Alberto se levantó y se dirigió a la ventana que daba a la ciudad. Sofía se puso a su lado.
Estando así, un pequeño avión de hélices irrumpió en al aire, volando bajo sobre los tejados. De la avioneta colgaba una cinta en la que ponía: «¡FELICIDADES, HILDE!, EN TU DECIMOQUINTO CUMPLEAÑOS».
—Qué pesado —fue el comentario de Alberto.
Desde las colinas en el sur bajaban nubes oscuras sobre la ciudad. La avioneta desapareció en una de las nubes.
—Me temo que va a haber tormenta —dijo Alberto.
—Entonces cogeré el autobús para ir a casa.
—Espero que no sea ese mayor el que esté detrás de la tormenta también.
—¿Pero no puede ser omnipotente, no?
Alberto no contestó. Cruzó la habitación y se volvió a sentar junto a la mesita.
—Tenemos que hablar un poco de Berkeley —dijo al cabo de un rato.
Sofía ya se había sentado. Se dio cuenta de que había empezado a morderse las unas.
—George Berkeley fue un obispo Holandés que vivió de 1685 a 1753-comenzó Alberto, sin luego continuar.
—Sí, Berkeley fue un obispo irlandés —repitió Sofía.
—Pero también era filósofo...
—Él sentía que la filosofía y la ciencia de la época estaban amenazando los conceptos cristianos de la nada, y que ese materialismo cada vez más dominante era una amenaza contra la fe cristiana en que es Dios quien crea y conserva todo lo que hay en la naturaleza.
—Al mismo tiempo Berkeley fue el empirista más consecuente de todos.
—¿También opinaba que no podemos saber nada más del mundo que lo que percibimos a través de nuestros sentidos?
—Y más que eso. Berkeley opinaba que las cosas en el mundo son precisamente como las sentimos, pero que no son «cosas».
—Explícame eso, por favor.
—Recordarás que Locke había señalado que no podemos pronunciarnos sobre las «cualidades secundarias» de las cosas. No podemos decir que una manzana es verde o está ácida. Son impresiones de nuestros sentidos. Pero Locke también había dicho que las «cualidades primarias», tales como firmeza, peso, solidez, pertenecen realmente al inundo exterior, lo cual quiere decir que la realidad exterior tiene una «sustancia» física.
—Sigo teniendo buena memoria. Creo recordar además que Locke señalaba una importante distinción.
—Bueno, Sofía, ojalá fuera así.
—¡Sigue!
—Locke opinaba, igual que Descartes y Spinoza que el mundo físico es una realidad.
—Sí, ¿y...?
—Precisamente eso es lo que Berkeley pone en duda, y lo hace practicando un empirismo consecuente. Dijo que lo único que existe es lo que nosotros percibimos. Pero no percibimos la «materia». No percibimos que las cosas son «cosas» concretas. El presumir que aquello que percibimos tiene una «sustancia» propia, es saltar demasiado rápido a la conclusión. No tenemos en absoluto ninguna base de experiencia para hacer tal aseveración.
—¡Tonterías! ¡Mira esto!
Sofía golpeó la mesa con el puño.
—¡Ay! —exclamó, porque se golpeó muy fuerte—. ¿No prueba esto suficientemente que la mesa es una mesa real y material?
—¿Qué sentiste?
—Sentí algo duro.
—Has tenido una clara sensación de algo duro, pero no sentiste la materia de la mesa. De la misma manera puedes soñar que te das contra algo duro, pero dentro del sueño no hay nada duro, ¿verdad que no?
—En el sueño no.
—Además se puede sugestionar a una persona para que «sienta» esto y aquello. Se puede hipnotizar a una persona y hacerle sentir calor y frío, caricias suaves y golpes duros.
—Pero si la propia mesa es la que era dura, ¿entonces qué fue lo que me hizo sentir que lo era?
—Berkeley pensaba que era «una voluntad o un espíritu». Pensaba que todas nuestras ideas tienen una causa fuera de nuestra propia conciencia, pero esta causa no es de naturaleza material, sino espiritual.
Sofía había vuelto a morderse las uñas. Alberto prosiguió.
—Según Berkeley, mi propia alma puede ser la causa de mis propias ideas, como cuando sueño, pero solamente otra voluntad o espíritu puede ser la causa de aquellas ideas que constituyen nuestro mundo «material». Todo «se debe al espíritu que causa «todo en todo» y gracias a lo cual “todas las cosas subsisten”», dijo.
—¿Qué clase de «espíritu» sería ése?
—Berkeley piensa evidentemente en Dios. Dijo que «incluso podemos afirmar que la existencia de Dios se percibe mucho más nítidamente que la existencia de los hombres».
—¿Ni siquiera es seguro que nosotros existamos?
—Bueno. Todo lo que vemos y sentimos es una «consecuencia de la fuerza de Dios» dijo Berkeley, Porque Dios esta «íntimamente presente en nuestra conciencia y suscita en ella toda esa multitud de ideas y sensaciones a las que estamos constantemente expuestos» Toda la naturaleza que nos rodea y toda nuestra existencia reposan por lo tanto en Dios. Él es la única causa de todo lo que hay
—Estoy más bien asombrada.
