—Sí, claro. Llevamos nosotros el expediente.
—Lo sé. Por eso estoy aquí. Y ahí está uno de los enigmas: ¿por qué interviene Barcelona en un caso de asesinato en Boí?
—¡Y yo qué sé! Tú siempre con tus putas veleidades detectivescas. Te aseguro que si estuvieras aquí no te quedarían ganas de seguir pistas. —Se quedó con la mirada fija durante un instante—. ¿Es por eso? ¿Por el asesinato del mosén?
—Sí, Pere.
—Pero si todo eso es muy reciente. ¿No fue el sábado?
—Así es, amigo mío. Creo que dispongo de indicios que podrían incomodar a alguien dentro del Cuerpo; nada cuadra, oye… Sólo la malicia de alguno de nuestros peces gordos explicaría tanta incongruencia. Alguien de los nuestros podría estar metido hasta el cuello en un asunto tan feo.
—¿Indicios? ¿Qué tipo de indicios?
—No puedo contártelo aún; necesito avanzar en la investigación y me han mutilado todas las herramientas con las que contaba. ¡Y ahora esto! —remató Ramón, que sostenía aún la carta de Asuntos Internos.
—Ramón, no me jodas… ¿Cómo puede ser que en sólo dos días tengas tu propia línea de investigación y que además colisione con la nuestra?
—Ése es el tema: no son dos días, sino más de dos meses. —Al ver la expresión de asombro de su amigo, continuó—: Sólo puedo decirte que para mí todo empieza a finales de agosto. Emprendí una línea de investigación cuando la oficial parecía echar tierra sobre varios asuntos a mi entender relacionados. Hay para mí incoherencias en las pesquisas oficiales: se omiten hechos que están conectados, se minusvaloran datos e hipótesis que se tildan de absurdas conjeturas, se dilatan gestiones… La juez de instrucción no me hace ni caso. A cada paso, a cada avance con que me acerco a algo tangible, me ponen palos en las ruedas, me abruman con absurdas disposiciones u órdenes para acaparar mi tiempo. Este crimen sólo lo ha precipitado todo, pero es muy posible que esté relacionado con otro anterior.
—¿Otro? ¿También en Boí?
—Disculpa, Pere, pero no voy a responder. Debo ser discreto y, además, no quiero meterte en esta mierda. Quiero mantenerte al margen.
—Entonces, ¿qué quieres de mí?
—Saber del expediente. Sólo eso.
—¡Ah! Como si nada. No vayas a joderme, Ramón. Paso por una buena etapa en mi vida.
—Necesito tu ayuda. Estoy convencido de lo que digo, Pere. Debes creerme.
Pere permaneció callado unos segundos; luego, sonrió.
—Sabes que no puedo hacerlo ¿Qué te puedo contar? No estoy muy informado al respecto, pero sé que hay una detenida en comisaría, que parece que lo tiene chungo. Otros dos están en busca y captura. Hay mucha movida en las últimas horas respecto a este caso. Parece ser que Pedrosa se pasó un huevo en el interrogatorio. No puedo decir más, Ramón. Lo siento.
—¿Pedrosa? ¿Ese hijo de puta lleva el caso? Ahora empiezo a entenderlo todo.
—No digas eso. Es mi jefe y, si te oyen por aquí, me metes en un lío —protestó Pere, mientras con mirada esquiva observaba a izquierda y derecha por si alguien hubiera oído el comentario—. Sí, ya sé que es un cabrón —susurró—, y aunque parezca extraño, este asunto lo lleva él en una gestión personalísima. Informó que sería así por ser un caso relacionado con sectas.
—¡Vaya razonamiento! ¡Sectas! ¿No te parece raro? ¿Tú te fías de Pedrosa?
—Yo obedezco. No entro en ese tipo de juicios, como haces tú —le recriminó Pere—. Pedrosa es muy chungo, Ramón, te ruego que no me metas en líos. Ya ves adónde ha llegado, y nadie sabe bien de dónde ha salido —insistía cada vez más inquieto, quizá por presentir la dimensión que todo aquello comenzaba a tener—. Es como si tuviera derecho de pernada, inmune a cualquier barbaridad. No sabes la que se armó ayer. ¡Llegó a las manos con un abogado!
