—Pero mi señora, su sobrino no ha sido formado en la fe. Lo cual, por otro lado, no me explico.
—Mi hermano quedó harto de todo esto. Nos prohibió que hiciésemos cualquier comentario al respecto a su hijo Arnau. Yo creo que fue como resultado de la influencia de mi cuñada. Pero, créame,
El legado
le invitará a la reflexión. Entenderá qué sangre corre por sus venas, y confío en que usted interceda y sepa situarle en el sendero.
—Mi señora, mi opinión es que su sobrino no volverá jamás; permítanos a nosotros hacer de su hogar el Santuario que nuestra fe se merece.
—Sólo han pasado dos décadas desde que se alejó. Eso no es nada, comparado con dos mil años.
—Debo respetar su decisión, mi señora. Por mi parte, cuente conmigo para lo que sea. Creo que hemos finalizado, aunque quisiera pedirle un último favor.
—¿Y bien?
—¿Podría verlo de nuevo?
—Por supuesto. Vamos a casa.
Un brusco chasquido a través de la línea telefónica confirmó que se detenía la grabación.
—Señor Arnau, ¿sigue usted ahí?
No hubo más respuesta que el sonido de alguien que se sonaba; sin duda, Arnau se había emocionado.
—Señor Arnau. Señor Arnau Miró; mi señor: ahora ya conoce los motivos. A usted le toca decidir. Yo no soy más que otro humilde emisario.
—Están todos locos.
—Mi señor, ¿es que aún no entiende lo que tiene usted en sus manos? Eso no es un simple pergamino, está muy lejos de ser sólo un documento antiguo, ¿no se da cuenta?
—Están locos, todos locos —insistió Arnau con una extraña mezcla de incomprensión y abatimiento.
—Mi señor, lo que tiene usted es un árbol genealógico. ¿No lo ve? Es un Santo Grial, el testimonio de la Sangre Real a lo largo de la Historia. La línea dinástica de Cristo, que empieza por María. Es…
—Señor Saludes —interrumpió Arnau, con la voz temblorosa por la emoción—, se lo ruego: olvídeme. Y olvídeme para siempre. Ésta es mi decisión.
D
espierta un día más en El Valle del Bovino. Placidez y quietud. Al alba, los primeros rayos de sol, perezosos, llegan siempre tarde a la llanura, arropada por cumbres desde donde serpentean saltos de vida, que confluyen presurosos para regar la planicie. El eco constante de las aguas arremolinadas es su perpetuo testimonio. Con el amanecer, resuenan por el Valle las campanadas de la iglesia de Sant Joan de Boí; son las primeras en romper un silencio que sólo truncan las golondrinas, anidadas entre las piedras de sus seculares muros. Cada día es así, a la misma hora, en memoria de mosén Jaume. Oídas desde Cardet, son replicadas de inmediato hacia Durro, Erill, Taüll, Coll…, sólo para recordarle, desde unos pueblos tan agradecidos como aún convulsionados por tan cruento suceso. Con sus bondadosas gentes, incrédulas ante el misterio que albergaba el Valle.
Periodistas, fotógrafos y algún que otro curioso se aglomeran ante la salida del juzgado de guardia, e impiden el paso de Gomis, que abraza a Berta en el trayecto hacia el taxi, tras realizar una segunda declaración ante el juez.
—Abrid paso, por favor. No hay nada que decir por el momento. Debéis comprenderlo, secreto de sumario —repite el abogado una y otra vez.
Por descontado, el suicidio de Manuel Pedrosa fue una de esas noticias cargadas de morbo y misterio que corren como la pólvora y provocan un revuelo mediático incontenible.
—Por favor, dejadnos pasar —insiste el abogado al introducirse en el taxi, cómo no, de Agustí; Rosa, la hermana de Berta, aguarda en el interior del vehículo.
