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Authors: Cliff McNish

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El olor de la magia (23 page)

BOOK: El olor de la magia
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—¿Estás preparado?

Eric asintió.

Muy cerca, Heebra observaba cómo su hija seguía intentando atraer a Yemi, que no dejaba ya que Calen se le acercara. La magia del niño había hecho que él olvidara su interés por ella, advirtió Heebra. A partir de aquel momento, necesitaría instruir a Yemi ella misma… De pronto notó que a sus espaldas se preparaba un hechizo de muerte.

Se volvió. Era la bruja ciega. Tambaleándose sobre la nieve, olisqueaba el aire en busca de Yemi, tratando de identificar su olor a través del hedor de su propia piel quemada. A cada movimiento cobraba más y más fuerzas.

«Es Raquel la responsable», comprendió Heebra de súbito. «Raquel la está curando».

La bruja ciega abrió sus cuatro fauces lanzándose al ataque.

—¡Deténte! —profirió Heebra, formulando un hechizo para matar a su propia bruja.

—¡Ahora! —gritó Raquel.

Eric levantó el dedo… y el hechizo de Heebra se desvaneció. Ella trató de rehacerlo… pero no pudo. Heebra, que nunca había tenido que enfrentarse a una situación similar, se quedó confusa por un breve instante.

La bruja ciega lanzó su hechizo.

Jamás llegó a alcanzar a Yemi. Esta vez sus mariposas estaban preparadas. Una de ellas se tragó el hechizo. Otra lo devolvió hacia la bruja ciega, que cayó muerta al momento.

Seis hermanas de sangre de la bruja muerta acudieron a ella al instante. Ninguna de las demás brujas se inmiscuyó. Se trataba ahora de un caso de justo castigo, y tenían todo el derecho de vengar aquella muerte. Las hermanas mostraron sus dientes y se juntaron, precipitándose en vertical desde el cielo.

Heebra formó a toda prisa alrededor de Yemi un escudo que no pudiera ser atravesado por ningún hechizo

Una vez más, Eric intervino y lo destruyó.

Las hermanas caían sobre Yemi. A medida que se acercaban, alteraron su formación. Separaron el compacto grupo y se lanzaron de dos en dos… el clásico ataque triangular. Las guiaba la hermana más vieja, una luchadora experimentada, que sabía aplazar hasta el último momento la decisión acerca de cuál era el hechizo de muerte que debían utilizar. Finalmente lo dijo su serpiente… y las bocas de todas las hermanas se inflamaron de llamas.

Pero al instante las llamas rasgaron sus propias gargantas. Las demás brujas observaban sin dar crédito a lo que veían: la familia de hermanas al completo caía del cielo sin ruido, con sus vestidos negros ardiendo como harapos al viento.

Se hizo un silencio, un silencio absoluto. Y entonces, de entre los grupos de brujas restantes, se elevó un ultrajado clamor de ira vengativa. Heebra vio cómo todas sus brujas se disponían para unirse en combate contra Yemi. Con tantas hermanas muertas cuyos cuerpos yacían sobre la nieve ante sus ojos, nada podía detenerlas.

—Apártate —le dijo a Calen, mientras avanzaba a grandes zancadas—. Yemi es demasiado peligroso como para dejar que siga con vida. Me ocuparé de él yo misma. —Hizo emanar todo el poder de su magia para atraer a Yemi—. Ven aquí, niñito —dijo Heebra, sonriendo—. Sé que quieres venir conmigo.

—¡No! —chilló una voz.

Era Paul. Profiriendo un grito penetrante voló sobre la nieve. No iba solo. Iba con Marshall y todos los demás niños, formando una tremenda y veloz formación de vuelo. Las brujas guardianas contuvieron a unos pocos, pero la mayoría consiguió salvar la corta distancia que la separaba de Heebra.

Paul llegó el primero. Se abalanzó sobre su rostro. Heebra lo apartó de un golpe, pero no pudo detener a todos los demás. Los niños se precipitaron sobre ella, alejándola de Yemi. Durante unos breves momentos, Heebra cayó bajo sus pequeñas manos, importunada por aquellos dedos sin garras y aquellos hechizos tan simples.

Luego, con un fácil movimiento, se los sacudió de encima a todos, se lanzó a una acometida final sobre Yemi… y exhaló su aliento en la boca del niño.

Las palabras penetraron en su cuerpo.

—Oh, no —exclamó Eric.

Yemi gimió. Se oyó un grito muy agudo, seguido por decenas de otros chillidos: eran sus Bellezas de Camberwell. Yemi se aferraba a ellas con desesperación. Tosía, flaqueaba, se agarraba la garganta. Algo le hacía daño por dentro. Trató de cogerse al vestido de Heebra, sin comprender que ella era la causa de todo aquello. Heebra lo apartó de sí de una patada y se alejó.

—¿Por qué no detienes el hechizo? —recriminó Raquel a Eric—. ¡Yemi no puede con Heebra! ¿Por qué no lo detienes? ¿Por qué, Eric?

