—Eminencia —terció un miembro de la mesa que aún no había pronunciado palabra alguna—, el doctor Marest, según él se hace llamar en determinados círculos para adornar su curriculum, ha afirmado algo que yo ignoraba: que se conoce el contenido del pergamino. ¿Se ha interpretado como es debido? ¿Implica un peligro real?
—Querido hermano —respondió el prior—, le diré que el pergamino no sólo supone una amenaza para los dogmas de fe; es, además, una blasfemia intolerable que puede generar malas interpretaciones acerca de los fundamentos de la cristiandad. Sabemos muy bien de qué se trata, ya que es una réplica que transcribe otro que obra en nuestro poder, en los archivos del Vaticano, resguardado de mundanales interpretaciones. Los dos del Medievo, de idéntico contenido y similares líneas románicas.
En ese momento, algo vibró en el bolsillo de Marest.
—Con su permiso —solicitó antes de consultar su móvil.
A medida que leía el mensaje, su expresión irradiaba tal satisfacción que indicaba a la concurrencia que se trataba de una buena noticia.
Marest suspiró.
—Caballeros —anunció con tono triunfal—, tenemos al profesor.
El prior se incorporó con lentitud extrema, con una sonrisa cínica, para hacerse con un viejo artilugio que colgaba de una de las paredes. Se acercó por la espalda a Marest, a quien le invadió un temblor incontrolable. Sin osar volver la mirada, intentó mantener una falsa entereza, desvirtuada por la palidez de su semblante, que delataba el terror que lo atenazaba.
—Marest, ¿sabe usted qué es esto? —inquirió el prior, mientras le colocaba el armatoste en el cuello.
—No, E-E-Eminencia —tartamudeó.
—¡No lo sabe! —exclamó ante temerosas sonrisas surgidas desde la mezcla de sumisión y complicidad del resto de asistentes—. Marest. ¡Marest! Esto es la horquilla. Ellos le enseñarán a utilizarla —añadió mientras señalaba a sus contertulios—. Le aseguro que le será de gran ayuda para que el profesor nos lo cuente todo. ¿Comprende? Pero apresúrese, ahora el tiempo juega en contra nuestra.
Dejó caer sobre la mesa la horquilla, y Marest no pudo evitar cerrar los ojos con un profundo suspiro de alivio.
É
l, a pesar de ser abogado, tenía alma.
Le dolía dejar a su cliente en comisaría, en espera de pasar a disposición judicial al día siguiente, pero, en realidad, y para ser sinceros, le dolía infinitamente más la cara.
Llegó hasta su coche, se sentó al volante e inició la marcha, no sin antes dirigir una temerosa mirada al retrovisor. No era guapo. Tampoco feo. Del montón. Aun así, le costó reconocerse.
«Qué bestia, ese hijoputa de Pedrosa. Parezco el Hombre Elefante», pensó alarmado en referencia al tristemente célebre Joseph Merrick, que, aquejado de espantosas deformidades, fue exhibido dos siglos antes como fenómeno de feria por medio mundo.
Enfiló la calle Numancia para llegar hasta la plaza de España. Giró a la derecha para dirigirse por el último tramo de Gran Vía a la plaza Cerda. Al frente se recortaban, en el cielo plomizo de la tarde, los edificios de la nueva Ciutat de la Justicia. Acero, cemento y cristal. Sin alma, la que tenía el letrado.
Entró en el enorme vestíbulo del edificio principal por una de las puertas giratorias de vidrio. Se aproximó al control de seguridad, sin que los vigilantes jurados a cargo se alarmaran por su aspecto lamentable. Estaban ya muy bragados.
—Pase, pase, señor letrado, usted es de la casa, hombre —le invitaba a entrar uno de ellos, mientras sin excesivo disimulo se hurgaba las narices.
A aquella hora de la tarde, lo único que estaba abierto era el Juzgado de Incidencias, que permanecía así las veinticuatro horas.
