La soberbia de Roma exigía un tributo de sangre. La Santa Sede era un poderoso aliado en el contexto internacional, a fin de que la España Nacional fuese reconocida por el resto de naciones. El gobierno de Burgos lo sabía, y no podía permitirse poner en juego sus credenciales diplomáticas por la vida de un hombre. Aun en el supuesto de que fuera inocente.
Se situó frente al piquete por su propio pie. Solicitó, y le fue concedido, que la sentencia la cumplieran sus propios soldados. Por eso formaban sus hombres el piquete. «Mejor ellos que otros», le dijo al capitán relator ya en capilla, encogiéndose de hombros.
Vestía camisa azul de falangista, con la que siempre quiso ser enterrado. Lucía sus cruces de guerra. No había sido degradado ni despojado de sus condecoraciones. A la vista de su historial militar y de los oscuros hechos que rodearon la muerte del hombre de Roma, el juez togado no se mostró menos inflexible que en la sentencia, a pesar de las presiones que recibió: «Será fusilado, sí. Pero no deshonrado».
El tímido sol del amanecer, que no lograba disipar los jirones de nubes grises que lo envolvían, le hacía entornar los ojos. Ello le resultaba doblemente molesto, ya que además sabía que lo que tenía ante sí era lo último que sus ojos verían. A aquella hora de la mañana, el sol de ese invierno tardío apenas calentaba, y el frío de la noche aún persistía en el incipiente amanecer. «Debía haberme puesto algo, además de la camisa azul mahón. Pensarán que tiemblo de miedo y no de frío. Y lo peor de todo es que acertarán», pensó mientras sonreía con tristeza.
Pensaba en Caritat. Antes, el objeto de una misión; ahora, «Su Vida» con mayúsculas. No habían podido estar juntos desde que llegaron a Burgos y él informó de los hechos en Capitanía. El propio coronel Trigueros, que hubo de proceder a su inmediata detención, de nuevo por órdenes superiores, le avisó de que la ciudad no era segura para la chica y que Roma no cejaría en su empeño por encontrarla. «Han enviado un nuevo lacayo. Irán por ella hasta matarla. Son los mismos perros con distintos collares.» A pesar de la advertencia, y de los ruegos, transmitidos a través de Sánchez Moraleja, de que abandonara la ciudad, permanecería allí hasta que todo hubiera concluido.
El teniente al mando del piquete miró a Juan y éste asintió. Estaba listo para morir. El oficial extrajo su sable de la vaina con rasgueo metálico, que refulgió con brillo a la escasa luz de aquel día aciago. Ordenó el consabido «carguen» y «apunten». La voz del reo de muerte se elevó por encima de la del teniente.
—A la orden de usía, mi coronel —dijo a Trigueros, que era el militar de más alto rango que se hallaba presente en la ejecución—. Solicito permiso para mandar a mis hombres por última vez.
Nueva mirada de soslayo del teniente, pero esta vez dirigida al coronel.
—Con dos cojones —comentó por lo bajo Trigueros, mientras asentía con fuerza, para aplaudir así la bizarría del soldado—. Y tú, sapo de sacristía, ya has visto lo bastante para contar a tu amo. Lárgate de aquí si no quieres que te pegue un tiro en las pelotas. Este muerto es de los nuestros.
Las frases, dichas con su habitual diplomacia, iban dirigidas a monseñor Lledó, un cura de ademanes femeninos, enviado por la Secretaría de Estado Vaticana, a la postre un gobierno extranjero, para sustituir en las pesquisas al malogrado Fernández Alonso y que, para mayor vergüenza, también era español.
La orden de «fuego» se confundió con la descarga cerrada, que resonó en los muros del cuartel. Once flores rojas sobre fondo azul; con el yugo y las flechas, doce. El sonido se hundió en el pecho de una mujer joven que empezaba a envejecer, junto a unos cipreses que regaba con sus lágrimas. Ella aún no lo sabía, pero una nueva vida crecía en su vientre.
Era 27 de febrero de 1939. Ese día, Francia e Inglaterra reconocían al gobierno de la España Nacional.
—¡S
e ha afeitado la barba! Se le ve más joven —comentó sonriente el sargento Ramón Palau, al recibirnos de pie ante su mesa.
—¿Barba? —preguntó sorprendida Berta.
—Agente, le presento a Berta Hernández; Berta, el sargento Palau.
—Bien, señor Miró, ya sabe lo que hay. Entraron a robar en casa de su tía. Bueno, en la que ya es su casa. Debería decirnos si encuentra a faltar algo. Hemos localizado dos presuntos escondrijos vacíos. Si se llevaron algo, lo ignoramos. Todo está muy revuelto, por los suelos. Un desastre.
—Sargento, ¿hay muchos sucesos de este estilo por aquí?
—Si le he de ser sincero, le diré que no, aunque tampoco es esto un paraíso idílico exento de delincuencia —respondió el sargento, mientras se hacía con unas llaves del cajón de su mesa.
