Arnau se acercó al ventanal. Observaba el lago, sumido en sus pensamientos.
—Señor, la espada cumplió su objetivo —manifestó Moses—: desgarró las cortinas, que dieron la alerta como si se tratara de un estandarte.
—Sí, desde luego —sonrió Arnau—. Tenemos trabajo. Pronto llegarán nuevos turistas y debemos deshacernos de un cadáver. ¿Cuento contigo, Corbella?
—Por supuesto. África me seduce —respondió el piloto con sorna.
El sol se despidió aquel día con un sabor extraño. En todos emergía una rara mezcla de cansancio extremo y satisfacción.
A los pocos minutos se hallaban en una zona del lago frecuentada por cocodrilos. Dejaron el cuerpo muy cerca del agua, no sin antes hacerse con la documentación del sicario.
—Seguro que es falsa —murmuró Arnau.
Se alejaron unos metros para contemplarlo por última vez. No tardaron en aparecer los primeros cocodrilos.
En ese momento sonó el móvil de Corbella, que, tras leer el mensaje, anunció sonriente:
—Acaba de llegar la magneto a Tamanrasset.
Arnau lo miró, y desde lo más hondo de su alma dijo:
—Gracias, Luis.
Se oyó otra tonada de móvil. Quedaron todos asombrados, ya que el sonido provenía de lo que quedaba del cuerpo del sicario.
En efecto, aquel era uno de los puntos del lago con una mínima cobertura y no habían atinado a extraer el móvil de Michel de sus bolsillos.
Arnau apretó el claxon, acercó el jeep y gritó con energía para ahuyentar a los cocodrilos, que se alejaron, aunque sólo por un momento. Fue suficiente para encontrar y extraer el teléfono, que no dejaba de sonar.
Los cocodrilos atacaron de nuevo. Arnau tuvo que saltar para no ser atrapado por uno de ellos. De un brinco, se refugió en el jeep, desde donde vieron cómo seguía el banquete.
Arnau miró distante a Corbella para atender a continuación el móvil de Michel.
—Este número, este número.
—¿Qué ocurre? —preguntó Corbella.
—Este número me suena. —Arnau lo tecleó en su propio móvil, para expresar a continuación abatido—: Claro, no podía ser de otro modo.
Luis le dirigió una mirada interrogativa.
—Ese hijo de su madre está detrás de todo.
Arnau le mostró el móvil, en cuyo cristal líquido aparecía un nombre: Feliciano Marest.
—Tiene que escucharme —insistía.
—Y dígame, ¿por qué debo hacerlo? —inquirió con evidente enfado—. No sé por qué me ha llamado. No creo nada de lo que ha dicho hasta ahora. Voy a colgar.
—¡Espere! Debe creerme. Entre otras cosas, porque este es el encargo que me hizo su difunta tía. Sólo así podrá contestarse todas las preguntas que aún le persiguen. Sólo conmigo podrá comprender quién es usted y de dónde proviene.
—¡Me están volviendo loco! —exclamó tan sulfurado como abatido.
—Deje que se la ponga, se lo ruego.
—¿Que me ponga qué?
—La grabación, por supuesto. ¿No se lo he dicho? Como periodista me propuse recuperar nuestra historia. Hace unos años entrevisté a su tía. Tengo grabada la entrevista, y quiero que la oiga.
—Entonces fue usted —dedujo Arnau.
—¿Lo ve? Se lo habría dicho, pero…
—No, no fue usted quien me habló de la entrevista.
—Se lo ruego, no cuelgue, escuche las palabras de su tía.
Arnau percibió el chasquido del mecanismo de la grabadora, que inició la reproducción. Quedó helado junto al teléfono, a miles de kilómetros de distancia, con un nudo en la garganta al distinguir su voz, en unas palabras que parecían proceder del más allá.
