Tras colgar el teléfono, salió de la habitación al encuentro de Moses.
En su camino a lo largo del pasillo dejó atrás su habitación y, sin pensarlo demasiado, se detuvo ante la 14. No dudó en cargar contra la puerta varias veces, hasta que la cerradura cedió. Se adentró directo hacia el frigobar: lo abrió y, tras examinar su interior, lo cerró de un portazo.
—Hijos de puta —masculló.
—¿Se puede saber qué ocurre, señor Raymond? —preguntó Moses desde la puerta, alertado por los ruidos producidos por Michel, que sonrió, desenfundó la pistola y encañonó a Moses:
—Eso es lo que usted me va a contar: ¿Qué ocurre, señor Onoo?
—Pero ¿qué hace? ¿Qué es todo esto? —se inquietó Moses.
Michel hizo ademán de salir hacia el pasillo. Sujetó con una mano a Moses por la nuca, y con la otra le apuntó a la cabeza. Una vez fuera, lo introdujo de nuevo en la habitación de un fuerte empellón.
Abdalla, que también acudió atraída por el alboroto, no pudo evitar ver desde el hueco de la escalera cómo Michel amenazaba a su marido, y cómo la maltrecha puerta se cerraba detrás de ambos.
No la vieron, por lo que corrió con todas sus fuerzas hacia la cocina. En su carrera sujetaba con una mano su prominente barriga. Sin reparar en nada más, incineró bulbos, uno tras otro, para lanzar el peculiar SOS.
—Póngase cómodo, señor Onoo —soltó Michel mientras señalaba con el arma el extremo de la cama—. Quiero verle con las manos juntas, ¿sabe? Como si rezara. Así sé que las tiene ocupadas —Moses le obedeció—. Así me gusta. Le veo y me siento como Dios. ¿Cree usted en Dios, señor Onoo?
Moses asintió con la cabeza, con un ligero temblor de los labios y el agitado movimiento de sus pupilas.
—¡Oh! Mire, no vengo a hacerle daño, señor Onoo, descuide. Está usted muy nervioso. ¡Relájese!
Michel se dirigió de nuevo al frigobar. Mantuvo la puerta abierta con el pie, de manera que Moses pudiera ver su contenido.
—Señor Onoo, ¿sabe qué debería haber aquí dentro?
Moses negó con la cabeza.
—¿Se ha quedado mudo?
—No, señor, no lo sé. No sé de qué me habla.
Michel miró irritado a un lado y otro.
—Me ha dicho que cree en Dios, y a Dios hay una cosa que no le gusta nada: ¡la mentira!
Se sentó en el suelo. Apoyó la espalda en la pared, a unos dos metros de distancia.
—Ya ve, me canso. Usted sabe que debía darme esta habitación —el tono de Michel aumentaba a cada palabra— y que dentro del frigobar tenía que encontrarse ¡un pergamino que debía llevarme sin más!
—Señor, no sé de qué me habla —repitió Moses sin abandonar la posición orante.
—Me ha dicho que esta habitación estaba ocupada, pero no veo gayumbos en el armario, ni cepillos de dientes en el baño, ni condones usados, ¡ni nada! ¡Usted me miente! —gritó enfurecido—. ¡Qué lástima! —recuperó la serenidad—. Era tan sencillo… Y ahora todo se complica. —Se levantó, se acercó a Moses y le apuntó a la sien: acero contra piel—. Rece el Padrenuestro para despedirse del mundo.
Moses empezó a temblar sin poder reprimir las lágrimas.
—Señor, señor… No lo haga…, voy a ser papá… No sé… se lo ruego… voy a ser papá… —repetía una y otra vez.
—¡Esto no es el Padrenuestro! ¡Rece, le digo!
Sentía que el frío metal presionaba su sien cada vez con más fuerza.
—Yvan…
—¿Yvan? ¿Quién coño es Yvan? —inquirió Michel, que retiró por un momento el arma.
—La última vez que el señor Arnau volvió de Europa, le regaló algo a Yvan, que se alegró mucho al recibirlo y se lo guardó. Será eso de lo que habla.