—«Ser o no ser» no es, pues, toda la cuestión. Otra cuestión es qué somos. ¿Somos personas reales? ¿Nuestro mundo está compuesto por cosas verdaderas, o estamos rodeados de conciencia?
Una vez más Sofía empezó a morderse las uñas. Alberto prosiguió.
—Berkeley no sólo duda de la realidad material. También duda de que el «tiempo» y el «espacio» tengan una existencia absoluta o independiente. También nuestra vivencia del tiempo y del espacio puede ser algo que sólo se encuentre en nuestra conciencia Una semana o dos para nosotros no tiene por qué ser una semana o dos para Dios...
—Dijiste que «para Berkeley» ese espíritu en el que todo reposa es el Dios cristiano.
—Lo habré dicho. Pero para nosotros...
—...para nosotros esa «voluntad o espíritu» que causa «todo en todo» también podría ser el padre de Hilde.
Sofía se quedó muda. Su cara era como un signo de interrogación. Al mismo tiempo se dio cuenta de repente de algo.
—¿Tú crees?
—No veo otra posibilidad. Quizás sea la única explicación posible de todo lo que nos ha pasado. Me refiero a todas esas postales y peticiones que han ido surgiendo por tantos sitios. Pienso en que Hermes ha comenzado a hablar, y pienso en mis propios lapsus.
—Yo...
—Fíjate, llamarte Sofía, Hilde. ¡Como si no supiera que no te llamas Sofía!
—¿Pero qué dices? Creo que te estás mareando.
—Si, todo está dando vueltas, hija mía, como un planeta mareado alrededor de un sol en llamas.
—¿Y ese sol es el padre de Hilde?
—Se podría decir así, sí.
—¿Quieres decir que ha sido como una especie de Dios para nosotros?
—Sin modestia, sí. ¡Pero debería darle vergüenza!
—¿Y qué pasa con Hilde?
—Ella es un ángel, Sofía.
—¿Un ángel?
—Hilde es aquella a la que se dirige el «espíritu».
—¿Quieres decir que Albert Knag nos está hablando de Hilde?
—O escribiendo sobre nosotros. Porque no podemos percibir la sustancia de la que nuestra realidad está hecha, eso ya lo sabemos. No podemos saber si nuestra realidad exterior está hecha de ondas de sonido o de papel y escritura. Según Berkeley sólo podemos saber que somos espíritu.
—Y Hilde es un ángel...
—Es un ángel, así es. Dejémoslo ahí. Felicidades, Hilde.
La habitación se llenó de una luz azulada. Unos instantes después se oyó un fuerte trueno que sacudió la casa.
Alberto se quedó sentado con la mirada fija en algo muy lejano.
—Tengo que irme a casa —dijo Sofía. Se levantó y se precipitó hacia la salida. En el momento de salir por la puerta, Hermes que había estado durmiendo bajo el perchero, se despertó y fue como si dijera algo de despedida:
—Hasta pronto, Hilde.
Sofía bajó corriendo la escalera y salió a la calle. No había nadie. De repente comenzó a llover a cántaros.
Un par de coches pasaron por el asfalto mojado, pero Sofía no veía ningún autobús. Cruzó la Plaza Mayor corriendo. En su cabeza sólo había un pensamiento.
Mañana es mi cumpleaños, pensó. ¿No resultaba demasiado penoso tener que reconocer que la vida es un sueño justo el día antes de cumplir quince años? Era como soñar que te tocaban diez millones en la lotería y de repente, justo antes del gran sorteo, darte cuenta de que todo había sido un sueño.
Sofía cruzó corriendo el campo de deportes mojado. De repente se dio cuenta de que una persona venía corriendo hacia ella. Era su madre. Los rayos reventaron el cielo repetidamente.
Cuando se encontraron las dos, la madre la abrazó.
—¿Qué es lo que nos está sucediendo, mi pequeña?
—No lo sé —contestó Sofía llorando—. Es como una pesadilla.
... un viejo espejo mágico que la bisabuela había comprado a una gitana...
Hilde Møller Knag se despertó en la buhardilla de la vieja villa en las afueras de la pequeña ciudad de Lillesand. Miró el reloj. Sólo eran las seis, y sin embargo era totalmente de día. Una ancha franja de sol matutino cubría va casi toda la pared.
Salió de la cama y se acercó a la ventana tras haber arrancado una hoja del calendario que había sobre el escritorio. Jueves 14 de junio de 1990. Hizo una bolita con la hoja y la tiró a la papelera.
Viernes 15 de junio de 1990, ponía ya muy claramente en el calendario. Ya en enero había escrito «QUINCE AÑOS» en esta hoja. Le pareció especialmente significativo cumplir quince años el día quince ¡Eso no volvería a sucederle nunca!
¡Quince años! ¿No seria ése el primer día de su vida de «adulta»? No podía volverse a la cama como si nada. Además, era el último día de colegio antes de las vacaciones. Hoy sólo tenían que ir a la iglesia a la una. Y había algo más: dentro de una semana volvería papá del Líbano. Había prometido estar en casa para San Juan.