—¿Cómo va esa guardia? —preguntó mecánicamente Gomis a los funcionarios judiciales, mientras trataba de hurtar a sus miradas curiosas el desastre que tenía por cara.
—Señor letrado, ¿qué le trae por aquí? ¿Cómo está? —inquirió con fingida indiferencia Joaquín Ayala, juez de incidencias ese día, quien al oír la voz del abogado salió de su despacho.
Alto, desgarbado, de modales suaves, era un magistrado de sólido renombre. Además, les unía una estrecha amistad. No por ello dejaban de utilizar el tono distante que las formas les exigían en público.
—Mal, pero acostumbrado, señoría. Vengo a interponer una denuncia y, si es posible, a que usted me reciba —repuso mientras trataba de sonreír dentro de sus limitadas posibilidades.
—Pero ¿qué te ha pasado, José Luis? —dijo Ayala, dejando de lado cualquier tipo de protocolo al ver la cara de su amigo—. Ven, vamos a mi despacho, y que te vea de inmediato Manuel Hortigosa, el forense de guardia. ¡Pero ya! —ordenó nervioso.
—Joaquín, sé que no parezco precisamente un Adonis, pero no creo que esté aún para la autopsia —bromeó sin ganas.
—Supongo que no has repudiado la abogacía para volver al boxeo a tu edad. Es más, espero que el objeto de la denuncia esté relacionado con tu lamentable aspecto.
En efecto, en su juventud ya lejana, Gomis había boxeado con mucha afición, pero escasa fortuna. En su día, le preocupó la posibilidad de que los golpes pudieran mermar su capacidad intelectual. El médico de la Federación se lo aclaró: «Al contrario, te volverás más inteligente, porque las hostias espabilan».
—No, claro. Aunque en estos últimos tiempos, recibo en la profesión tantos golpes legales como los que me llevaba con guantes en mis mocedades. Verás, se trata de mi representada y del cretino de Pedrosa, el
intendent
ese de
mossos
. Hay que pararle los pies a ese perro.
Entre sorbetones de moco y sangre, con minuciosidad, ya que Ayala siempre sabía escuchar, le expuso toda la historia.
La ventura quiso que ese mismo domingo sufrieran una avería en Tamanrasset.
Cerca de las ocho de la tarde, unos treinta minutos antes de aterrizar, el cambio de actitud y los gestos que hacía Corbella convencieron a Arnau de que algo no andaba bien. Aunque cabía la esperanza de que aquello fuera fruto del cansancio, debido a que llevaban toda la jornada en vuelo y era allí, en Tamanrasset, donde tenían previsto pasar la noche.
Tras el aterrizaje se cumplieron los peores augurios, cuando Corbella bajó a toda prisa y abrió el portón para examinar todos los rincones del motor.
—¿Todo bien? —preguntó Arnau.
—No. Tenemos un problema.
—No, por favor… Corbella, no me hables de problemas. ¿Qué ocurre?
—Una magneto. Falla una magneto y no puedo repararla. Es tarea para un mecánico.
—¿Qué es una magneto?
Apoyó las manos en la carcasa y levantó su mirada hasta encontrar la de Arnau, para darle las explicaciones pertinentes.
—La magneto es responsable de que la chispa llegue a la bujía e inicie la combustión. Por seguridad, llevamos dos magnetos con circuitos independientes, de manera que si en vuelo falla una, como ha sucedido, la otra pueda realizar la función sin mayor dificultad hasta llegar a tierra. Pero una vez aquí, hay que repararlo; no puedo volar con una sola magneto. Otra avería sería fatal. Es como si le fallase la pierna buena a un cojo. ¿Entiendes?
—Bueno, no desesperemos. ¿Qué se necesita para reparar esto? Vamos bien de tiempo, ¿no es cierto?