—Olía a grasa, a carbón y hierro oxidado; a sudor de operarios que se afanaban para que todo estuviera listo. Papá nos dejó asomar la cabeza por la ventana, mientras el tren no se moviese. Yo cuidaba de que Ricardo, mi hermanito, no se asomara demasiado. Era impulsivo como un relámpago.
»De la chimenea salían vapores que jugaban por el interior de la estación, empujados por la ligera brisa de la mañana. Por eso apenas se apreciaba la hora en el reloj que presidía la gran bóveda de acero y cristal: faltaban cinco minutos para las ocho en punto. Cinco, para la partida, para el inicio de un viaje hacia donde mamá nos quiso llevar siempre: el Valle de Boí, donde se crió. Cinco, casi cuatro ya, para que se cumpliera su sueño.
»Aunque estábamos ya a 12 de enero, junto al reloj un rótulo rodeado de decoración navideña deseaba: "Feliz Navidad y próspero 1946". Aquella fue una Navidad triste y de futuro incierto. Triste porque fue la segunda sin mamá, de modo que nos quedamos solos con papá; los abuelos y mi única tía habían fallecido durante la Guerra Civil, víctimas de una bomba que cayó junto a la fábrica Elizalde, en el paseo de San Juan, cerca de donde vivíamos. Y de futuro incierto por el porvenir que nos aguardaba en la Alta Ribagorza. Pese a dejar atrás nuestro pasado, no lloré. Me sorbí las lágrimas.
»Aquellos pensamientos me empujaron a abandonar la ventanilla y, sin poder reprimir el arrebato, me abracé alocadamente a mi padre, a la altura de su cadera, ya que sólo era una niña. Sorprendido, el pobre se tambaleó, porque en ese preciso instante cargaba una de las maletas en la estantería superior. Una vez colocado el equipaje, pese a mis achuchones, se agachó y le dije: "Te quiero, papá". Me besó con ternura.
»Sonó un silbato. Una figura difusa por el contraluz levantó una bandera roja ante el convoy. Llevaba uniforme azul oscuro y, en la cabeza, gorra también roja. Era el jefe de estación.
»La locomotora empezó a resoplar vapor junto a las ruedas. El maquinista saludaba a la gente del andén gorro en mano, y el ayudante, unos metros tras él, arrojaba a la caldera paladas del negro combustible. Se secaba el sudor con una boina negra, no sé si por el color de su tejido o por el del propio carbón.
»Nuestro vagón era el primero. Tras él iban los de segunda y tercera. Entonces era así, y papá, que siempre viajaba en tercera, quiso para esa ocasión premiarnos con el más lujoso. Detrás seguía el largo convoy, que incluía vagones de mercancías, uno cisterna, otro de correo postal, e incluso un par con ganado, en cuyos techos se apostaban algunos mozos, supongo que para velar por las reses.
»Sonó otro pitido. Éste, más largo. Y luego otro más. Unos soldados, petate al hombro, tras un último beso apresurado, corrieron y montaron en el tren. Las bielas recién engrasadas comenzaron a desplazarse a un ritmo creciente; nos movíamos. Papá se puso entre nosotros dos, y nos rodeó con su abrazo. Sonreía y nos decía una y otra vez: "Hijos míos, aquí empieza una nueva etapa más feliz".
»Y así fue. Desde el momento en que los cojinetes empezaron a chirriar; desde que el leve movimiento inicial de las ballestas se convirtió en un traqueteo incesante.
»Un gentío se agolpó en la despedida. Se agitaron sombreros al aire; porque, como decía la propaganda del régimen, "los rojos no llevan sombrero". Se vertieron lágrimas; muchas, de rojos o de nacionales, qué más da. Incluso lloró la señora con quien coincidimos en el compartimento. Tuvo que sentarse, desconsolada, y secar con su pañuelo el llanto, que abría surcos en su denso maquillaje, mientras se sonaba con estruendosos resoplidos, en los que parecía que los pulmones tuvieran que asomarse por su bulbosa nariz. Se oyeron "te quiero" y "cuídate" por doquier.
