El legado del valle (29 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

BOOK: El legado del valle
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La estancia combinaba una singular mezcla de olores y fragancias que me recordaban tiempos pretéritos. Una ensalada de aromas entre humedad y polvo, sazonada con colonia Floïd que no acababa de situar en mi memoria, pero me resultaba conocida.

Un escenario ideal para rebajar la tensión acumulada. Nos sentíamos protegidos en la clandestinidad, con la esperanza de encontrar respuestas a nuestras turbaciones y disponer de tiempo, aunque sólo fuera para pensar con la tranquilidad precisa.

—¿Queréis un café? —invitó.

Ambos asentimos con la cabeza al unísono. Berta mostraba una sonrisa entre forzada y distendida que hacía mucho que no le advertía.

—Profesor —pedí—, ¿podría hacer una llamada a Londres?

—Claro.

Desenterró de la mesa el teléfono, sepultado bajo unas carpetas.

—Hello, ¿Ronald? Soy Arnau. Sí. Estoy en Barcelona. Escucha, tengo un grave problema y necesito tu ayuda. Es muy importante. Ahora no puedo contártelo. Cuando tengamos ocasión te lo explicaré. Puedes localizarme en el número de teléfono que te aparece como remite; no intentes llamarme al móvil. Atiéndeme: necesito el mejor abogado criminalista de Barcelona con corresponsal en el Reino Unido. ¿Entiendes? Confía en mí e infórmame lo antes posible. Bye.

El profesor me examinaba desconcertado.

Al acabar la breve conversación tomé un sorbo de aquel brebaje.

«¿Cómo puede llamar a esto café?», me pregunté.

Rodeada de libros, sobre un estante, reposaba la maldita cafetera eléctrica con la jarra llena de un inclasificable líquido oscuro, engendrado quién sabe cuándo y recalentado infinitas veces. Junto a ella, un bote de cristal con arena blanca y un libro encima que le servía de tapa.

—Eso no será… —murmuré.

—¿Queréis azúcar? —preguntó el profesor.

Sí, aquello era azúcar. Hice un gesto negativo con la cabeza, junto con una amplia sonrisa de agradecimiento.

—Y bien, ¿cuál es el motivo de tanta angustia?

Berta iba a comenzar de nuevo el discurso y tuve que interrumpirla a la vista de su tartamudeo inicial, que presagiaba otro arrebato de lágrimas.

—Gracias por su acogida, profesor —comencé—. Todo es largo y confuso, y… vamos a necesitar tiempo.

—Lo tengo —respondió Puigdevall—; no sé si por suerte o por desgracia, pero lo cierto es que tengo todo el tiempo del mundo.

—Profesor —seguí mientras Berta, cabizbaja, no osaba intervenir ante la inquietud de su maestro—, verá…

Justo en ese momento nos sobresaltó el sonido del radio-rreloj que se encontraba sobre la mesa.

—Disculpad. Lo tengo programado a esta hora para oír las noticias de las ocho —se excusó el profesor mientras dirigía la mano hacia el aparato, con intención de cortar la emisión.

—No, por favor, déjelo —solicité.

Nos mantuvimos a la escucha con un sepulcral silencio ante la extrañeza del profesor.

—… conectamos con nuestro enviado en el Valle de Boí, para conocer más detalles sobre el crimen que esa pequeña población ha vivido en la jornada de hoy. Adelante Alfons Roca.

»Buenas tardes desde Boí. Como hemos ido informando, cerca de la una del mediodía, y tras celebrarse la misa, la policía ha recibido el aviso de que mosén Jaume Balart, que asiste las iglesias del Valle, había sido asesinado en la sacristía de Boí. En estos momentos, el Valle se encuentra acordonado, con diversos dispositivos de control que los mossos d'esquadra han desplegado en las vías de acceso. Se busca a dos personas, un hombre y una mujer, de alrededor de unos cuarenta años, que han sido sorprendidos cuando abandonaban el lugar de los hechos y cuya identidad es conocida por la policía, aunque no la han querido facilitar a los medios de comunicación.

»Hace unos minutos, el sargento de los mossos, Ramón Palau, ha notificado que se levantarán paulatinamente los controles, dado que se acaba de localizar en El Pont de Suert el vehículo con el que los presuntos asesinos habrían huido. De confirmarse este extremo, habrían logrado abandonar la zona y se hallarían en paradero desconocido.

»Se trata de un coche de alquiler de gama alta, contratado desde un conocido hotel de Barcelona, algo que ha permitido confirmar la identidad de uno de los fugitivos.

»Este crimen ha conmovido al idílico pueblo de Boí, no sólo por el propio asesinato, sino por la brutalidad con que se ha ejecutado. Parece tratarse de una enigmática muerte ritual, propia de la Edad Media, llevada a cabo mediante un sistema de tortura llamado La Santa Trinidad.

»Ahora mismo todo son preguntas, sobre las que esperamos obtener respuestas en las próximas horas, en que informaremos de manera puntual.

»Gracias, Alfons, mantendremos las líneas abiertas por si hay novedades en este caso.

