carola!
—¿Por qué siempre te despides así? —pregunté, a lo que se encogió de hombros, sin abandonar su sonrisa.
La ascensión hasta Taüll se me hizo costosa por el esfuerzo, el sudor y las evidentes dudas sobre Berta: los cimientos de un grueso muro que otra vez se alzaba entre los dos. Consideré, no obstante, que no sería inteligente mencionar por el momento su visita secreta al Valle.
Al llegar a la habitación, entre la sobresaliente versión de
Don't miss you at all
, de Norah Jones, aprecié todo el desnudo esplendor de Berta desparramado sobre las sábanas. Esperaba mi llegada con una insinuante mirada desde sus negras pupilas, que ahondaron en mí.
La besé y le dije con cariño que en ese momento me sentía agotado de tanto deporte.
—No te morirás por un par de kilómetros más. Dúchate y ven aquí a relajarte.
—¿Y tus firmes obligaciones como católica? ¿Dónde han quedado tus rancios principios?
Nos regalamos un placentero baño con sales, del que tuve que salir sin disfrutarlo al oír que alguien llamaba a mi móvil.
Fue a partir de entonces cuando tomé plena conciencia de que nuestras vidas se hallaban próximas al precipicio.
IDENTIDAD OCULTA
, rezaba el cristal líquido, lo cual debía corresponderse con una llamada de Uganda.
—Miró —contesté con mi escueto saludo, habitual al desconocer el idioma de mi interlocutor.
Me quedé estupefacto al oír de nuevo la misma voz sintetizada de días atrás, mientras veía cómo mi triste y aturdida estampa, desnuda y quebradiza, se reflejaba en el espejo del vestidor:
Ahora escucha. Sólo escucha porque no lo repetiré. Sé que estás en España. En cinco días, exactamente el próximo jueves, se alojará en el hotel Kabalega un buen amigo, bajo el nombre de Michel Raymond. Recuerda: Michel Raymond, el jueves. Le daréis la habitación número catorce. Dentro del frigobar deberá estar lo que encontraste en la buhardilla de la casa de tu tía. ¿Entiendes? Si nada falla, olvidaremos tu paso por esta historia. Si por alguna razón Michel no consigue su objetivo, vamos a ir a por ti, aunque antes dejaremos huella en el hotel, sin olvidar a tu estimado Moses Onoo, y por supuesto, a tu encantadora Berta. ¿Has entendido?
—¿Quién coño eres? —respondí irritado, aunque el anónimo cortó la comunicación.
—¿Quién es? —preguntó Berta desde el baño, al oírme alzar la voz.
—Nadie, se han equivocado —mentí de nuevo.
Dejé caer el teléfono sobre la cama, doblé los brazos y agarré mi cabeza por la nuca.
Alcé la mirada para comprobar cómo mi desesperado semblante seguía reflejándose abatido en el espejo. Todo adquiría una nueva dimensión. Apenas podía respirar.
Abrí el ventanal y aspiré aire fresco, tras lo que percibí unas risitas desde la calle. Provenían de unas adolescentes. Corrí las cortinas a toda prisa y me quedé asido a ellas, para buscar ideas entre sus plisados.
«Moses», pensé. Le estoy metiendo en un serio problema. «Pero ese hijo de puta, ¿cómo sabe su nombre?» Intentaba ordenar conceptos. «¿Y el de Berta…? ¿Cómo se habrán hecho con el nombre de Berta?» Mi mente estaba bloqueada.
Corrí hacia la mesilla y escribí en un papel todo lo que pude recordar de la nueva amenaza: «Jueves. Michel Raymond. Habitación 14. Frigobar. Moses y Berta». Escribí con apremio. «No ha mencionado la palabra pergamino ni nada similar. Se ha referido a
lo que encontraste
», pensé.
«No sabe lo que hay», me dije. «No sabe de qué se trata, pero sabe que no lo llevo conmigo. Sabe que estoy en España y lo quiere recoger en Uganda.» Algo que me invitaba a confiar en quienes sí sabían del pergamino, en concreto, en Berta y en Carola.
Mientras Berta seguía en el baño, dispuse de unos momentos preciosos para ordenar mis pensamientos.
En contra de lo que había creído, me enfrentaba a una organización con recursos. Sólo profesionales del delito podrían amenazar con credibilidad a una persona en Uganda y al mismo tiempo a otras en España, entre las que se hallaba Berta, mientras yo la tenía, qué paradoja, como sospechosa por un puñetero té rojo. Me froté los ojos e intenté pensar rápido.