»A pesar de mi corta edad, las sensaciones que viví en ese viaje quedaron entre mis recuerdos para siempre. Supongo que como fruto de la excitación que provocó en mí.
»Mientras el tren recorría los primeros metros, algunos jóvenes desafiaban desde el andén a la mole de acero y vapor. Caminaban junto a los vagones, de la mano de sus parejas que se hallaban dentro, empecinados en luchar contra la inevitable separación. La velocidad les obligó a soltarse, cuando finalizaba el andén y las letras de BARCELONA TÉRMINO, que presidían la estructura metálica de la estación, se empequeñecían. No quise mirar atrás por más tiempo.
»El compartimento olía a colillas de tabaco y a madera rancia. Recuerdo incluso la inscripción que aparecía sobre la ventana:
RENFE—zona quinta—ESPAÑA
.»Ricardo no tardó en rendirse al traqueteo del tren y se quedó dormido a los pocos kilómetros de partir, acucurrado en el asiento corrido, sin enterarse de nada, ni tan sólo cuando papá lo arropó con su gabardina.
»Él y aquella señora estuvieron hablando un buen rato. Entrada en carnes, debía de tener unos sesenta años. Vestía de gala, como con pompa y circunstancia, con una pamela ridícula sobre un moño de cabellera castaña.
»Al poco rato metió la pata: "¿Vais a ver a mamá?", me preguntó. Papá le aclaró que era viudo.
»El vaivén rítmico favoreció también mi somnolencia, y acabé por luchar para entreabrir un ojo cuando el tren detenía su marcha en una de las estaciones, o bien al retomarla, entre estridentes silbatos y densas vaharadas de humo.
»Sí, hacía dos años que mamá había muerto de tifus. Según me dijeron, contagiada mientras servía en una casa de Auxilio Social. Era especial, excepcional, una santa. Moribunda, mi padre le prometió que abandonaría las convulsiones y miserias de una ciudad como la Barcelona de la posguerra y nos llevaría al Valle de Boí, para formarnos en los valores y las creencias de nuestros antepasados.
»Habían contraído matrimonio tan sólo seis años atrás, en las Navidades de 1939. Pocos meses antes, en septiembre, nací fruto de la unión entre mi madre y un alférez nacional que fue ejecutado.
—¿Cómo? Esto no me lo había contado.
—Sí, sí. Es una historia hermosa. Para salvar la vida a mi madre, Juan Álvarez de Hinojosa, que era el nombre de mi padre biológico, disparó contra un ser siniestro que pretendía degollar a mamá, cuchillo en mano. Eso fue en un hospital de Huesca, donde ella prestaba servicios a enfermos y mutilados de guerra. Ese personaje despreciable murió, y un tribunal de guerra dictó sentencia: pena de muerte. Mi padre biológico fue fusilado en Burgos por los suyos, sin saber siquiera que mamá me esperaba.
»Tras la ejecución, mi madre se las ingenió para huir de allí y pasar a la zona republicana; viajó a Francia y luego a Barcelona y, transcurrida una etapa inmersa en la más absoluta miseria, unas monjas teresianas la acogieron, ya en avanzado estado de gestación.
»Papá (aquel al que considero mi padre), ginecólogo de profesión, asistió el parto. De ahí a enamorarse de mamá y casarse con ella fue un suspiro. Papá me regaló un apellido en unos tiempos en que pululaban las madres solteras. Pero antes del matrimonio, por imperativos del régimen, mi madre tuvo que traducirse el nombre. Un error del funcionario del Registro alteró también el apellido, y de Caritat Solell pasó a llamarse oficialmente Caridad Soler, aunque en los círculos íntimos siempre fue Caritat. Fue un error que a mis padres no les preocupó en absoluto; todo lo contrario, ya que desaparecía la identidad de una persona que había sido perseguida.