»En otras latitudes, la noticia se encuentra en Bruselas, donde las recientes movilizaciones de estudiantes…

El profesor, estupefacto, apagó la radio. Un embarazoso mutismo se adueñó de la destartalada estancia, que rompí con un comentario jocoso que no hizo la menor gracia:

—Me parece que me han hecho más joven.

—Profesor, nosotros sólo hemos descubierto el cadáver —afirmó Berta con desespero.

—Si nos concede unos minutos, entenderá nuestra inocencia y el porqué de esta muerte —intervine.

—Ya había oído el avance de la noticia hace un par de horas —explicó receloso el profesor—. Jamás hubiera pensado que… Convencedme a toda prisa; ahora mismo yo soy eso… ¿cómo lo llaman…? ¡Ah sí! Un encubridor. —Al ver a Berta entristecida, abandonó el tono suspicaz, para añadir—: Berta, hijita, descuida, creo en ti.

Ella le respondió con un abrazo de gratitud.

—Profesor, antes de empezar, díganos: ¿Sabe usted qué es eso de La Santa Trinidad?

—La Santa Trinidad… ¿Cómo habéis encontrado el cadáver? ¿Con la cabeza despellejada, quizá?

—¡Sí! —gritó Berta—. ¡Horrible!

—Seguro. La Santa Trinidad podría exculparos; aparte del móvil, claro: ¿qué os conduciría a realizar algo tan atroz? —El profesor se detuvo unos instantes—. Pero es evidente que ésa es tarea de un abogado, no mía. Mirad, La Santa Trinidad era un macabro artilugio de tortura y muerte utilizado en la Edad Media por el Santo Oficio.

—¿El Santo Oficio? —repetí mientras me incorporaba, para desahogar algo la tensión que todo aquello empezaba a provocarme.

—La Santa Inquisición —aclaró Berta.

—Así es. En su lucha contra la herejía, la Inquisición solía ejemplarizar sus crímenes mediante ritos de fuego, por su sentido purificador. —El profesor siguió con sus explicaciones mientras localizaba un libro en una estantería y nos mostraba una imagen del tétrico artefacto—. La tenebrosa Santa Trinidad era una máscara de hierro que se calentaba al fuego hasta que se ponía al rojo vivo, para luego cubrir con ella la cabeza de los reos.

—Ahora entiendo que el hogar de la sacristía estuviera encendido, sin que hiciese suficiente frío…

Al tiempo que lo decía, en mi interior comprendí también las palabras de la tercera llamada anónima: «Vamos a purificar el Valle…».

—Pobre mosén, cuánto sufrimiento —murmuró Berta.

—El espantoso resultado ya lo habréis visto —prosiguió el profesor—: un semblante desfigurado, aterrador, porque la piel se adhiere a las paredes de la máscara, los globos oculares estallan y el cerebro se licúa en unos minutos. Una muerte horrorosa, que sin duda en este caso abre muchos interrogantes.

—Cierto —asentí—. Ante todo, ¿quién y por qué mataría así en la actualidad a un mosén? ¿Es que aún existe el Santo Oficio?

—Pero ¿qué hacíais vosotros en medio de este lío? No tiene sentido que os puedan inculpar de algo tan ignominioso.

Berta y yo nos miramos con expresión de complicidad.

—Sí tiene sentido, profesor —afirmé—. Antes de que lo asesinaran conversamos con el mosén; más tarde, fuimos los primeros en hallar el cadáver. Dejamos huellas, toqué el cuerpo y luego huimos. Está claro que somos los principales sospechosos. Ahora bien, igual que lo hizo el asesino, nosotros acudimos al mosén intrigados por diversos hechos concatenados. —Bebí otro sorbo de aquel infecto líquido y tras un instante continué—: Estamos aquí por si usted puede aclararnos las razones, y con ello presentarnos a la policía con un buen abogado. Bien, permítanos explicárselo todo desde el principio.

No quedó ningún detalle por contar de lo sucedido en nuestras vidas desde que a primeros de octubre recibiera el comunicado que me informaba de que era heredero universal de los bienes de mi tía, hasta ese mismo instante.

Berta estuvo como ausente y distraída durante mi dilatada exposición, quizá porque se removiera el trauma que flotaba en su memoria, la imagen del cadáver del mosén o porque todo aquel embrollo le provocase náuseas.

—Dejadme ver ese pergamino de una vez —pidió el profesor.

—Sólo llevo una copia encima. El original se encuentra en Uganda —manifesté mientras rastreaba en las profundidades de mi mochila, hasta dar con él.

El profesor se quedó absorto en su examen. Se acercó a él con una lupa y dedicó unos minutos eternos a explorar cada centímetro cuadrado. Se hizo un silencio inquietante, truncado sólo por la tenue resonancia de un serial televisivo procedente del vecindario.

Cuando separaba los ojos de la imagen del pergamino, era para atender a la carta de mi tía o a la homilía del mosén. Su mirada trazaba un repetitivo triángulo de un documento a otro.

—No acertamos a leer todo lo que pone —dijo Berta.

—E… S… L… M… Algo que cuadra con los acrósticos, y con el Pantocrátor de Taüll. Increíble —susurró el profesor.