Calibraba todas y cada una de las posibilidades con la necesaria prisa al oír que Berta salía de la bañera. «Para cualquiera que llame al hotel resultaría fácil hacerse con el nombre de Moses —meditaba—, pero el de Berta… Cómo podían conocer su identidad… Berta, Berta… mencioné su nombre al sargento Palau, a quien le di también mis datos de contacto en Uganda. Él sabe de la existencia de algo escondido.»
—Es el sargento —murmuré.
En cualquier otro caso, el nombre de Berta sólo lo habría podido conocer alguien que me hubiera vigilado de cerca. Sólo pudo haber sido en el aeropuerto, a sabiendas de que yo llegaba, tras seguir el rastro de la persona que me recibió, por la matrícula de su coche.
—No puedo confiar en la policía, es evidente.
Se abrió de nuevo el grifo. Berta seguía acicalándose. No por mucho tiempo.
Había que actuar con la máxima prudencia. El móvil. Para esa gentuza sería tarea fácil mantenerlo intervenido. Debería restringir las llamadas y ser cauteloso con el contenido de los mensajes.
—Cariño, ¿qué te parece si esta mañana pasamos por el cementerio? Me gustaría despedirme de alguna manera de tu tía —anunció Berta al aparecer ante mí envuelta en el albornoz—. ¿Te pasa algo? Tienes mala cara.
—Problemas en Uganda.
No quise preocuparla, ¿para qué?, aunque ello me obligaba a darle una sutil protección, que no levantara sospechas.
—¿Esa llamada? ¿No has dicho que era una equivocación? ¿Qué ocurre?
—No. Bueno, han vuelto a llamar. Dificultades administrativas en el hotel —la abracé—. Tranquila, nada que no pueda resolverse. Pero tendré que mantenerme conectado. Bonita la idea de ir al cementerio, pero antes quisiera hablar con una persona —repuse mientras me abotonaba la camisa.
—¿Con quién?
—Con el mosén; parece que era una persona cercana a mi tía y podría aclararnos temas. Creo que a media mañana podemos encontrarlo en el bar de la plaza, antes de que celebre la misa.
—¡Qué pesado eres! ¿No te prometí que hablaríamos con el profesor Puigdevall?
—Sí, por lo del pergamino; con el mosén quiero hablar sobre mi tía —repliqué irritado.
—Bien, de acuerdo. Hablamos con el mosén, vamos a misa y luego al cementerio. ¿Te parece bien? —propuso Berta.
—¡Vaya planazo! ¿A misa? —pregunté con extrañeza—. Bueno, ve tú si quieres, yo hace mucho tiempo que no recurro a este tipo de seudoterapia.
—¡No blasfemes! —gruñó, airada.
—¡Berta, continúas como en nuestra juventud! Perdona, no quería ofenderte.
—¿Y tú? ¿Dónde han quedado tus creencias?
—En estos momentos, mi única fe se basa en creer que a pocos metros de aquí nos espera un buen desayuno —manifesté extenuado al derrumbarme en el sillón, a la espera de que ella acabara de vestirse—. Bien, es posible que ya no participe de tu misma religión. Para mí, el tiempo también ha pasado, ¿sabes?
—Me entristeces, Arnau. Me apena mucho lo que oigo. Dios y la religión son importantes en mi vida, y me gusta saber si también lo son para las personas a las que quiero.
—Me resulta complicado creer en Dios: he presenciado las peores salvajadas que el ser humano puede concebir. Ahora no tengo cabeza para hablar del tema, pero como veo que tú sí, ¡ve y dile a un niño con la pierna amputada por una mina que crea en Dios!
—¡No me grites!
—Perdona.
Había convertido a Berta en víctima de mi propio estrés. Ella, sin embargo, interpretaba que mi cólera emergía de mis dudas religiosas.
—Te lo ruego, Berta. No quiero discutir. Además, hace ya tiempo que decidí que ése no es mi problema. Permíteme sólo decirte algo: si en realidad existiera, creo que Dios se sentiría avergonzado de su Creación, y en especial de algunos de los que obran en su nombre.
—Pero ¿qué dices? Desconoces cuánto bien hace la Iglesia en el mundo. No tienes ni idea. Deberías saberlo, tú que vives en África.
—No me fastidies.
Berta permaneció en silencio unos instantes.