—Hola, Agustí —saluda una vez dentro del taxi. Se palpa el aparatoso apósito que le cubre el pómulo, y rodeados de destellos de flashes pronuncia con solemnidad—: Escuchadme: no hagáis ninguna idiotez. Berta, recuerda que sigues imputada por algo muy grave; sólo estás en libertad provisional bajo fianza. Habrá que clarificar aún algunos detalles.
—¿Qué tipo de detalles? —pregunta con inquietud Rosa.
—Tu hermana lo sabe. Está acusada por cooperación necesaria en el asesinato de la señora Miró, a finales de agosto.
—¡¿Cómo?! Pero ¿no dijiste que fue un accidente? —exclama Rosa, angustiada, ante su silenciosa hermana.
—En absoluto —niega Gomis—. Gracias al manuscrito póstumo que se encontró en el despacho de Pedrosa, sabemos que se debió a un forcejeo con Feliciano Marest, cuya personalidad real se desenmascara en ese escrito. ¡Menuda fama le va a dar a la abogacía! —se lamenta Gomis, que añade—: El sargento Palau es un crack. A él le debemos la resolución del caso.
—¡Dios Santo! —profiere Rosa abatida, en busca de una respuesta en su hermana, que, ausente, tiene la mirada perdida a través de la ventanilla.
—Antes que nada, Berta debería sincerarse conmigo, si quiere que lleve su caso, claro. Podemos desmontar el tema del asesinato, cabe decir que su presencia en el lugar en el momento de los hechos fue circunstancial. Hay posibilidades de defensa, pero debe aclararnos su relación con Marest, el porqué de su pertenencia a ciertas asociaciones, cuál era el motivo real de sus múltiples estancias en Boí. Debe decirnos por qué Marest negó haber estado con ella en Boí a finales de agosto, o la razón por la que en fechas recientes, con Arnau a su lado, realizase numerosas llamadas telefónicas a Marest, según consta en el informe.
Porque el suicidio del
intendent
no hizo sino corroborar la línea de investigación desarrollada por el abogado y el sargento Palau, y que apuntaba a una trama integrista, vinculada con diversos sucesos delictivos que hasta entonces se habían registrado.
Además, con Pedrosa fuera del escenario, desaparecieron miedos y amenazas, y surgieron por doquier declaraciones y testimonios que ayudaron a configurar una lúgubre telaraña cuya tejedora principal no estaba aún identificada; una confabulación con un fin último: la preservación de los pilares más ortodoxos de la Iglesia Católica; una trama cuyos miembros, gente sin escrúpulos, sustentaban sus paranoicas convicciones en una mezcla de simbología y doctrinas carente de coherencia alguna. Personas de diferentes profesiones que solían pertenecer a altas instancias de muy distintos ámbitos sociales.
Un complot internacional, con tentáculos en diversos países; tenían presencia allí donde advertían indicios de desestabilización de su particular credo. Una organización que velaba desde hacía siglos por la solidez de los pilares de su religión, para aniquilar cualquier atisbo de amenaza. Todo quedaba bajo la extrema vigilancia de una estructura milenaria, inventada diez siglos antes por la Iglesia Católica, para consolidar los cimientos de la civilización cristiana.
En definitiva, una orden supranacional camuflada bajo siglas, organizaciones, fundaciones, plataformas… con un objetivo: adaptar a cada época histórica las premisas inspiradas por el papa Lucio III a finales del siglo XII: las razones del Santo Oficio.
La vida sigue en el «El Valle del Bovino». Rocío prepara las mesas de la terraza, donde pronto servirá desayunos.
—¿No está Carola? —pregunta un cliente.
Tras la ronda habitual, el sargento Palau entra en el bar para pedirle su café diario. De los allí presentes surge un aplauso espontáneo e improvisado. Él lo agradece con sonrisa tímida.