Poco a poco vimos cómo su rostro palidecía. Nos alarmó de manera especial el momento en que levantó la cabeza, se quitó las gafas y aspiró, casi con ansia, más aire. Su expresión reflejó derrota y desengaño. Le abandonó su inicial fisonomía vital y animosa, y con aparente dificultad apoyó los brazos sobre la mesa. Se levantó con pesadez, para dirigirse dubitativamente y con paso cansino hacia el balcón, que daba a un patio interior.

—Disculpadme —pidió con voz abatida.

Abrió los postigos y entró el aire otoñal, entre ruidos y voces de la ciudad, para quebrar el ambiente interior que casi nos asfixiaba. Puigdevall hizo una inspiración profunda y miró hacia el cielo de una noche aún joven.

Fuimos hacia él.

—Profesor, ¿se encuentra bien? —preguntó Berta.

—No os preocupéis por mí. Cuidad de vosotros, no de mí —contestó con lentitud.

Volvió a alzar la mirada. Meditó las palabras, y añadió:

—Si nos mantenemos sensibles, la vida jamás deja de maravillarnos. —Tras un silencio, prosiguió—: Estimados Berta y Arnau, pienso que puedo hacerme idea del acoso al que os someten y de la presión que ello significa. Creo que ahora entiendo tus lágrimas, querida Berta. —Tomó más aire antes de proseguir—: Sin que lo supierais, ha llegado a vuestras manos algo que a lo largo de la Historia ha originado persecuciones y crímenes. Ciertas verdades suelen resultar incómodas. ¡Pobre mosén! Es triste comprobar cómo nuestra civilización sigue anclada en las profundidades más primitivas del ser humano. —Se apoyó en Berta y nos invitó a entrar de nuevo en el estudio mientras decía—: Amigos míos, tenéis en vuestro poder aquello que profesionales como yo hemos ansiado toda la vida.

Nos miramos fijamente; su envejecido semblante había recuperado el color natural, y lucía de nuevo su acostumbrada sonrisa.

—No sufráis por mí —repitió.

Me detuve un minuto más en el balcón, donde disfruté de una imagen vespertina que se me presentaba como la salida a todo aquel confuso y traumático enredo. Aquella apacible tarde de noviembre parecía presagiar la luz, tras un tenebroso camino.

La fragancia de los geranios vecinos invadía el espacio, y la ropa tendida decoraba de forma singular unas fachadas deslucidas y decadentes que dibujaban cada una de las pequeñas y grandes historias de su gente.

El trazo finísimo de la luna en cuarto creciente anunciaba próxima la noche.

—En África la luna es distinta —musité.

—Analicemos la situación, amigos —afirmó con renovada energía el profesor, que volvió a tomar asiento—. Es evidente que estáis en peligro. Os aconsejo que os presentéis a la mayor brevedad a la policía, porque a mi entender será sencillo demostrar vuestra inocencia. No tiene sentido huir; además, aquí no estáis tan seguros como os pueda parecer.

—Así lo haremos, profesor —acepté—, pero cuando cuente con la asistencia jurídica que ya he solicitado y sobre la que no tardarán en darme indicaciones. Seguro que nuestro abogado valorará poder contar con su sabia interpretación.

—Me parece sensato —sentenció el profesor en tono paternal.

—Mi prioridad ahora mismo no es entregarnos; eso ya llegará —añadí—. Mi objetivo inmediato es poner a salvo a Berta y abandonar el país: debo estar en Butiaba el jueves.

¿Me comprende, profesor? No, no creo que lo entienda… —Me levanté de nuevo y di cabizbajo unos pasos por el estudio—. Me siento solo e impotente, mientras soy consciente de que un sicario estará pronto ante los míos.

—Y Moses, ¿no puede, como nosotros, comunicarlo a la policía? —propuso Berta.

No pude reprimir una sonora carcajada, que respondía más a la tensión que al buen humor.

—La policía ugandesa… Me río de su fiabilidad. Es tan arbitraria como inútil; a veces se exceden, en otros casos, impera la inacción. Cuenta con pocos efectivos, y la mayoría de ellos, corruptos.

—Y con un cuerpo policial tan lamentable, ¿no tenéis
wachimans
? —preguntó Berta, en un intento de aportar ideas, aunque, como antes, de tinte inocente.


¿Wachimans
? —repetí ante la compartida expresión atónita del profesor.

—Vigilantes, seguridad… Hay quien los llama así en Centroamérica.

—Ya, ya —asentí entre risas—. Bueno, en los momentos de mayor conflicto hemos contratado algo parecido, pero sólo como opción eventual. Ahora mismo no cuento con más protección que la propia: Moses, Yvan y un perro moribundo.

—En eso, Arnau, poco podré aconsejar —intervino el profesor—; donde sí puedo aportar algo es en aquello por lo que habéis venido: para que os ayude a interpretar el fondo de la cuestión, que subyace en este maravilloso hallazgo —expuso al hacerse de nuevo con el pergamino impreso—. ¿Tienes el original en lugar seguro?

—Supongo que sí.

—¿Supones? ¿Sólo lo supones? —terció Berta.

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