—Alférez, es usted un insolente y daré parte a Burgos de su conducta —rugió Fernández Alonso, que cerró de golpe el vestigio de ventana, ruido que se solapó con las risas contenidas de la reducida tropa.
Aquella noche, Juan examinó la fotografía de Caritat largo rato, a la luz de una lámpara de carburo que silbaba tenuemente. Era un grupo de niños y niñas que no superaban los quince años, los más mayores, en una escuela mixta. Todos miraban en ángulo de cuarenta y cinco grados, supuso Juan que por indicación del fotógrafo. Todos, salvo ella. La niña miraba con sus ojos almendrados a la cámara, es decir, en dirección al hipotético observador de la ulterior fotografía. La instantánea recogió cómo se retiraba un rebelde mechón rubio detrás de la oreja. El sepia de la imagen no permitía conocer el color de los ojos, pero se adivinaban claros.
Caritat Solell, un nombre catalán sin duda. Se hizo esta reflexión mientras guardaba la foto y se giraba, para cubrirse bajo el capote con intención de dormir. Cinco minutos después lo hacía a pierna suelta. Roncaba, tenía la nariz rota y mal soldada, como consecuencia de una discusión años atrás sobre el concepto de España en el bar de la Facultad de Derecho. Su oponente se llevó la peor parte.
Llegaron por la mañana al Hospital Militar de Huesca. El aire olía a una singular mezcla de desinfectante y secreciones humanas. Allí había ido a parar Caritat por los caprichos de una guerra.
Juan Álvarez de Hinojosa dejó el pelotón al mando del cabo primero en el exterior del edificio y entró en compañía de Fernández Alonso. Ambos acordaron separarse para poder abarcar más en la búsqueda de la joven. Recorrieron largos pasillos de baldosas ajedrezadas, atestados de camas con heridos de menor gravedad y convalecientes.
Las habitaciones, escasas en relación con el número de heridos, y algunos pabellones se utilizaban para los casos más graves a fin de ofrecer mayor intimidad en el trabajo de morir.
Al fondo de uno de esos corredores, una sala de mutilados. No había cambiado tanto desde la foto. Era ella. Caritat, la niña mujer.
Apoyado en el quicio de la puerta, la observó unos instantes sin que ella lo advirtiera. Cabello rubio retirado de la cara, recogido en una coleta, y el mechón rebelde de la foto, que escapaba a un lado del rostro. Vestía pantalones de uniforme, que le estaban holgados y que se ceñía con un ancho cinturón de cuero cuarteado por el uso, y un viejo jersey de cuello alto blanco, y calzaba botas de infantería. Remetía colchas, vaciaba orinales, limpiaba muñones purulentos. No dejaba de sonreír con la boca y comprender con los ojos el cruel entorno de cuerpos mutilados; pero jamás compadecer.
Un hombre corpulento, con camisa parda de requeté, se acercó a ella haciendo rechinar las ruedas de su silla. Fermín, de Estella, el corredor sin piernas.
Cada año, en julio, iba a Pamplona a correr delante de los toros. Fiesta de la ciudad y fiesta de su patrón, qué más podía pedir. Era de los que se arrimaba a la cornamenta del morlaco, porque le gustaba notar el olor acre a sudor que despedía la piel del animal. Una pulsión casi sexual, para luego emborracharse de vino y aplausos.
Al inicio de la contienda se alistó en el Tercio de Requetés y su madre le cosió un Sagrado Corazón de Jesús en el interior de la camisa. «Un "detente bala", para que vuelvas vivo», le dijo la mujer al darle un abrazo que no abarcaba al mozo.
Y vivo volvió, aunque no entero. Una ráfaga de ametralladora le segó las piernas en Brunete. Detuvo carreras y ovaciones para siempre. Hubiera debido coserle otro «detente bala» en los pantalones. A partir de entonces, vería los toros desde la barrera.