Hilde se colocó junto a la ventana y miró el jardín y el muelle y la pequeña caseta donde se guardaba la barca. Aún no habían sacado la barca de motor, pero el viejo bote estaba amarrado en el muelle. Tenía que acordarse de achicar el agua después de la fuerte lluvia de anoche.
Mirando la pequeña bahía se acordó de pronto de que una vez, cuando tenía seis o siete años, se metió en el bote y se fue remando sola hacia el mar. Luego se cayó al agua y a duras penas pudo llegar a la playa. Calada hasta los huesos subió por los matorrales. Cuando por fin estuvo en el jardín, delante de la casa, su madre llegó corriendo. El bote y los dos remos se habían quedado flotando en el agua. Todavía soñaba de vez en cuando con el bote abandonado flotando allí fuera solo. Había sido una experiencia humillante.
El jardín no era especialmente frondoso, ni estaba especialmente bien cuidado, pero era grande y era de Hilde. Un manzano doblado por el viento y unos pocos frambuesos que casi no tenían frutos habían sobrevivido a duras penas a los fuertes temporales del invierno.
Entre matorrales y piedras estaba el viejo balancín en el pequeño trozo de césped. Tenía un aspecto un poco triste, tan solo en la fuerte luz de la mañana. Parecía aún más triste porque habían recogido los cojines. Habría sido mamá anoche, para ponerlos a salvo de la tormenta.
Todo el gran jardín estaba rodeado de abedules. Así, quedaba al menos protegido de los fuertes golpes de viento. Estos abedules fueron los que dieron el nombre de «Bjerkely» a la finca hacía más de cien años.
El bisabuelo de Hilde había construido la casa justo antes del cambio de siglo. Fue capitán en uno de los últimos grandes veleros. Todavía hoy había mucha gente que conocía la casa como «Villa del Capitán».
Esa mañana en el jardín había huellas de la fortísima lluvia de la noche anterior. Hilde se había despertado varias veces por los truenos. Ahora no se veía ni una sola nube.
Todo parecía muy fresco tras esos chaparrones de verano. Las últimas semanas habían sido secas y calurosas, los abedules tenían ya un feo tono amarillo en la capa exterior de las hojas. Ahora era como si el mundo estuviera recién lavado. Hilde tenía además la sensación de que toda su infancia había desaparecido con la tormenta de la noche anterior.
«Claro que duele cuando brota... » ¿Era una poetisa sueca 1a que había dicho algo así? ¿O quizás finlandesa?
Hilde se puso delante del gran espejo de latón que colgaba encima de la vieja cómoda que perteneció a su abuela.
¿Era guapa? Al menos no era muy fea. No era ni guapa ni fea.
Tenía el pelo rubio y largo. A Hilde le hubiera gustado tener un pelo un poco más rubio o un poco más oscuro. Así, ni lo uno ni lo otro, resultaba un poco soso. En la parte positiva anotó sus rizos. Muchas de sus amigas se rizaban el pelo, pero los rizos de Hilde eran naturales. Anotó también en la parte positiva los ojos verdes, muy verdes, por cierto. «Son verdaderamente verdes», solían decir sus tíos y tías mirándola fijamente.
Hilde se preguntó si esa imagen que estaba estudiando era el reflejo de una chica o de una mujer joven. Llegó a la conclusión de que no era ni lo uno ni lo otro. Su cuerpo tenía algo de mujer pero su cara parecía una manzana sin madurar.
Este viejo espejo tenía algo que a Hilde siempre le hacía pensar en su padre. Antes había estado colgado abajo en el estudio. El estudio era la biblioteca, lugar de retiro y cuarto de poeta de su padre, situado encima de la caseta de la barca. Albert, como le llamaba Hilde cuando él estaba en casa, siempre había soñado con escribir algo grande. Una vez había intentado escribir una novela, pero todo quedó en el intento. De vez en cuando publicaba algún poema o esbozo sobre la costa en el periódico local. A Hilde le enorgullecía casi tanto como a él ver el nombre de su padre impreso: ALBERT KNAG. Al menos en Lillesand era un nombre que tenía cierta resonancia. También el bisabuelo se había llamado Albert.
Volvió a pensar en el espejo. Hace muchos años su padre había bromeado diciendo que era posible guiñarse un ojo a sí mismo en un espejo, pero que no se podía uno guiñar a sí mismo los dos ojos a la vez. La única excepción era este espejo de latón, porque era un viejo espejo mágico que la bisabuela había comprado a una gitana, poco después de casarse.
Hilde lo había intentado muchas veces, pero era tan difícil guiñarse los dos ojos a la vez como intentar alejarse de su propia sombra. Al final le habían regalado a ella el viejo tesoro heredado. Durante toda su infancia había vuelto de vez en cuando a intentar lo imposible.
No era de extrañar que hoy estuviera un poco pensativa. Tampoco era de extrañar que hoy se sintiera un poco egocéntrica. Quince años...