Corbella sonrió y miró a su alrededor. Levantó los brazos y mostró a Arnau un escenario desolado, cuajado de palmeras. Junto a la pista, a cierta distancia, se alzaba la terminal.
—Allí está nuestra primera opción —respondió.
Tras unos minutos de espera eternos en la misma pista, el mecánico de retén anunció su primer dictamen: se requería una pieza, pero no contaban con ese tipo de recambios, por lo que debería consultar su disponibilidad en aeropuertos cercanos, algo sobre lo que no tendría respuesta hasta la mañana siguiente.
—De cualquier manera —reflexionó Arnau, quizá para tranquilizarse a sí mismo—, ya preveíamos pasar la noche aquí, ¿no es así? Eso no nos va a retrasar.
—Así es. Con un poco de suerte, mañana a mediodía podría estar finalizada la reparación. Olvidemos el tema y pasémoslo bien. Tamanrasset es una ciudad divertida —concluyó Luis en su camino hacia la terminal.
—Pero… ¿qué pretendes? ¿Vas a hacerme pasar aduana?
—Tranquilo, confía en mí.
Luis extrajo del bolsillo interior de su chaleco lo que parecía ser un bolígrafo, que metió dentro de su cartera.
—Dame tu documentación —solicitó a Arnau, poco antes del control de pasaportes.
El funcionario de aduanas miró a su alrededor, al abrir con cautela la cartera y dejar caer sobre su pupitre una flamante estilográfica Mont Blanc Meisterstuck.
Los invitó con sonrisa cómplice:
—¡Bienvenidos!
—¡Tamanrasset, la capital de los tuareg! —exclamó Luis dentro del taxi al ver las primeras chozas junto a cultivos que succionan al río sus últimas aguas.
Los tuareg, los «hombres azules del Sahara», eran apodados así por la peculiar manera en que el índigo de sus turbantes les tiñe la piel.
Ajeno a todo, Arnau insistía en sus cavilaciones.
—Una vez se encuentre la maldita pieza, ¿cuánto tiempo supondrá la reparación?
—Unas cuatro o cinco horas, más o menos.
Al llegar a la ciudad, descansaron entre sorbos de té, servidos desde la reconocida hospitalidad de la gente del desierto.
En una terraza con aires turísticos, entre incesantes timbales y gaitas, bajo una luna recién aparecida, un grupo de viajeros aguardaba la oportunidad para realizar un paseo vespertino en camello. Tras ellos, la atenta vigilancia de unos tuareg ahora descafeinados, bravos guerreros en otros tiempos.
Cercanos al escenario, hombres y mujeres con vistosos ropajes recogían los tenderetes de un mercado ya adormecido. Túnicas ocres y esmeralda para ellas, cubiertas de pies a cabeza sin mostrar cabello alguno, tal como obliga la norma. Azulonas y blancas para los varones, que en su piel mostraban la marca de un clima extremo, insensible y cruel. Los más jóvenes vestían ropas occidentales y observaban a los foráneos con curiosidad.
—Fíjate, si tenemos aquí a Messi —ironizó Luis al ver a uno con camiseta azulgrana. No desaprovechó la ocasión para tomarle unas fotos.
—Aun así, después de esas cuatro o cinco horas, seguiríamos dentro del plazo marcado, ¿no? —insistió de nuevo Arnau.
—No te preocupes. Además, podríamos incluso volar de noche, aunque prefiero evitarlo. No sufras: llegaremos a tiempo. ¡Mira! Esos no parecen muy amigos —agregó burlonamente al ver a dos hombres que discutían con acritud.
—Sí, ya me había dado cuenta —respondió Arnau con tono cansino—. Es por el turbante. Pero dime, llegar a tiempo, ¿qué significa para ti? ¿Cuándo sería?
—¿El turbante? —repitió Luis.
—Sí; el mayor se queja de que el joven no lo lleve consigo. Pero, para ti, ¿qué significa para ti llegar a tiempo?