Frente a ellos, los taxistas aguardan a sus primeros pasajeros para llevarlos al Parque Nacional de Aigüestortes, que en sus cimas alberga estanques y lagos dispuestos a aplacar la sed del estío. Dicen que sus rocas son las que Hércules dispuso sobre la tumba de su amada Pirenna, entre desesperados llantos por su traumática pérdida, devorada por los lobos.
—¿Qué sabes de Arnau? —pregunta por fin Berta con habla entrecortada, ante un llanto incontenible.
—No vendrá, Berta. Sabe que estás bien. A pesar de que me juró que volvería a buscarte, ha decidido pasar página —respondió Gomis.
Agustí es testigo, a través del retrovisor, de los sollozos de Berta. Le inquieta que pueda mancharle la moqueta de su impecable Mercedes, por lo que se apresura a alargarle unos pañuelos de papel.
—¡Dios Santo! —repite Rosa—. Yo, que siempre desconfié de Arnau, y exalté las virtudes de otros, que resulta que eran auténticos demonios.
—No sufras por él, le he cubierto las espaldas. Nadie se atreverá a acercarse. Nadie le hará daño; bueno, nadie en su sano juicio, quiero decir.
—¿Cómo sabes que nadie le hará daño? —preguntó entre gimoteos Berta.
—El propio
Legado del Valle
le protege; sí, el mismo pergamino es su salvoconducto. Sólo lo sacará a la luz si se siente acosado. Si algo le sucede, muchos sabemos dónde se custodia y lo haremos público. Los mismos que le amenazaban, tendrán que velar por su integridad y la de los suyos.
Hoy es un día especial en el «Valle del Bovino». En la iglesia de Sant Feliu, en Barruera, capital administrativa del Valle, se celebra una misa en memoria de María Miró Soler, del profesor Francesc Puigdevall y del que fuera su mosén hasta hace poco. Asistirán autoridades de distintos ámbitos. El obispo oficiará la ceremonia. Una romería llevará a los fieles hasta la ermita de Sant Nicolau de Bari, junto al estanque de La Llebreta, para pedirle al santo que no permita nunca más tanta maldad en el Valle. El mismo santo que cada primer domingo de julio recibe a los peregrinos que piden su protección contra las adversidades climáticas. La Conferencia Episcopal ha emitido un comunicado en el que se desvincula de los tristes hechos acaecidos. Desde el Vaticano llegan noticias sobre un próximo estudio para la construcción de un monumento en el Camp dels cremats, al pie del castillo de Montsegur, en honor a las víctimas inocentes que murieron quemadas vivas en la hoguera en el año 1244.
—Y tú, ¿qué sabes de Marest? —pregunta el abogado a Berta, que se sume en su expresión de ensimismamiento del principio.
—Hemos llegado —anunció Agustí.
—Un momento —ordena Gomis, sin permitir que nadie baje del taxi—, ¿me vas a contar de una vez lo tuyo con Marest?
—¿Nos lo vas a decir ya, Berta? —tercia Rosa.
—Me prometió la nulidad matrimonial —confiesa entre sonoros sollozos, que vuelven a inquietar a Agustí—. Mi gran anhelo estaba en sus manos: la nulidad matrimonial y, tras ella, poder cambiar de vida a ojos de Dios.
El abogado no sale de su asombro.
—¿Cómo?
—Me fié de él. Compartíamos la afición por la historia, por el arte. Los dos éramos muy piadosos. Observé un cambio en él cuando le comenté que Arnau venía a Barcelona, pero pensé que quizás estaba celoso.
Berta hace una pausa para sonarse, y Agustí, cada vez más preocupado, le facilita otra remesa de pañuelos.
—Sí, llegué incluso a creer que estaba secretamente enamorado de mí. Cuando a través de Arnau supe lo de la muerte de la señora Miró, ahí cambió todo —vuelve a interrumpirse. Las lágrimas no le permiten seguir—. Por eso nos hicimos tantas llamadas en los últimos días. Yo no tuve nada que ver; lo juro.