—¿Quién es Yvan y dónde se encuentra ahora mismo?
—Es el mozo del hotel. Ahora estará pescando.
Michel desvió la mirada hacia la ventana, tras la que se contemplaba una maravillosa panorámica del lago.
—Pescando. «Se alegró mucho al recibirlo y se lo guardó», ésas han sido sus palabras. ¿Dónde lo guardó? Dígame, ¿dónde? —exigió mientras lo encañonaba de nuevo.
—Creo que en el ja-ja-jardín, en el jardín, sí —tartamudeó.
—¿En el jardín? No hablamos de lo mismo, Moses, ¡y usted lo sabe! —gritó, al tiempo que le descargaba un fuerte golpe en la cara con el cañón del arma. La ceja de Moses empezó a sangrar.
—¡Levántese! ¿Ve lo que sucede por no atender a razones? —lo acercó al baño—. Límpiese y lléveme al despacho de Arnau. ¡Rápido!
Camino del estudio, Michel no cesó en sus amenazas mientras Moses contenía la hemorragia con una toalla.
—No haga ninguna estupidez, porque para mí su vida no vale nada, y a la mínima apretaré el gatillo. ¡Vamos!
Ya dentro del estudio, y sin dejar por un momento de apuntarlo, contempló asombrado el gran número de antigüedades expuestas.
—Impresionante —comentó—. Ahora sí creo que vamos por el buen camino, ¿verdad? El pergamino no puede estar lejos, pienso yo, ¿no?
Moses no respondió.
—¿Va a ayudarme, señor Onoo?
Otra vez recibió la callada por respuesta.
—¿Sabe? No dispongo de más tiempo. Le voy a dar un último minuto: sesenta segundos, señor Onoo, para que me diga dónde está el pergamino. Transcurrido ese tiempo, acabaré con usted —concluyó mientras consultaba el reloj.
Al poco rato, Moses contestó:
—En la estantería. Detrás de esos libros.
—Bien, Moses, bien. Ahora, vaya usted mismo a buscármelo; gracias.
Junto a los estantes lucía, colgada en la pared, la espada de virtud de la que Arnau le había hablado. En ese preciso momento recordó la leyenda. Moses adquirió seguridad en sí mismo, y se hizo con ella ante la estupefacción de Michel, que, a unos cinco metros, se rió a carcajadas.
—Eres más imbécil de lo que pensaba. Perdona que ahora te tutee, suelo hacerlo antes de matar.
Moses la sujetó con firmeza y la elevó por encima de su cabeza; se sentía confiado de empuñar un arma invencible. Al intentar abalanzarse contra Michel, éste disparó sin dejar de reírse.
La bala le atravesó el hombro. La espada voló por el estudio e impactó contra uno de los cristales del balcón, que estalló en mil pedazos. Su caída se detuvo frente al postigo, tras deslizarse a través de los cortinajes, algunos de los cuales quedaron maltrechos por su filo.
Moses se desplomó. No podía comprender por qué no se había cumplido en aquella ocasión el gran atributo de tan preciada arma. Aunque tampoco era eso lo que más le preocupaba: el hombro le sangraba a borbotones y sus ojos, a ras de suelo, veían cómo se acercaban, entre risotadas incontenibles, los pies de su agresor, que le superaron hasta detenerse frente a la estantería.
Michel tiró todos los libros. Algunos de ellos impactaron en Moses, que seguía en el suelo.
—¡Aquí no hay nada, señor Onoo! Para mí, su vida carece ya de todo interés.
Alzó la mirada y lo vio frente a él. Le apuntó al pecho.
—Y además, de nada me serviría un tullido —terminó Raymond sonriente.