Tomó a Caritat de la muñeca y la atrajo hacia sí. Ella, reticente, trató de evitarlo con suavidad, sin dejar de sonreír. Con sus fuertes brazos la sujetó por la cintura y la sentó con violencia en su regazo incompleto, a la vez que trataba de enlazar los labios de la joven con los suyos. Siempre con suavidad, la joven se zafaba de su abrazo, hasta que el doble peso soportado hizo que la silla basculara, para caer al suelo con estrépito vibrante de metales y ruido sordo de carne mutilada. Debajo del conjunto de cuerpos y silla crecía una mancha amarilla.
—Me he meado, me he meado, ni para aguantarme sirvo, perdóname, Caritat, perdóname… —hipaba entre sollozos y vergüenza el requeté, que escondía el rostro con su brazo, uno de los apéndices de su cuerpo que aún mantenía intacto.
Ella le acariciaba el pelo y le susurraba al oído cosas apenas audibles. Lo tranquilizaba, mientras trataba de levantarlo por una axila. Juan se aproximó con rapidez, e izó al mutilado por la otra para depositarlo con sumo cuidado en una cama. Ambos se miraron por primera vez y para siempre.
—Gracias, alférez —dijo la joven dirigiéndose a él por su grado—. Si buscas a alguien en concreto, te puedo ayudar. Los conozco a todos, incluso a los muertos. Todos quieren que sea su novia.
—A decir verdad, señorita, necesitaría…, le rogaría que nos acompañara a Burgos. Al parecer, quieren interrogarla sobre extremos que nada tienen que ver con su irreprochable conducta en la guerra.
—¿Qué les acompañe a Burgos? ¿Podría negarme a ello?
—Claro que no puedes negarte, hija mía. Si no es por las buenas, nos acompañarás por las malas —declaró bruscamente Fernández Alonso, que no había abandonado su grosera costumbre de irrumpir sin avisar en las conversaciones ajenas.
—¿Es así como dice?
Juan asintió con pesadumbre. Bajó la mirada avergonzado, como si buscara algo inexistente en la punta de sus botas.
Flanqueada por Juan y con el clérigo delante, Caritat se encaminó a la habitación que compartía con otras enfermeras. Recogió sus exiguas pertenencias, que cabían en un macuto, se cubrió con un raído chaquetón y abandonó el hospital.
Ella no lo sabía, y por eso no se despidió de nadie, pero se iba para siempre. El frío exterior disipó el olor a sufrimiento ajeno y fue la antesala del propio.
Llegaron a la casa que el teniente coronel con sotana, o cura con estrellas, había ordenado requisar a la entrada de Huesca. Anochecía. Juan y Caritat bajaron juntos de la caja del camión, donde habían viajado con el resto de los soldados. Primero lo hizo él y una vez en tierra le tendió la mano. La joven reprobaba este tipo de cortesías en público, pero en el fondo le gustaban.
Él, que no fumaba, le ofreció un cigarrillo, que la joven aceptó, e inhaló el humo con fruición. Pasearon y charlaron por el exterior de la vivienda, mientras Fernández Alonso preparaba el interrogatorio en un despacho habilitado en el interior de la casa.
Hacía frío. Él se quitó el capote y le cubrió los hombros. Ella no se opuso, e incluso volvió a gustarle el gesto. Llegaron hasta un cenador en el jardín y, bajo la marquesina, le pidió un beso, cosa que hasta la fecha, más que solicitar, Juan tomaba. Sin saber aún por qué, ella se lo dio encantada. El oficial le habló de los latidos acelerados de su corazón y, ante el absoluto pasmo de ella, él le puso la mano en el pecho para comprobarlo. Tampoco le importó.
Monseñor Fernández Alonso, con ademán cortés, la hizo pasar al improvisado despacho. Dos sillas y una mesa formaban todo el mobiliario. Cerró la puerta para impedir que Juan estuviera presente.
—Es confidencial, alférez, no es decisión militar sino que atañe a Dios. Como el secreto de confesión —justificó el sacerdote al cerrar la puerta con pestillo una vez la joven hubo cruzado el umbral.