—Hay algo que me quita el sueño, sargento Palau, ya sabe a lo que me refiero: la hipótesis de que mi tía fuera asesinada —indiqué en el momento en que el policía agarraba de una estantería lo que aparentaba ser el expediente del caso.
—No, señor Miró, no se atormente. Ya se lo dije por teléfono: todo son habladurías. ¿Quieren sentarse? —invitó el agente, y dejó sobre la mesa llaves e informe—. Sí; admito que hay ciertos elementos que nos obligan a realizar una investigación más en profundidad que en otras defunciones, pero no disponemos de pruebas, y lo más probable es que de aquí a un par de meses se archive la causa.
—¿Qué elementos son ésos? —quise saber.
—Pequeños detalles que por sí solos no sustentan nada: que en ciertos ambientes parece ser que su tía no era bien vista; que no se la vio enferma ni impedida como para caer por unas escaleras que conocía de toda la vida y que, por tanto, podía bajar y subir incluso a ciegas; pero, sobre todo, la duda está en cómo quedó el cadáver en el suelo.
—¿Qué significa eso?
—Señor Miró, de momento no puedo darle información. Debe comprenderlo.
Mi desconfianza hacia aquel policía se acrecentaba a cada segundo.
—Vengo de lejos, sargento. De muy lejos. Creía que recibiría alguna explicación. Por teléfono dijo usted que me lo aclararía —repliqué enojado.
—Señor Miró, le ruego que sea discreto. Sostengo, y lo digo en primera persona, puesto que mis superiores afirman lo contrario y subestiman mi argumentación (algo que debemos soportar los policías destinados en lugares remotos), sostengo, como decía, que una persona que cae por sí sola por unas escaleras da con sus huesos en el suelo con una fuerza determinada. Tanto la posición en que quedó el cuerpo de su tía como las fracturas y magulladuras que sufrió, me llevan a pensar que la caída provino de una fuerza ajena: o bien se lanzó al vacío, o bien la empujaron. Estamos a la espera del informe forense, que nos lo aclarará, aunque se retrasa más de la cuenta.
»La primera opción es remota en una persona de setenta años: su salto en modo alguno podía tener tal potencia; además, la hipótesis de un suicidio parece no cuadrar con el carácter de su tía. Si ése hubiera sido el motivo, una persona tan inteligente como ella habría optado por cualquier otra opción menos dolorosa y más segura.
»Así que, a mi entender, alguien la podría haber empujado. Alguien conocido, ya que al descubrir su cadáver no se observó ninguna cerradura forzada ni signos de violencia. Todas las ventanas y puertas estaban cerradas. Nada se encontró removido, a diferencia de lo que ha sucedido ahora. Quizá tras una discusión, alguien tuvo un mal momento y luego huyó, asustado tras el fatídico desenlace. Pero bueno, todo son conjeturas.
—Disculpe que discrepe, ¿qué podría tener una señora mayor que vivía en una humilde casa de pueblo para que ocurriera algo así? No tiene sentido.
Miré a Berta con incredulidad. Ella respondió a mi mirada y al instante supimos que ambos pensábamos en lo mismo.
—Mire usted, una vez conocí a una mujer acaudalada. Tenía seguridad privada, caja fuerte en casa y en el banco, alarmas de todo tipo. A pesar de ello, sufrió varios intentos de robo. Pero jamás le robaron sus joyas. ¿Sabe usted dónde las escondía?
—Dígame —pidió Berta con aire divertido.
—En el congelador, envueltas en papel de plata, en el interior de una lubina. ¡El mejor escondite! ¡Nadie en su sano juicio miraría allí!
—No entiendo la relación con lo que nos ocupa —comentó Berta.
—Es una alegoría —respondió el sargento—: la vivienda de esa rica mujer sería el Valle; la lubina se correspondería con la casa de la señora Miró, de su tía.
Hizo una breve pausa y siguió:
—Sabemos que su tía era una persona sencilla, sin bienes ni valores destacables. Sin embargo, según se cuenta en Boí, de alguna manera era una persona controvertida. —Abrió la carpeta y leyó textualmente parte del expediente—: «Se presume que guardaba algunos objetos antiguos junto con documentación de la historia del Valle, algo que podría llegar a desempolvar antiguos litigios sobre propiedades, por poder constituir prueba de algunas herencias improcedentes que se sucedieron». —Cerró de nuevo la carpeta—. ¿Dónde mejor se puede resguardar algo valioso de Boí, que además no se quiere sacar a la luz? Allí donde muy bien dice usted: en la humilde casa de una anciana venerable. ¿Lo entienden?
—¿De dónde ha sacado esta información? —pregunté—. Porque, por lo que parece, le da usted total credibilidad.
—Comprenda que no puedo decírselo. Son declaraciones de personas del pueblo. Aunque a menudo sucede que los que saben no quieren hablar, y los que hablan no saben nada.
—Con todo lo cual, sus indagaciones se basarían en que alguien, a sabiendas de lo que mi tía escondía, la mató, y luego se las arregló para que todo pareciera consecuencia de su avanzada edad, ¿no es así?