—No, ¡no! —gritó Moses desesperado—. Voy a tener un hijo… no lo haga, por favor, no lo haggg…
Todo fue muy rápido. Sonó ese segundo disparo mientras Moses cerraba los ojos. No sintió dolor, ni tan sólo sufrimiento. La risa macabra del sicario cesó. Una dulce despedida que olía a cordita y a sangre, el olor de las matanzas, aquellas que había vivido años atrás entre hermanos. Un pitido agudo le invadió los oídos. Todo se volvió de un color blanco inmaculado. En una breve fracción, su mente recorrió infinidad de imágenes que su memoria atesoraba: Abdalla, un bebé, el lago, Arnau, el hotel, sus difuntos padres e Yvan. Sí, Yvan fue la última imagen que percibió antes de notar un golpe sordo en la cadera.
Incrédulo, abrió de nuevo los ojos y comprobó que la cabeza de Michel reposaba sobre su pelvis, en el centro de un charco de sangre que crecía con rapidez.
Fracasó en el intento de incorporarse.
Con dificultad reconoció, a contraluz en el balcón, tras el cristal roto, una figura con un revólver en la mano, a cuyos pies se encontraba la espada de virtud que parecía señalar la trayectoria que describió el proyectil que acabó con Michel.
Yvan contaba con la fuerza interior necesaria para saber que no fallaría; y no falló.
Abdalla apareció entre sollozos para abrazarse a Moses y besuquearlo hasta casi ahogarle.
Yvan se postró ante el cuerpo de Michel, que, aun sin vida, se agitaba con algún que otro movimiento espasmódico. Se llevó las manos a la cara y luego las elevó, en agradecimiento a algún dios, para ofrecerle esa muerte, entre el susurro del mismo cántico guerrero con el que se armó bajo el kerate.
Atardecía. El ruido lejano de un motor que se aproximaba alertó a Abdalla. Observó desde una ventana cómo una densa estela de polvo se alzaba sobre la vegetación. Un jeep apareció veloz frente al hotel. De él descendieron dos hombres.
—Dime que es el señor. Dímelo, por favor —pronunció desde la cama Moses, que tenía el brazo vendado.
Abdalla no contestó, y se dirigió rauda hacia el recibidor.
Sí. Era Arnau, con quien se abrazó entre lágrimas al cruzar el vestíbulo.
—Perdonadme, llego demasiado tarde —se excusó Arnau, conocedor ya de todo lo que había ocurrido tras haber llamado desde el aeródromo de Masindi para anunciar su inminente llegada—. Abdalla, este señor es Luis, Luis Corbella. Se quedará un par de días para descansar. ¿Dónde está Moses? —preguntó con inquietud.
Sin abandonar su actitud sumisa, Abdalla preparó algo para comer, mientras Arnau y su esposo departían en privado.
Moses tuvo que desistir del abrazo que pretendió darle Arnau por el dolor que le producía la herida.
—Señor, Yvan me ha salvado la vida. Esto no es nada. La bala salió limpia y cicatrizará pronto.
—Moses, Moses… En qué locura os he metido —se lamentaba Arnau.
—Señor, Yvan le necesita… Hace horas que parece otro. Se le ve vagar por el jardín. Yo estoy bien. Vaya en su busca.
Así lo hizo, pero al atravesar el hall escuchó susurros a su espalda.
—¡Dios mío, Abdalla! ¿Estás bien?
Corrió hacia la mujer, que se encontraba postrada en un butacón, en lo que creyó que era un ataque de ansiedad.
Abdalla miró a Arnau.
—El niño ya viene, señor. ¡Ya viene! —repitió con más flaqueza que convencimiento.
—¡Corbella! ¡Corbella! —gritó Arnau.
No hubo respuesta.
—En seguida vuelvo. ¡Respira hondo! —pidió Arnau, al soltar la mano de Abdalla.
Se dirigió hacia la terraza y sorprendió a Corbella con un whisky. Contemplaba con curiosidad la imagen de Yvan.
—¿Qué le ocurre a ese? —preguntó, mientras con una mano lo señalaba y con la otra removía el vaso en el que tintineaban los cubitos de hielo.
—¡Mierda! —gruñó Arnau al ver a Yvan sentado frente a la flor de Jericó, con movimientos estereotipados de su torso que, sin cesar, balanceaba rítmicamente adelante y atrás.