—No lo he visto —murmuró él—. Ella… ella… me ha camuflado el hechizo.

Yemi fue a rastras unos metros tras Heebra. Luego cayó de bruces. Al mismo tiempo sus mariposas se encogieron hasta adoptar su tamaño natural… En su dolor, Yemi se había olvidado de ellas. Las Bellezas de Camberwell habían perdido sus propiedades mágicas. Se elevaron formando una nube amarilla, abandonándole.

—¡No! —gritó Raquel.

Precipitándose sobre la nieve, incorporó a Yemi, se lo puso en el regazo y le acunó la cabeza. Abriendo con dulzura la boca del niño, introdujo en su cuerpo sus hechizos de información para descubrir el tipo de arma de que se había servido Heebra. Y entonces lo sintió… muy dentro de Yemi… Un extraordinario hechizo del propio Yemi trataba de cobrar forma. Inclinó la cabeza sobre la del niño, y la boca de este se abrió.

Heebra advirtió el peligro.

—¡Matad a Raquel! —ordenó a sus brujas—. El niño no podrá hacer nada sin ella.

La respiración de Yemi no era más que un murmullo apenas audible. Raquel posó sus labios en los de él. El nuevo hechizo subió con dificultad por su garganta, tratando de llegar hasta ella y así cobrar vida. Ella lo extrajo, y lo mantuvo en su propia boca.

—¡Detenedla! —aulló Heebra.

Mientras Raquel profería el hechizo, Heebra voló sobre la nieve e intentó capturarlo. Pero el hechizo se le escurrió entre las garras. Deslizándose en ondas circulares, transportándose a través de una trémula brisa, se expandió en todas direcciones desde el Polo.

Raquel miraba fijamente a Eric, como fuera de sí.

—¿Qué tipo de hechizo es este?

—Una especie de despertar —gritó él—. Y creo saber lo que busca. —Los ojos de Eric brillaron—. Niños, Raquel. ¡Busca niños!

19
El despertar

El hechizo de Yemi partió del Polo, expandiéndose con rapidez a través del hielo y la nieve.

El primer niño hasta el que llegó vivía en la ciudad pesquera noruega de Hammerfest, en el extremo norte del mundo. Era tarde, pasada la medianoche, pero lucía el sol de verano propio de estas latitudes, difundiendo su calor sobre los niños que dormían. Como un suspiro, el hechizo del despertar entró por las ventanas abiertas. Allá donde encontraba las ventanas cerradas, se colaba por la chimenea. Si no había chimenea, se introducía por las rendijas más pequeñas entre la madera o los ladrillos. Nada podía detenerle.

Recorría las camas. Un ligero toque, tan solo un aliento, y el niño despertaba al instante. Niños que vivían en decenas de hogares diferentes cogieron sus juguetes. Los bebés mecían ruidosamente sus cunas siguiendo un mismo ritmo. Los niños mayores saltaron de los colchones y corrieron hacia las ventanas, mientras que la magia que siempre habían poseído era liberada.

El hechizo apresuraba el paso. No había tiempo que perder. Expandiéndose en un gran anillo sobre los mares árticos, prosiguió en su avance: cruzó la bahía de Baffin en dirección a Canadá, sobrevoló el mar de Kara hasta alcanzar las llanuras occidentales de Siberia, descendió por el norte de Finlandia, siguiendo el olor de los niños hasta Ivalo y más allá. Y desde sus habitaciones, en países separados por cientos de kilómetros, niños que hasta entonces jamás se habían visto, empezaron a tomar conciencia unos de otros.

El hechizo siguió avanzando. Sobrevoló el curso del río Mackenzie hasta Fort Good Hope, en Alaska. Atajó por los grandes lagos canadienses y estadounidenses: el Michigan, el Ontario, el Erie. Pero Yemi necesitaba más aún. De modo que envió el hechizo hasta la zona en sombras del hemisferio norte. En Nápoles, Italia, descubrió a dos chicos robando ruedas de coche. Cambiaron de idea. Sopló sobre niños que soñaban en Tashkent y Toulouse. Cuando abrieron los ojos, estos tenían un brillo plateado.

El hechizo cruzó el ecuador. Escudriñó buhardillas, patios de colegio, chozas. Siguió a niños que hacían novillos en Perú y los atrapó. Encontró en Australia a unas niñas que se habían escapado de casa, y las hizo volver. Buscó en los subterráneos, en talleres inmundos y lugares inhumanos de donde los niños esclavizados no pueden escapar. Los niños dejaron caer sus herramientas y unieron sus manos, conocedores de que todo había cambiado para siempre.

El hechizo viajó hasta lo más profundo de África, hacia un destino especial: Fiditi. Allí encontró a Fola y la despertó. Lloró en su lecho al reconocer la voz de su hermano.

El hechizo fluyó por todo el orbe. No se detuvo, ni descansó, ni aminoró su marcha hasta que todos los niños del mundo entero, ya fuera de noche o de día, sintieron su toque radiante.