Ambos se sentaron frente a frente, con la mesa por medio.
—Hija mía. Me envía Roma, y tú sabes muy bien a lo que vengo y lo que queremos. Hemos esperado mucho tiempo en la sombra. Demasiado. Y por fin la paciencia ha dado sus frutos. El desarrollo de la guerra nos favorece. Nosotros apoyamos la Nueva Cruzada desde sus albores, y son favores que se pagan. Burgos nos ha dado carta blanca sin pedir explicaciones. No me hagas más difícil lo que tengo que hacer.
Ante el silencio de Caritat, Fernández Alonso se levantó apartando la silla, se apoyó en la mesa con las dos manos, en una de las cuales brillaba un grueso anillo episcopal, y acercó su rostro al de la joven, para continuar casi en un susurro:
—Lo habéis tenido siempre, y a pesar de los esfuerzos de nuestra Santa Madre Iglesia por encontrarlo, lo mantenéis oculto. Es un peligro que, como instrumento de Roma que soy, conjuraré.
Fue quizá la determinación en la mirada de la mujer, su obstinado silencio, lo que de pronto le hizo comprender cuál era la posible doble naturaleza de lo que durante siglos buscaban.
—Es el objeto y algo más, claro. No se ha movido del Valle, no ha salido de allí, nosotros lo hubiéramos sabido, no en vano nos hemos mantenido alerta. No se ha movido, y tú lo sabes. Tú, Caritat Solell, como lo supieron tu madre, tu abuela y toda la sucia ralea de tus ascendientes —barbotó el cura de súbito dejando de lado sus anteriores suaves modales—. Eres la última de tu sangre, y eso también lo sabemos los dos.
Un imperceptible temblor en la comisura de los labios, una leve tensión en las manos que Caritat mantenía extendidas sobre la mesa le indicó que estaba en el buen camino. Se estaba acercando al corazón del secreto.
—Tú vienes del Valle, y allí está lo que buscamos. En ese lugar están las raíces de tu linaje. De la herejía misma. Ese mismo Valle en el que Roma, con dinero de la cristiandad, reconstruyó todas y cada una de las iglesias que estaban en ruinas y…
—Que estaban en ruinas —repitió la frase la joven, que abrió la boca por primera vez— porque hace seiscientos años, en nombre de Dios, Roma arrasó el Valle y pasó a cuchillo a sus habitantes, por miedo a otra verdad, también cristiana, aunque no era la oficial.
Apenas acabó de hablar, Fernández Alonso la derribó de la silla de una bofetada. El anillo abrió un surco rojo en su mejilla. La violencia del golpe hizo que fuera a chocar contra la pared de la estancia, antes de caer aturdida al suelo.
Fernández Alonso, con una rapidez insospechada en un hombre de su corpulencia, extrajo del bolsillo del gabán un cuchillo que situó debajo de la garganta de ella, mientras que con la otra mano le levantaba la cabeza por los cabellos.
—Muerta, se habrá acabado tu estirpe y el objeto jamás saldrá a la luz —gruñó para sí el cura, y comenzó a apretar el cuello de Caritat con el filo del arma.
El ruido no pasó desapercibido a los hombres que ocupaban la estancia contigua. Como una exhalación, Juan y el cabo primero cargaron con los hombros y derribaron la puerta. Con un crujido seco de astillas, la puerta cedió, y lo que contemplaron les hizo desenfundar las pistolas.
—Pero ¡qué hace, monseñor! Le ruego que se tranquilice y la suelte —ordenó Juan con voz serena, encañonando a Fernández Alonso, mientras con el índice y el pulgar tiraba de la corredera montando el arma.
Sin dejar de apuntar al sacerdote, el alférez y el cabo primero entraron en la habitación. Se separaron para cubrir dos ángulos de tiro. Fernández Alonso los miraba alternativamente, furibundo, sin apartar el cuchillo que presionaba sobre el cuello de Caritat. Un reguero de sangre se deslizaba culebreando en dirección al pecho de la joven. La presión sobre ese punto en que se había rasgado la piel aumentó. Ella empezó a respirar agitada y a toser. Se estaba recuperando. Volvía en sí.