—Dime, Corbella, ¿sabes algo de partos?
—Lo único que sé es lo que ocurre nueve meses antes —respondió irónicamente.
La carrera que los llevaba de nuevo hacia Abdalla se interrumpió de súbito, cuando oyeron el llanto de un bebé.
—Cojones —soltó Corbella—. Otra vez tarde.
A los pocos minutos, ayudada por Corbella y Arnau, Abdalla cruzó la puerta de la habitación donde Moses se recuperaba del balazo.
Ambos ocuparon las dos camas de la estancia, y entre ellos, el recién nacido.
—¡Es un niño!
El grito emocionado era de Abdalla. Moses no pudo ni quiso reprimir un sentido llanto de felicidad.
—Yvan —musitó Arnau, que abandonó la estancia y lo buscó afanosamente por el exterior del hotel.
No estaba donde lo había visto antes, pero acertó en el primer lugar que intuyó: bajo el kerate.
Se acercó y se agachó ante él, que, sin cesar en aquel ritmo enfermizo, parecía no verlo.
—¿Yvan?
No respondió.
—¿Yvan?
Seguía absorto en sí mismo, con un tenue ronroneo que emitía su garganta.
—Yvan, sé que me escuchas, y puedo entender que no quieras responder, pero ahora no puedes abandonar. —Tras otro silencio, prosiguió—: Tenemos aún mucho trabajo por delante, Yvan. Te necesitamos. Y más ahora que te has ganado el mayor de los honores.
Continuaba sin mostrar la menor atención, por lo que lo intentó de nuevo.
—¿Sabes? Hace tan sólo unos minutos acaba de nacer tu ahijado. ¿Qué pensará cuando sepa que mientras tanto has estado perdiendo el tiempo aquí?
Yvan levantó la mirada y rompió a llorar.
—He vuelto a hacerlo, he vuelto a hacerlo.
—No, hermano. Esto es distinto: esta vez ha sido por una buena causa. Ahora sí eres un verdadero héroe. Y eso quedará grabado para siempre en nuestra memoria.
Arnau lo abrazó con todas sus fuerzas. Pensaba en la gran paradoja: en el fondo, debía agradecer a Lord Resistance Army aquel desenlace; pero quiso elegir mejores argumentos.
—Gracias a ti, tu ahijado gozará de un padre por muchos años. Ahora, por favor, dame eso —dijo, señalando el revólver que aún sujetaba.
Cuando se separaron, Arnau le rodeó los hombros.
—Mírame, Yvan; mírame a los ojos: ese hombre quería asesinarme; al no encontrarme a mí, quiso matar a Moses. De no ser por ti, habría acabado con todos.
Yvan se secó las lágrimas y miró agradecido a Arnau, que también lloraba.
—Además, ¡era sólo un msungu! —remató, lo cual provocó una leve sonrisa en Yvan.
—¿Sabes qué me ha dicho Abdalla?
—¿Qué, señor?
—Que su bebé se llamará Yvan.
Yvan alargó el cuello y miró hacia el hotel. Recobró el brillo habitual de su mirada, mientras de manera automática tendía a Arnau el revólver, que éste se colocó en la cintura. Arnau le acarició la nuca y ambos volvieron abrazados.
Hasta Corbella pareció emocionarse. También Yvan vertió alguna que otra lágrima al sostener en brazos a su ahijado.
—¿Cómo acertaste a la primera, Yvan? —le preguntó Moses.
Yvan no respondió; lo hizo Arnau:
—Creía en sí mismo.
—Me refiero a la habitación. Abdalla me ha contado que trepaste por las hiedras hasta los balcones, y que luego fuiste directamente hacia donde nos encontrábamos. ¿Cómo diste con el lugar donde me tenía retenido? ¿Cómo lo supiste?
Yvan sonrió.
—Oí un disparo. Alcé la mirada. El viento sacudía unos retales de cortina a través de un cristal roto. No podía ser en otro lugar.