—Pero ¿cómo? ¿Ahora es él quien se ocupa de los interrogatorios?
—¡Qué va! Pero, en esta ocasión, sí. Lo sé por los que estaban de guardia, no he tenido tiempo de saber más. Sólo sé que hay una movida brutal. La cagó, y es posible que hasta le aparten del caso. ¡Liarse a hostias con el abogado! ¿Te imaginas? Increíble…
Ramón intentó buscar las palabras adecuadas con la mirada perdida en el infinito.
—Chungo. Qué me vas a contar… Ese tío se cree que aún estamos en los setenta. Entonces solía decir que era «el puño de Dios». —Tras una pausa, prosiguió—: Te acuerdas de Vicente, ¿no?
—¿A qué viene eso?
—¿Te acuerdas?
—Cada día. Fue horrible. Quedó desfigurado.
—Sí, terrible. Pocos días después me trasladaban de allí al Pont de Suert y a ti se te destinaban a Barcelona. Lo mío lo interpreté como un pequeño destierro, pero lo tuyo parecía todo un premio.
—Pero ¿qué dices, Ramón? Vicente y yo formábamos pareja en las rondas. Éramos íntimos amigos de la infancia. Fuimos al mismo colegio. Sabes de sobra que quisieron sacarme de allí para ayudarme a superarlo.
—Cierto, pero ¿te has preguntado alguna vez por qué luego me trasladaron a mí? Y que conste que soy feliz en mi destino.
—Ramón, Ramón… —murmuró Pere, que le agarró los brazos—. Mira, creo que necesitas unas largas vacaciones.
Ramón continuó:
—Ahí teníamos entonces a Pedrosa, aunque te resulte incómodo escucharlo. Y ahora vuelve a ser tu superior.
—También el tuyo.
—Pere… ¡Cuántas vueltas da la vida! Vicente murió junto a él; en aquel momento, tú y yo estábamos al acecho de los narcos por la playa de Begur.
—Lo recuerdo perfectamente. Pero ¿a qué viene eso ahora?
Ramón no contestó. Tampoco interrumpió la narración de sus recuerdos.
—No vimos lo que pasó, pero fue en el acantilado, junto a Pedrosa, en busca de los fardos de cocaína, que lanzó por la borda una lancha y quedaron abandonados al oleaje. ¿Te acuerdas?
—¿Adónde quieres ir a parar?
Ramón siguió con semblante triste su disertación:
—Una ola se llevó a Vicente. Lo encontraron desnucado, como un muñeco roto. La droga nunca apareció. A la mañana siguiente, sólo salir el sol, anduve desolado por el camino de ronda. Contemplaba el escenario que tan sólo unas horas antes había visto morir a nuestro amigo Vicente. Estuve un buen rato donde Pedrosa dijo que ocurrió todo. Me quedé perplejo cuando observé que, junto al azul turquesa habitual de las aguas, entre las rocas, había charcos de color verde. —Hubo un prolongado silencio—. ¿Entiendes, Pere?
—Pero ¿qué dices, Ramón? ¿Estás bien de la cabeza? —Pere se incorporó con cierto enojo—. ¿Para esto me has traído aquí? ¿Para describirme el paisaje de la Costa Brava?
—¡Espera! —masculló Ramón—. ¡Y siéntate! —ordenó mientras lo tomaba del brazo para obligarle a sentarse de nuevo—. Nunca tuve valor para contarlo, y ahora ha llegado el momento. ¿No te das cuenta? ¡Había charcos verdes entre las rocas! Sólo alcanzan ese color debido al moho que se forma en el agua estancada durante días, lo que ocurre tras varias jornadas de mar en calma. ¡No había marejada, ni marejadilla, ni siquiera mar rizada! Debíamos de llevar días con el mar en calma y, sin embargo, todos creyeron la versión de que a nuestro amigo se lo llevó una ola. De haber sido así, el tono del agua de los charcos habría sido también azul. ¡Y no lo era, Pere; era verde!
