—Por supuesto. Bueno, yo sí —contestó Berta con evidente disgusto.
Al verme observado, tuve que confesar:
—A mí me tendrá que disculpar, pero hace algún tiempo que dejé de practicar.
—Bien, no practicas, pero ¿eres creyente? —preguntó el mosén con su benévola sonrisa de siempre.
—Lamento decirle que no.
Berta giró la cabeza airada y miró hacia el exterior.
—¿Por qué, Arnau? —inquirió el mosén.
—Bueno, no hemos venido a hablar de eso. —Tras unos segundos en que el mosén y Berta esperaban de mí una contestación, me vi obligado a añadir—: Supongo que he vivido de cerca demasiadas penurias en África que han hecho que lo reconsiderara todo. Sí, todo lo sometí a análisis, y en las respuestas no he hallado a Dios.
Por unos momentos sólo habló el silencio, mientras el mosén asentía una y otra vez con la cabeza, para al fin afirmar:
—Jesucristo nos concedió un don maravilloso: la libertad. Su uso no depende de Dios, sino del hombre.
Ante mi mutismo, el mosén continuó:
—Es el hombre quien administra sus actos, quien se salva o recibe la condenación eterna.
—Disculpe, mosén, usted no se merece mis reproches, y tampoco de eso veníamos a hablar. Lo siento.
—No tienes que disculparte de nada —objetó el cura—. ¡Sólo faltaría! ¿"Sabes? Te pareces a tu tía. A menudo teníamos charlas similares, aunque ella sí creía firmemente en Dios. Veo que tienes tus fundamentos, aunque me reservo para luego también ofrecerte mi visión de la fe —comentó permisivo ante la perplejidad de Berta.
—Arnau, sólo diré ahora que es difícil que nuestra mentalidad pueda entender las razones divinas. Y además… —meditó unos segundos—. ¡Fíjate! Esta conversación viene como anillo al dedo para el evangelio de hoy; léelo, por favor —pidió mientras me acercaba la Biblia abierta por la página donde había insertado el escrito de su homilía.
Evangelio del día 6 de noviembre
En busca de la oveja perdida
Evangelio según san Lucas 15,1-10.
Se acercaban a Él todos los publícanos y pecadores para oírle, y los fariseos y escribas murmuraban, diciendo: «Este acoge a los pecadores y come con ellos».
Les propuso esta parábola, diciendo: ¿Quién habrá entre vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve en el campo y vaya en busca de la perdida hasta que la halle? Y una vez hallada, la pone alegre entre sus hombros, y vuelto a casa convoca a los amigos y vecinos, diciéndoles: «Alegraos conmigo, porque he hallado mi oveja perdida». Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia. Y les dijo también: ¿o qué mujer que tenga diez dracmas, si pierde una, no enciende la luz, barre la casa y busca cuidadosamente hasta hallarla? Y una vez hallada, convoca a las amigas y vecinas, diciendo: «Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido». Tal os digo que será la alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia.
Al leerlo, vi de reojo cómo rompía en pedacitos la homilía que había preparado.
—Voy a rehacerla; hoy te la dedicaré, Arnau —comentó con satisfacción—. Y si os parece, nos vemos aquí mismo después de misa.
—Será un placer —respondí.
—Gracias por su tiempo —añadió Berta cuando nos levantamos de la mesa para permitir que el sacerdote pudiera concluir su trabajo.
Dimos un pequeño paseo por las callejuelas de Boí, hasta que llegó la hora.
—Y bien, ¿irás a misa? —me preguntó de nuevo Berta.
—No, Berta. No iré.
—¿Ni con la homilía dedicada? ¡Desagradecido!
—Me estoy hartando ya —contesté con brusquedad.
—Por suerte, no he llegado aún a tus conclusiones metafísicas —me dijo al entrar en la iglesia.
Volví al restaurante de Carola.
—¿Qué desea el señor?
—Déjate de tonterías, Carola. Por segunda vez he recibido una amenaza; y no sólo yo, también Berta y mi hombre de confianza en Uganda: ¡mi hermano! Ninguno de ellos sabe nada aún.
—¿Qué te ha dicho el mosén?
—Poca cosa. Nos veremos aquí después de misa. Tampoco le he contado mucho…
—¿Y en qué puedo ayudarte? Dime, ¿qué puedo hacer yo? —se ofreció, aturdida.
—No sé, te lo agradezco de veras. Oye —se me ocurrió—, déjame hacer una llamada.
—¿Y tu móvil?
—Podría tenerlo pinchado.
Fue una larga charla con Moses para prevenirle de la situación y darle las indicaciones pertinentes. A pesar de sus intentos, Carola, que no habla inglés, no pudo fisgonear. Mi amigo me tranquilizó. Moses, como superviviente de tantos trances sufridos, sabía a la perfección qué había que hacer.
Me senté en una mesa junto al ventanal del bar, desde donde se contemplaba la iglesia. Confirmé los billetes del viaje de vuelta a Uganda. El primer vuelo disponible despegaba el martes y ello me permitiría estar en Butiaba el jueves.
Carola se sentó a mi lado.