—Es una historia preciosa. Digna de transcribirse.
—Poco después llegó Ricardo. Ambos crecimos en un ambiente en que no nos faltó de nada, a pesar de las carencias de la época. Luego, aquí, en el Valle, todo resultó incluso más sencillo. Dos años antes, mi padre, con la ayuda de un buen amigo, reconocido abogado del Estado, había podido hacerse con la propiedad de la que fue la casa de mis abuelos. Tuvo que comprarla, cuando, de hecho, debía haber sido siempre nuestra.
—No comprendo.
—En la huida, y luego con el cambio de apellido, mamá no dejó rastro de su pasado. La casa quedó sin propietarios, y se la apropió el Estado. Tampoco eso les iba mal a mis padres. No quisieron reclamar la propiedad. Quienes ordenaron degollar a mamá hubieran podido actuar contra nosotros de saber nuestras verdaderas raíces.
»Sí. Mi padre hizo honor a su esposa y cumplió su promesa. Nunca me ocultaron la verdad: que yo no era hija biológica de papá…
—Carola, por favor, otra infusión. ¿Quiere usted algo más, señor Saludes?
—No, gracias.
—Nos apeamos en Lleida. Luego, seguimos en carro. Fue un trayecto largo y pesado. Recuerdo aún como si fuera hoy el olor a excremento y orines.
—¡Pues han pasado casi sesenta años!
—Sí. Ese viaje quedó grabado en mi piel para siempre, como un tatuaje. Porque más allá de ver, miraba; más allá de oír, escuchaba; no solo degustaba o palpaba, ¡sino que saboreaba y sentía!
»Fíjese si me acuerdo, que tengo aún presentes los latigazos que el arriero hacía restallar por encima de las grupas de los dos caballos que tiraban de la carreta. No podía hacer otra cosa que taparme ojos y oídos. Se detuvo en El Pont de Suert. Eso también se quedó indeleble en mi memoria, porque allí conocimos el que sería nuestro nuevo colegio.
»Pero la sensación más imborrable que me quedó es lo que sentí la primera vez que pisé el Valle. Mi hermano y yo descubrimos en ese momento la nieve, que lo cubría todo. Maravilloso. Desde el primer momento me resultó familiar, quizá por lo mucho que me habían hablado de Boí. Me adapté al nuevo entorno con absoluta normalidad.
—Y pasaron los años.
—Sí. Como un soplo. Mi padre ejerció de médico en el Valle; fue un hombre muy estimado por todos. Le pagaban con comida, pollos, conejos… con servicios de todo tipo, pero casi nunca con dinero. Con el tiempo abrí un pequeño colmado, que luego ampliamos. Pero mi hermano Ricardo no quiso seguir; era rebelde. Participaba poco de todo aquello. Tanto él como su hijo, mi sobrino, eran intrépidos e inquietos. El Valle era poco para ellos. Por eso cuando se casó, tras unos años en Durro, se estableció de nuevo en Barcelona. Luego, mi sobrino Arnau se alejaría mucho más, cuando dio el gran salto hacia África. En medio, el drama que vivimos con el atentado.
—¿Y ahora, mi señora?
—No me llame así, se lo ruego.
—Debe terminar este oscurantismo, mi señora. No podemos seguir con la negación y la ocultación; hace años que hemos emergido de la clandestinidad. Estamos en 2004, ¡en pleno siglo xxi! Debemos hacer pública nuestra verdad. Es el momento, y necesitamos su apoyo.
—No puedo. Casi no me quedan fuerzas. Tengo ya una edad avanzada; me siento vieja. Además, siempre he creído que éste no es mi cometido en la vida. Debo dejarlo en manos del Padre. Yo sólo habré sido una mensajera más, que me he hecho cargo orgullosa de la custodia de
El legado del Valle
. Siento decepcionarle, pero no puedo. Mi sobrino decidirá en su momento, puesto que lo nombraré heredero universal.