Pero, en el Polo, Raquel permanecía arrodillada sobre la nieve, con Yemi temblando entre sus brazos.

Al niño apenas le quedaba un hálito de vida. El hechizo de muerte de Heebra lo atenazaba cada vez más con regocijo salvaje, y la magia de Raquel tan solo podía aplazar su ataque mortal. Los cálidos ojos castaños de Yemi aparecían vacíos, semicerrados.

Pero él seguía ordenando su hechizo del despertar. Lo transformó. La dulzura se había acabado. La intención de Yemi no había sido en ningún momento la de despertar sin más la magia en los niños. Él necesitaba su magia. Era la única forma que él conocía de luchar contra el hechizo de muerte de Heebra.

Su hechizo del despertar se convirtió en un hechizo de alimento.

Solo los niños del Polo quedaron libres de él. Sin previo aviso, Yemi hizo acopio de la nueva magia de todos los demás niños… y la tomó. No era momento para amabilidades. Yemi solo sabía de su gran dolor, de su acuciante necesidad. De modo que le arrebató la magia a todos y cada uno de los niños de la Tierra, sin dejarles nada, y la atrajo como una gran ola hacia su cuerpo dolorido.

Se produjo entonces un sonido que despojó de sosiego al mundo.

Era un grito, el sonido de todos los niños del mundo, de millones de ellos, gritando al unísono. No podían soportar perder su magia. Durante breves momentos, todos y cada uno de ellos habían advertido lo vacías que habían sido sus vidas sin la magia. Ahora aquel vacío volvía de nuevo, y no querían aceptarlo. Reaccionaron con furia. Siguiendo a la magia que les habían arrebatado, la rabia de todos los niños se precipitó en dirección al Polo.

Raquel acunaba la cabeza de Yemi cuando penetraron en él los primeros rastros de la magia de los niños. Al principio la magia no era más que un goteo que se colaba bajo sus párpados. Luego abrió por completo los ojos y la magia se vertió en su interior, hasta que su pequeño cuerpo parecía a punto de reventar, emitiendo un brillo insoportable. Suspiró, se relajó, respiró de nuevo. Raquel sintió que la magia le bajaba a Yemi por la garganta, hasta henchirle los pulmones, y que llegaba hasta sus venas envenenadas y hasta su corazón moribundo, y atacaba la maldad de Heebra.

Y le curaba.

Pero a muy corta distancia de la magia llegaba la rabia. Ya casi había alcanzado el Polo.

Raquel no tenía la menor idea acerca de lo que aquella rabia significaba. Las brujas, que habían perdido su organizada disposición para la batalla, la sintieron y miraron a Heebra con perplejidad. ¡Cuánto necesitaban ahora de su liderazgo!

Heebra reconoció la naturaleza de aquello que estaba llegando. Sabía que nada podría oponerse a la ira que Yemi había desatado de manera inconsciente. Era demasiado grande y generalizada. Era como un puñetazo demoledor nacido de la desesperación. Ningún ser vivo en el Polo sería capaz de sobrevivir a aquella ira: ni ella, ni Larpskendya, ni ninguna de las brujas; ni tampoco ninguno de los niños. Incluso Yemi perecería. Lo arrasaría todo.

Apenas había tiempo para decidir qué era lo que había que hacer. Heebra se quedó mirando a Yemi. ¡Cuánto detestaba a aquel niño incivilizado, incapaz de sentir siquiera el menor placer por las brujas a las que había matado! A Raquel la había subestimado. «Ahora me doy cuenta», pensó, «de lo magníficamente que has luchado contra Dragwena». Con respecto a Larpskendya únicamente era capaz de sentir el mismo viejo odio de siempre. Ahora ya no había tiempo de matarle y poder disfrutar de su muerte. No sabía cómo, pero incluso atado, ella se había dejado engañar por él. Eso era lo que le producía mayor dolor.

Heebra quería presenciar la muerte de sus enemigos, ver cómo agonizaban, pero sabía que en aquellas circunstancias no podía darse aquel placer. Tenía que salvar a sus Brujas Superiores. Allí estaban las mejores. Si ellas morían, el reino de Ool moriría con ellas.

Susurró unas tiernas palabras a Mak. Esta levantó su pesada cabeza dorada, dispuesto a protegerla por última vez.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Calen alzando el vuelo—. ¿Qué está sucediendo?

—No tengo tiempo para explicártelo —dijo Heebra—. Llévate a las hermanas de aquí, a todas. Volad juntas en una misma dirección, yo me encargaré de mantener una vía abierta a salvo todo el tiempo que pueda.

Calen temblaba.

—Madre, no, no puede ser. No me iré sin ti. ¡Nos quedaremos a luchar todas juntas!

—No puedo vencer en este combate, ni con vuestra ayuda ni sin ella —dijo Heebra—. Llévate a mis brujas de este mundo miserable. ¡Tú eres ahora su líder!

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