—Tú eres de esos a los que les gusta simplificar al máximo para meterse en el bolsillo un montón de ideas y conceptos, un sabelotodo que está por encima de una legión de pensadores que invita a seguir el camino de la palabra de Dios.
—Basta, Berta, te lo ruego. Lo último que quería era tener una discusión de índole religiosa aquí y contigo.
Fue una tensa espera hasta que Berta estuvo lista. No paraba de recibir en su móvil constantes llamadas y responder a ellas, algo que me preocupaba por si estaba intervenido.
—¿Otra vez? ¿A cuántos vas a llamar?
Berta hizo un gesto de desagrado y se metió en el baño de nuevo con el teléfono.
Con el fin de relajarme, salí al balconcillo de la habitación. Llegaba desde lo lejos una bella y triste melodía; un golpe de viento trajo mejor las ondas y reconocí la canción,
Première rencontre
, de Françoise Hardy.
—Dios —balbuceé—, parece sonar aposta.
Me encontraba cerca del desequilibrio. Acostumbrado a la cadencia africana, demasiados acontecimientos se sucedían a un ritmo trepidante. Y volví a sentir el deseo de abandonar.
—Hola Carola, ella es Berta; Berta, Carola.
Se saludaron con mirada recelosa.
—Disculpadme. —Berta abandonó el bar e hizo un gesto con el móvil en la mano, con la excusa de una llamada telefónica.
—Ahí tienes a tu cura. Ya le he adelantado que quieres hablar con él.
Sentado en una mesa, parecía muy concentrado. Escribía notas en un papelito.
—Buenos días, mosén.
—Buenos días —correspondió con una cálida sonrisa al estrecharme la mano—. Supongo que eres Arnau, el sobrino de la señora María Miró.
—Así es.
—Celebro conocerte. Tu tía me habló mucho de ti, Arnau.
Al decirlo, le parpadearon los ojos, y al momento se incorporó y me abrazó con hondo sentimiento, ante mi sorpresa.
—A pesar de la distancia y la desconexión entre vosotros, tu tía te quería mucho —asentí con gesto afligido. Él continuó con su lenta pero profunda dialéctica—. He lamentado mucho su pérdida. El mundo necesitaría más personas como ella. —Me indicó una silla y me invitó a tomar asiento—. Me ha dicho Carola que querías hablar conmigo.
—Sí, y la verdad es que no sé por dónde empezar.
En ese momento apareció Berta, que tomó también asiento con nosotros.
—Os presento, mosén Jaume, Berta Hernández.
—Disculpad —se excusó el cura al recoger sus anotaciones—. Escribía la homilía para el evangelio de hoy. Me gusta hacerlo, dar un toque personal e improvisado a las misas… —finalizó, tras lo cual colocó un papel dentro de una Biblia.
—Si lo prefiere, podemos quedar luego —sugirió Berta.
—Bien, decidme en qué os puedo ayudar. Si veo que necesitamos más tiempo, podríamos vernos después de misa. Entonces dispondré de todo el tiempo para vosotros.
—Creo que será lo mejor —indiqué—. No es breve el asunto que me trae a usted, y… —me interrumpí unos segundos para buscar las palabras adecuadas.
Carola nos observaba desde la barra.
—Desde que mi tía murió, sufro ciertos acosos que me inquietan; Carola me dijo que usted quizá podría ayudarme.
—¿Acosos? ¿Qué tipo de acosos? —preguntó el mosén.
No era mi intención, al menos de entrada, detallar en exceso, por lo que no profundicé.
—Desde actitudes extrañas por parte de determinadas personas hasta el robo que el otro día se perpetró en la casa de mi tía. No sé, la posibilidad que estudia la policía de que mi tía no muriera de manera accidental, es decir, que la asesinaran… Sé que usted y mi tía tenían una buena amistad. Sólo quisiera encontrar respuestas a los muchos años que nos separaron. Saber lo que ocurrió y entender por qué…
—Comprendo. Sí —convino el mosén—, creo que esto puede llevarnos un buen rato.
—Mosén, ¿ofició usted el funeral de la señora Miró? —terció incisiva Berta.
—Sí —respondió, conciso.
—Tenemos una inquietud —prosiguió Berta—: ¿por qué en su tumba hay lo que parece ser una cruz cátara?
—Bueno, queridos, lo que pensaba: creo que necesitamos tiempo para una larga charla, así que, si no os importa, sería mejor quedar después. ¿Vais a asistir a misa?