Pere miró fijamente el café con leche. Tras un silencio, pareció despertar de un breve letargo.
—¿Y ahora me cuentas eso? ¿Después de tantos años?
—Quizá te hubiese dolido más entonces. Además, recién salidos de la escuela, no tuve el valor necesario. Pero sí se lo comenté a Pedrosa. Lo mismo que acabo de contarte. Desde ese momento me sentí amenazado; sí, de una manera muy sutil, pero capté su mensaje al recibir órdenes de traslado. Sé que no me comporté con la suficiente integridad, quizá por eso luego haya actuado con un celo extremo en mi trabajo. Ahora todo aquello es ya indemostrable.
Callaron ambos, mientras seguían con la mirada el paso del camarero.
—Ya lo sabes, Pere: ése es tu jefe, Manuel Pedrosa. Y si él lleva el expediente de Boí, me temo lo peor —Ramón se fijó en los ojos de Pere, que tenía la mirada en el suelo—. Escúchame, Pere: si mis indicios son ciertos, y si, como dices, dirige la investigación, es él quien me capa por no sé qué oscuro interés.
Pere no encontraba palabras.
Ramón prosiguió:
—Nos hace falta valor, porque, como comprenderás, no podemos aún ir a Asuntos Internos. Debo seguir la investigación, y para eso necesito tu ayuda.
Pere parecía ausente. Jugaba con la cucharilla y la poca espuma que quedaba en el tazón. Tras un largo intervalo, preguntó con la lentitud propia de la postración:
—¿Qué quieres que haga?
—Ya te lo he dicho: de momento, sólo mostrarme el expediente. Nada más. No sacaré copias. Sólo le echaré un vistazo. Sólo eso, Pere, sólo eso. Te lo juro.
Tardaron muy poco en volver a la comisaría.
Muy cerca ya de la entrada, Pere se detuvo.
—Será mejor que no entres, Ramón. Pedrosa anda por ahí y podría verte. Espera con el móvil encendido y vuelvo a por ti en breve.
Se separaron al tiempo que alguien con semblante contrariado se acercó a Pere, atraído por el uniforme.
—Agente, disculpe, quizá pueda ayudarme —le dijo con mirada contristada, como si implorara auxilio.
—Dígame.
—Estoy muy preocupado por una persona de la que debería saber algo hace horas y de quien no tengo noticias.
—Bueno, si sólo hace horas quizá no debiera alarmarse.
—Es que es un hombre mayor. Debí acompañarlo… —lamentaba—. Tenía que llamarme y aún no lo ha hecho.
Pere consideró que no debía perder tiempo con él y levantó el brazo para señalarle la recepción de la comisaría, donde le indicarían cómo proceder, pero cuando iba a responder, vio algo que le llamó la atención.
—Mire usted, allí en frente, en la recepción, puede pregun… —Observó el pin que llevaba en la chaqueta aquel personaje y cambió el discurso:
—En fondo celestial, tres cabríos rotos, sobre la leyenda
Indivisa Manent
… No hay duda, usted es lasaliano.
—¡Sí! —afirmó el otro con un grito de esperanza que le cambió la expresión.
—Estudié en La Salle Condal —explicó Pere, para añadir—:
Indivisa Manent
: la familia lasaliana se mantiene unida, a pesar de todo.
—¡Hombre de Dios! Soy hermano lasaliano. Me llamo Joan Casajoana. Trabajo en el Hostal de la Esperanza del Raval. Necesito ayuda para encontrar a un amigo que ha venido a presentarse en esta comisaría. Estoy preocupado por él.
—Conozco el casal. Y también a su gente —ironizó—. Algo haría su amigo, si dijo que venía a presentarse a comisaría.
—Puedo asegurarle que nada, aunque es posible que esté aquí retenido y no haya podido ponerse en contacto conmigo.
—Hermano, le atenderé yo mismo. Acompáñeme.