Pronuncia la última frase entre lloriqueos incontenibles, de manera que apenas pueden entenderse sus palabras.
—Pero ¿qué pasó? ¿Qué quiere decir que no tuviste nada que ver? —inquiere con dureza el abogado.
—Fue a mediados de agosto. Aprovechamos las vacaciones para trabajar unos días en lo nuestro: en arte, en historia… Antes de volver a Barcelona me pidió que lo esperara; le quedaba una gestión por realizar. Yo no sabía de qué se trataba. Así que aguardé largo rato en el bar de la plaza; luego, llegó con paso rápido. Me dijo que jamás nos habíamos visto, que no habíamos coincidido ese fin de semana. Le pregunté qué ocurría, y no me lo quiso contar. Nos separamos en Barruera. —Berta parece haber recuperado cierta entereza—. Desde entonces no nos hemos vuelto a ver. Cuando Arnau llegó, me contó lo de su tía, e intuí la fatal realidad. Lo llamé, y por teléfono pactamos mi silencio.
—¿Tu silencio? ¿Cómo? ¿Qué precio tiene tu silencio? —pregunta Gomis sulfurado.
—Dejar en paz a Arnau, para permitir que pudiéramos construir una nueva relación, esta vez definitiva. Sólo tenía que hacerme con el pergamino y entregárselo. A ser posible, también la espada. Ése era el pacto, pero ocurrió lo del mosén, que lo cambió todo. Tras mi detención, me hizo llegar un mensaje.
—¿Cómo un mensaje? ¡Estabas detenida!
—También había establecido el precio de mi libertad.
—¿Y cuál fue la oferta esta vez?
Berta esboza una leve sonrisa.
—Mantenerlo alejado del tema y cambiar de abogado; me propuso otro.
—Ya. Oye, Berta, otro detalle. Llamaste a Marest desde la casa del profesor Puigdevall, ¿verdad?
—Sí, lo hice antes de pedir unas pizzas. En ese momento quise saber de primera mano si lo del mosén también era cosa suya. Le dije que nos buscaban por aquello…
—¿Y bien?
—Hablamos un buen rato. Se mostró ofendido de mis dudas acerca de él. Luego me detuvieron.
—¿Sabes, Berta? Esa llamada significó la sentencia de muerte del profesor.
Dentro del taxi, Berta es el centro de las miradas atónitas que no se apartan de su rostro.
—Bien, ahora ya sabéis cuál ha sido mi relación con Marest. ¿Satisfechos? —concluye con altivez.
Amanece. Se aspiran aromas de jazmines y geranios que proceden de balcones esculpidos en madera noble, con cinceles que dejan impresa la singular huella pirenaica. Se apagan sus farolas, que llevan inscrita en letras doradas su pertenencia: Vall de Boí. Las callejuelas que iluminan, estrechas y reviradas, quedan flanqueadas por murallas trabajadas piedra sobre piedra. ¿Cuántos pisaron esos mismos adoquines a lo largo de los siglos?
Marest es hombre acostumbrado a lidiar con la presión, aunque no soporta la que ahora le oprime con tanta intensidad. Siente el distanciamiento de los cancilleres, anónimos aún para Gomis, los que apenas unos días antes eran sus próximos superiores; percibe, en cambio, la cercanía de la mano de la justicia, esa justicia a la que, paradojas de la vida, había dedicado sus habituales quehaceres profesionales. Justicia para él terrena, ya que, a pesar de todo, se considera aún bajo el respaldo divino por sus actos de fe.
Ha sido reconocido por Carola y por la señora Juanita; relacionado por Arnau con el sicario que se presentó en el hotel; delatado por Manuel Pedrosa en la declaración póstuma que representó su último acto de arrepentimiento, hasta el punto de confirmar su relación con la muerte de la señora Miró y con los viles asesinatos de mosén Jaume y del profesor Puigdevall. En aquellos intensos momentos, Marest se halla en una cabina telefónica en paradero desconocido.