—Se te ve cansado —murmuró mientras acariciaba mi mano, que reposaba sobre la mesa. Le correspondí.
—Cansado es poco. Me siento agotado, Carola. Hecho un puñetero lío. Ahora sólo pienso en llegar cuanto antes a Uganda.
—No te quedarán ganas de volver, ¿verdad?
No hubo respuesta. Su caricia ascendió por el brazo hasta la nuca.
—Piensa en ti, Arnau. Quiero que te cuides.
Seguí mudo, fijo en una abstracta contemplación tras el ventanal.
—Arnau, sé sincero: ¿confías en esa chica?
Alcé la mirada hasta encontrar la de Carola, que me retaba, penetrante.
—¿Confías? —repitió.
—Ya te lo he dicho: estoy hecho un lío, Carola.
—Dijiste que «todo es siempre posible», ¿recuerdas? ¿Y ahora?
No dejé de mirarla al decirle:
—Ahora quizá algo empiece, y todo sea posible… aún.
Nos besamos con ternura, y ella se levantó y volvió a sus quehaceres.
De nuevo miré el paisaje sin ver nada en concreto, concentrado en un vacío absoluto.
Transcurrieron unos minutos desde que las campanas tocaran los tres cuartos. Consulté mi reloj: las 12.48, justo cuando los fieles empezaban a salir de la iglesia.
Berta se encontraba entre ellos. Se acercó. A cierta distancia, hizo señas para que saliera a su encuentro.
—Bien. ¿Y la homilía? —acepté en tono condescendiente.
—No sé. Nos la habrá dedicado, pero no he advertido que tuviese ninguna relación con nosotros.
Las campanas empezaron a doblar, lo que Berta aprovechó para continuar con mi martirio.
—Como te comenté, allí se alzaba el castillo de Boí —dijo al señalar un montículo rocoso—, que en su día conectaba con la iglesia mediante un puente levadizo.
—Sí. Lo sabía.
—El puente —prosiguió— supone toda una alegoría de los pactos entre militares y clérigos. Este campanario fue en su día el más alto del Valle; ahora lo es el de Taüll, con siete plantas. Aquí lo reconstruyeron con menor altura tras quedar maltrecho en la caída del Valle, puesto que a partir de ese momento ya no iba a servir como puesto de vigilancia militar. —Berta me sonrió—. Junto con los campanarios de Erill y el de Sant Climent de Taüll, trazan una línea recta perfecta. ¿También lo sabías?
Negué con la cabeza, y prosiguió:
—Hay quien sostiene que se erigieron así como muestra de fidelidad al Papa, ya que la proyección de esa línea señalaría a Roma.
—Interesante. ¿No tarda mucho el mosén? —admití sin prestar demasiada atención, abstraído en mis problemas.
—Mira en el bar, quizá sin darnos cuenta ha entrado de nuevo —supuso Berta.
Al cabo de unos minutos volví a la plaza e hice un gesto de negación.
—Vayamos a la iglesia, tal vez ha habido un malentendido y nos espera dentro.
Cruzamos la plaza, que estaba ya desierta, como el interior del templo. Dentro se filtraban tenues rayos de luz en un ambiente de neblina lúgubre, que descubrían tallas con severas imágenes de santos y mártires. Flotaba un extraño aroma de ceniza e incienso. A medida que avanzábamos hacia el altar, el aroma se tornaba en hedor que luego se transformó en honda pestilencia, cuyo origen incuestionable era una densa nube de humo procedente de la sacristía.
Berta se cubrió con un pañuelo la nariz y, con gesto de desagrado, nos miramos extrañados por el nauseabundo olor.
Cruzamos el altar con paso lento y respetuoso. Ella hizo una genuflexión; yo, no. La repulsiva y fétida pestilencia era cada vez más identificable: se asemejaba a los efluvios que desprende la piel de pollo al fuego.
El portón de la sacristía se encontraba entreabierto; se advertía un hogar encendido, aunque no distinguíamos si ése era su origen. Golpeé con el puño un par de veces.
—¿Mosén Jaume?
Nadie contestó.
Repetí los golpes. Tampoco hubo respuesta. Empujé con cautela la puerta, que se abrió. Un torrente de luz me cegó, lo cual me impidió conocer el motivo por el que resonó un grito desgarrador de Berta, que quedó aterrada. Retrocedió con pasos atolondrados hasta apoyarse en el altar. Esquivé los rayos solares y observé un cuerpo en el suelo.
—¡Dios mío! —exclamé.
Al acercarme, sólo su sotana pudo confirmarme que aquel cuerpo correspondía al mosén. Su rostro aparecía deformado. Despellejado y ensangrentado, aún humeaba, como si le hubieran arrojado algún tipo de ácido. Sus ojos desorbitados habían estallado; exudaba secreciones viscosas, que también emanaban de los diversos orificios y perforaciones que había sufrido. Aquel rostro lacerado transmitía el mayor horror y sufrimiento concebibles.
El resto del cuerpo estaba intacto. De uno de sus bolsillos asomaba un papelito. Me agaché para hacerme con él.
—Parece la homilía —musité.