Pasaron unos veinte minutos hasta el momento en que Ramón Palau advirtió que Pere le gesticulaba desde la portalada de cristal de la comisaría.
—Parece que Pedrosa no está en comisaría. Tengo una sorpresa para ti.
Tras subir las escaleras, cruzaron un largo pasillo donde Ramón se detuvo ante un tablón de anuncios.
—¿Y eso? —preguntó.
—¡Bah! Un patético torneo de tenis que se monta aquí, entre el personal.
—¿Y dejasteis que ganara Pedrosa? ¡Me cago en todo!
Continuaron unos metros hasta adentrarse en una sala, austera como todas, contigua al despacho de Pere, donde Ramón reconoció, sentado ante una mesa, al individuo que, minutos antes, se había dirigido a su colega en plena calle. Ramón miró con incredulidad al sonriente Pere.
—Ésta es la sorpresa. El destino nos ha traído aquí al hermano Casajoana; hermano, éste es Ramón Palau, sargento de los
mossos
aunque lo vea vestido de paisano.
El hermano se levantó para saludarle y estiró el cuello como para ver su espalda.
Pere no pudo reprimir la risa.
—Ramón, enséñale la nuca. También ha querido ver la mía. Pronto entenderás por qué… pero ahora déjame resumirte el asunto, porque no disponemos de mucho tiempo: el hermano vio al profesor Puigdevall por última vez.
—¿Quién es ese profesor? —preguntó Ramón.
—Aquí tienes la información —explicó Pere al dejar sobre la mesa el expediente del caso—. El profesor acogió a Arnau Miró y a Berta Hernández tras el asesinato del mosén, hasta que Arnau escapó y ella quedó detenida. En ese momento, el profesor no estaba en casa. En el ordenador del hermano, ayer domingo, el profesor dejó cierta información del caso que podría resultar valiosa. Luego, se dirigió a su casa para acceder a más documentación con la que presentarse en comisaría. Prometió llamar al hermano, pero no lo ha hecho. Su creciente preocupación lo ha traído hasta aquí —aspiró aire, con semblante satisfecho—. Aquí no hay constancia en la entrada de nadie con la identidad del profesor. He rastreado de manera escrupulosa desde el sábado hasta hoy, por si hubiera algún error: nada. Así que el profesor no ha llegado a comisaría.
Ramón escudriñaba al hermano con un análisis casi científico, al tiempo que susurraba a Pere:
—¿Has hecho constar su visita hoy aquí?
—Sólo en el registro de entradas —respondió con el mismo sigilo Pere.
—Entonces —concluyó Ramón en voz alta mientras consultaba el informe—, la siguiente parada es la casa del profesor. ¿Me acompañará, hermano?
—Por supuesto.
—Veo que tenéis detenida a Berta. Pere, ¿puedo visitarla?
—Creo que no será posible, pero lo intentaré.
—Señores —intervino el hermano—, quizá podrían posponer esa entrevista. El profesor podría en estos momentos necesitar ayuda. ¿No creen que sería mejor ir antes a su casa?
—Tiene usted toda la razón, hermano —convino Ramón, que agregó—. Pere, ¿conoces a ese abogado, ese tal… José Luis Gomis?
—Sí; es bueno. Muy bueno. Tal vez el mejor.
Ramón tomó las últimas notas y transcribió todo lo que le pareció trascendental del expediente que su amigo le había facilitado. Después se fundieron en un abrazo.
—Gracias, Pere.
Al atravesar de nuevo el pasillo, con gesto casi automático, Ramón arrancó del tablón de anuncios una foto del torneo de tenis, justo aquella en la que aparecía Pedrosa recibiendo el trofeo, y la introdujo en su carpeta, junto con el resto de la documentación.
—¿Qué hace? —le recriminó el hermano.
—Usted haga como que no ha visto.
—¡No puedes decirme que no hay nada y quedarte tan tranquilo, joder! —exclamó antes de arrojar con violencia el teléfono por los aires, hasta enviarlo al otro extremo del despacho.