Berta y yo nos cruzamos las miradas, justo en el momento en que a ella le sonó el móvil.
—Disculpen.
Se retiró al vestíbulo para hablar con comodidad y discreción.
El sargento prosiguió:
—Sí; ésa es mi hipótesis. Las primeras sospechas recaerían en personas cercanas a su tía, responsables también del robo posterior. Pero necesito el motivo. Ahora todo se basa en suposiciones, chismes, indicios… Es preciso conocer lo que su tía escondía, señor Miró, porque ello acotaría la lista de posibles autores.
Miré a los ojos del sargento.
—Incluso yo podría estar en esa lista, ¿no?
—Admito que lo pensé; pero su posición económica y la reacción posterior ante los hechos han diluido esa posibilidad. Además, sabemos que no pisó suelo español hasta hace quince días. Por otra parte, un asesino no hubiera vuelto.
—Podría haber contratado a alguien que lo hiciera —me atreví a apuntar.
—En ese caso tampoco estaría hoy aquí. No creo que se acercara tan pronto por España. Siento decirle que lo calibramos; pero se lo habría encargado a un profesional, que jamás hubiera huido tras el supuesto asesinato; es más, hubiese aprovechado para buscar lo que perseguía. El profesional es quien entró a robar con posteridad, el que lo removió todo hasta dar con algo en la buhardilla.
El sargento Palau esbozaba media sonrisa y me observaba con atención; analizaba a fondo todos mis movimientos, mis gestos, palabras y reacciones, para detectar algo que le permitiera aclarar las dudas que se agolpaban en su cerebro.
—¿Sabe usted algo que nos pueda ayudar, señor Miró? Debe confiar en mí.
Estuve a punto de soltárselo todo: la carta de mi tía, el pergamino, la amenaza…
Me detuvo de súbito algo que vi en el cenicero que había en el centro de la mesa. Acerqué mi mano, ante la estupefacta mirada del sargento, y extraje un pequeño canuto de papel enrollado; un envoltorio de caramelo.
«¡Marest ha estado aquí!», me dije, y esa conclusión me empujó a dudar de todos y callar.
—¿Qué hace? —preguntó el sargento.
—Disculpe —me excusé al soltar de nuevo el canuto en el cenicero—. Le aseguro que le he informado de todo lo que conozco —mentí—. Sargento, mi tía era una persona muy modesta… No creo que dispusiera de nada más que su casa.
—Señor Miró, ¿sabe usted algo de armas de virtud?
—¿Armas de virtud? Ni idea.
—Perdone —dijo Berta al entrar de nuevo.
—Bien… ¿Qué les parece si les acompaño a Boí y echamos un vistazo juntos a la casa? Además, tendré que abrirles yo —propuso el policía, que se hizo de nuevo con llaves y expediente.
En aquella tarde de noviembre, el Valle nos abría de nuevo la majestuosa entrada que en su día debió de ser Castillo de Tor. Tan sólo el campanario, que amenazaba con resquebrajarse con el simple vuelo cercano de un gorrión, subsistía en medio de un pueblo restaurado en su totalidad.
Seguía al coche policial el mío de alquiler, ahora conducido por Berta. Uno a uno dejábamos los pueblos en nuestra ascensión hacia Boí, siguiendo el curso del río Noguera de Tor: Tor, Llesp y Coll a poniente; en la vertiente opuesta, Irgo, Iran y Saraís, hasta que a nuestra izquierda dejamos Cardet, que desde lo alto da la bienvenida a la llanura esplendorosa de Barruera, contemplada por Erill la Vall, antigua residencia de la nobleza, y también por Boí, Durro y Taüll, apostados en lo más alto.
Berta no desaprovechó la ocasión para insistir en la exposición de su particular visión del Valle. A medida que ascendíamos, me indicaba la ubicación exacta de los castillos que algún día hubo y comentaba su importancia estratégica, así como la de los primeros pueblos situados en las laderas, junto a los collados, en las guerrillas de desgaste contra tropas invasoras.
—En total, doce pueblos, como los doce apóstoles —contaba entusiasmada.
Advertí de reojo que me observaba.
—Intentaba imaginarte con barba —dijo con una caricia.
—Suelo pasar temporadas con barba, y otras sin ella.
—No me gusta el sargento —afirmó de súbito.
—Eso me tranquiliza. Empezaba a estar celoso.
—Qué tonto. Ese hombre no es trigo limpio.
—Yo pienso lo mismo. ¡Por cierto! —exclamé al recordar que debía llamar a Felip Saludes y hacerme con mi móvil.
No hubo suerte con la respuesta: «El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento».
Le envié un escueto SMS: «Estoy en España. A su disposición si continúa interesado en verme. Arnau Miró».
—¿A quién le enviabas el mensaje? —quiso saber Berta mientras aparcaba.
—Eres muy curiosa. A uno que parece interesado en comprarme la casa.
—¿Otro? ¿De quién se trata esta vez?
—Sí, otro pesado de… pero ¿cómo sabes que hay más de uno?