Me incorporé y volví la mirada hacia la iglesia. Berta temblaba entre sollozos ante el altar, mientras se cubría la cara con ambas manos. Fui hacia ella y la abracé.
—Vámonos de aquí.
Fueron las únicas palabras que pude pronunciar, mientras, sin dejar de rodearla con mis brazos, nos alejábamos de allí.
—¡Dios santo! ¡Dios santo! ¡Dios santo! —no dejaba de proferir Berta, entre lágrimas y gemidos.
Detrás de nosotros dejábamos las huellas ensangrentadas de nuestros zapatos.
Cruzamos a la carrera la puerta de la iglesia en el mismo momento en que entraba la señora Enriqueta, que quedó extrañada por nuestra expresión desolada. Dudé en detenerme y anticiparle lo que se encontraría. No sé si fue por la angustia del momento, por la acusada sensación de acorralamiento que sentía, por la necesidad de escapar de aquella pesadilla y no volver, o por pensar que se nos podría inculpar de aquello; el caso es que no crucé palabra con la señora Enriqueta.
Antes de entrar en el coche oímos su alarido al descubrir el dantesco espectáculo. Arranqué a toda prisa y abandonamos el pueblo en dirección a Barcelona; olvidamos en el hotel todo el equipaje, a excepción de mi inseparable mochila.
Tras unos minutos de silencio que se nos hicieron eternos, Berta rompió de nuevo a llorar al preguntarme:
—¿Y ahora? ¿Y ahora, Arnau, qué vamos a hacer? ¿Tampoco iremos a la policía?
—Ahora, Berta, lo primero que haremos es tranquilizarnos. Lo segundo, poner tierra por medio. Me temo que nos hemos convertido en los principales sospechosos.
Percibimos el sonido de una sirena que se acercaba tras sobrepasar Cardet y nos cruzamos con un vehículo de los
mossos d'esquadra
que ascendía veloz al lugar de los hechos.
A los pocos kilómetros encontramos el cruce hacia Saraís, y tomé esa ruta alternativa a través de una pista en mal estado, que transcurre por el margen oriental del río Noguera de Tor.
—¿Por dónde vas, Arnau?
—Si nada ha cambiado en estos últimos años, esta pista nos conduce también a El Pont de Suert. Por la carretera nos cazan seguro. Por aquí atravesaremos Iran, Irgo, Gotarta, Esperan, Iguerri… ¿No sale todo esto en tu tesis? —frivolicé.
Berta estaba aturdida, nerviosa y con la mirada vacilante.
—Dime algo; lo que sea —pedí en pleno avance veloz por un difícil trazado.
—Pero ¿qué dices? ¿De qué quieres que te hable? —respondió con una recién recuperada entereza—. ¿De que en cualquier momento nos pegaremos un buen trompazo?
—Háblame otra vez de tu tesis.
Necesitaba oír algo; lo que fuera. Llenar el vacío que imperaba en el automóvil, un pernicioso silencio que sólo permitía que aflorase la presión y la lucha que se libraban en nuestro interior.
—¿Estás loco? ¿En serio crees que ahora podría hablar de mi maldita tesis? —masculló mientras cruzábamos el desvío del pueblo de Irán.
—Curioso nombre, ¿verdad? Va, cuéntame, ¿por qué se llama así? —dije para invitarla a relajarse con su tema preferido.
Acerté.
—Los nombres de estos pueblos provienen del euskera. Fueron fundados por vascos, los primeros pobladores del valle. Gotarta, por ejemplo, es muy similar al término «gotortu», que en euskera significa «hacerse fuerte», «desarrollarse». Pudo haber sido un centro de reclutamiento, a medio camino del castillo de Malpàs.
Licencia que sólo duró unos segundos.
—Pero ¿qué digo? —Berta volvió a la realidad—. Estamos ante una pesadilla, y yo te hago caso y te hablo de mi tesis. Arnau, debemos ir a la policía. Hay que contarlo todo. Huir nos inculpará más. ¿No lo entiendes?
—Sigue, háblame de tu tesis, no es malo que te distraigas… nos ayudará a pensar —insistí mientras pisaba a fondo el acelerador por aquella ruta tortuosa.
—¿Distraerme? Lo que nos va a distraer será la torta de tres pares de narices que nos pegaremos.
—Iremos a la policía; eso es lo que tú harás con un buen abogado, pero cuando lleguemos a Barcelona. No aquí. No me fío del sargento Palau. Vi detalles que no me gustaron. Prefiero que te presentes a la policía en un lugar más neutral, y siempre bajo el asesoramiento de un buen letrado.
—¿Por qué te refieres sólo a mí? ¿Y tú?
—Tengo que volver cuanto antes a Uganda. Berta, esta mañana, en el hotel, he recibido una amenaza que también os incluía a ti y a mi hombre de confianza en Uganda. No te lo he contado para no preocuparte. Debes esconderte en algún lugar seguro durante unos días, lejos de aquí, bien asesorada. El próximo jueves he de estar en Butiaba como sea.
—¿En qué locura me has metido? —preguntó Berta enfurecida.