Ambos soldados lo supieron, lo leyeron en la mirada fanática del hombre: la iba degollar.
Sonó un disparo. Un casquillo tintineó en el suelo mientras volutas de humo azul se enroscaban en el cañón del arma de Juan.
Fernández Alonso se desplomó como un guiñapo inerte sobre el cuerpo de Caritat, que en aquel momento abría los ojos y recuperaba la conciencia, mientras con una mano se palpaba el cuello herido.
Esa misma noche la pasaron juntos y fueron uno. Mientras, en la caja del camión, bajo la lona de una tienda de campaña, el hombre de Roma iniciaba en solitario su particular e inevitable proceso de
rigor mortis
.
Amanecía.
—Sabía que iba a ocurrir desde que te encontré en el hospital, Caritat. Era mektub.
—¿Mektub? —repitió ella mientras fruncía el ceño y se volvía a apartar el mechón rebelde.
—Sí, lo dicen los regulares, de las harkas del Rif. Es mektub porque está escrito, y está escrito porque así lo quiere Alá. Son extraños seres, los rifeños, taciturnos y de sonrisa fácil. Capaces de lo mejor y de lo peor. Coleccionan orejas de los enemigos que matan, para enseñarlas en su pueblo. Orejas de españoles a fin de cuentas, piensen lo que piensen, sean del credo que sean.
Ella se estremeció, y no por el relente de la madrugada.
—No, Juan, nada está escrito, y si no hubiera sido por ti y por el cabo primero, esta noche habría dejado de escribir mi historia para siempre.
—Caritat.
—Hoy has arrebatado una vida para que yo conservara la mía.
—Una vida que no merecía respetarse.
—Toda vida, por definición, debe respetarse, hasta la más insignificante en apariencia; no está en nuestra mano arrancarla. Así me lo enseñaron desde pequeña y así lo creo yo. —Tras unos momentos, añadió—: Sí. Sé lo que me vas a preguntar. Estás en tu derecho. Qué quieren de mí en el Vaticano, que les lleva incluso a tratar de matarme sin rodeos. Son muchas razones, y una sola a la vez. Mi familia viene de Francia y es tan vieja como la tierra que pisas. Las mujeres de mi sangre nos transmitimos conocimientos ancestrales. Quisiera estar contigo para dártelos a conocer poco a poco. Te enseñaría la dulce lengua de Oc, aprendida de mis padres. Además de… sí, de tolerancia —concluyó, mientras acariciaba sonriendo el yugo y las flechas que él llevaba bordados en su camisa azul. Su divisa, su honor.
Volvía a amanecer de nuevo. Esta vez, en Burgos. Dos meses después.
Aquella mañana, Juan apretaba los dientes frente a un pelotón de ejecución un tanto singular, ya que en lugar de los doce soldados habituales, lo formaban once hombres. Dos escuadras con sus cabos y el primero. En total, los once. Eran los que quedaban de su sección, y serían los encargados de ejecutar la sentencia de muerte, dictada días antes por el consejo de guerra. El presidente del tribunal militar, un coronel togado, fue inflexible: «Autor convicto y confeso de la muerte de un superior en tiempo de guerra. Pena de muerte». No hubo votos particulares, no hubo recursos; era la confirmación de una sentencia más que prevista.
De nada sirvieron las declaraciones testificales vertidas en la vista oral de todo el pelotón, como un solo hombre. Del propio cabo primero Sánchez Moraleja, que explicó con pelos y señales que el cura estaba dispuesto a matar a la mujer, y que lo habría hecho de no ser por la intervención de Juan. «Si no hubiera sido el alférez, lo hubiese hecho cualquiera de nosotros», expuso al tribunal al final de su declaración, con el mismo tono firme y orgulloso con que antaño brindaba los toros.