Luis se quedó perplejo ante el comentario.
—Oye, oye, explícame eso.
—¿Qué?
—Lo del turbante.
—Responde tú a lo que te pregunto.
—Primero tú —insistió Corbella.
—Sólo si luego me das una previsión realista de nuestra llegada a Butiaba. ¿Estamos?
—Estamos.
—Lo llevan con orgullo. El turbante es un símbolo de su fe, un icono de sus creencias. Pero además representa una determinada posición social. Imamah es su nombre en árabe. Les resulta humillante no disponer de uno, aunque los jóvenes suelen relativizarlo. La verdad es que resulta muy práctico: tiene una valiosa utilidad en el desierto, contra las altas temperaturas y las tormentas de arena —hizo una breve pausa y finalizó la perorata—. Bien, ahora te toca a ti, Corbella.
—Ok, pero antes, ¿puedo hacerte una pregunta? —inquirió Luis, y se colgó de nuevo la cámara al cuello, con expresión de agradable desconcierto.
—Dime —respondió Arnau con una leve sonrisa.
—¿De qué huimos, torero? —quiso saber, también sonriente—. Tú no tienes pinta de delincuente, aunque la vida es siempre una sorpresa. Veo que te mueves bien por estos lugares, y tu acento, tu acento… Tú no eres español, ¿verdad?
—Fue idea de José Luis la de hacerme pasar por matador —respondió con una franca carcajada.
—Bueno, entre nosotros es una clave —aclaró Corbella.
—Me llamo Arnau; Arnau Miró. Escapo de un error, una injusticia que me señala como autor de algo que no he cometido; bien, y ahora debo llegar cuanto antes a Butiaba, donde mi familia se encuentra amenazada.
—¿Amenazada? ¿Sales de una para meterte en otra?
—Espero poder contártelo con toda tranquilidad durante el vuelo. Pero ahora debes decirme cuándo será…
—Pronto, pronto, te lo aseguro. Tu deseo es también el mío, y sea lo que fuere lo que te trae aquí, me caes bien, y espero poder ayudarte.
—Y tú, Corbella, ¿te ganas la vida así?
—Más o menos. Con franqueza, es entretenido. Cuando no hay trabajitos como éste doy clases de vuelo. Pero esto se paga mucho mejor. Bueno, ya te enterarás en el momento en que José Luis te pase la minuta —concluyó con una estruendosa carcajada.
—Deja que te acompañe.
—Se lo agradezco, hermano, pero sinceramente, no es necesario. Ya le llamaré; ¿de acuerdo?
—Rezaré por ti. Recuerda: «La verdad os hará libres» —sentenció el hermano Casajoana.
No acompañó al profesor Puigdevall, en el que era en aquel momento su único objetivo: recuperar el resto de la documentación que había quedado en su casa, con el fin de presentarse en comisaría.
Por si acaso, antes de abrir el portal, escudriñó la calle de arriba abajo. Sin encender la luz, subió las escaleras con relativa rapidez (la edad siempre pasa factura) y se vio obligado a descansar unos momentos en el rellano del segundo. Ya en el cuarto, abrió con sigilo; no quería que nadie advirtiera su presencia. Cerró despacio y en silencio; se giró y apoyó la escuálida espalda contra la puerta, para aspirar, ahora ya relajado, el aroma de su hogar.
Presuroso, se dirigió a oscuras hacia el estudio, asistido sólo por la tenue luz procedente de la farola que había ante el balcón. Empezó a remover compulsivamente los papeles de la mesa. «Pero ¿dónde lo metí?», se dijo.
—Creo que los dos buscamos lo mismo…
El sonido de aquella voz sobresaltó al profesor hasta invadirle un temblor que apenas le permitía articular palabra.
—¿Quién es? —preguntó—. ¿Quién anda ahí?
Reclinado en la pared, alguien encendió la luz.