El prestigio (33 page)

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Authors: Christopher Priest

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: El prestigio
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Mis compañeros de viaje son todos estadounidenses, aparentemente, un grupo muy variado, son amistosos conmigo y curiosos en igual medida. Alrededor de un tercio de ellos, me atrevería a decir, son viajantes de comercio de alto rango, y algunos más parecen ser empleados de algún tipo de negocio. Además, hay dos jugadores profesionales, un pastor presbiteriano, cuatro jóvenes regresando a Denver desde la universidad en Chicago, varios granjeros y terratenientes adinerados, y uno o dos más que todavía no he logrado identificar con precisión. Siguiendo las costumbres estadounidenses, nos hemos tuteado desde el momento en que nos conocimos. Ya hace mucho tiempo que me he dado cuenta de que mi nombre, Rupert, provoca una curiosidad exagerada y da lugar a bromas, por lo tanto, mientras estoy en Estados Unidos siempre soy Rob o Robbie.

4 de julio de 1900

El tren se detuvo anoche en Galesburg, Illinois. Debido a que hoy se celebra el día de la Independencia de Estados Unidos, la compañía de ferrocarriles nos ofreció, a todos los pasajeros de primera clase, elegir entre quedarnos a bordo del tren dentro de nuestros compartimientos o pasar la noche en el hotel más grande de la ciudad.

Como he estado durmiendo en muchos trenes durante las últimas semanas, opté por el hotel.

Tuve la oportunidad de dar un pequeño paseo por la ciudad antes de irme a dormir. Es un lugar muy atractivo, y tiene un gran teatro. Da la casualidad de que esta semana hay una obra en cartelera, pero me han dicho que los espectáculos de variedades («vodevil») son muy frecuentes y populares. A menudo aparecen números de magia. Le dejé mi tarjeta al director, con la esperanza de que me contacte algún día para un número.

Debo decir que el teatro, el hotel y las calles de Galesburg están iluminadas con electricidad. En el hotel me enteré de que la mayoría de las ciudades y los pueblos estadounidenses de cierta importancia se están equipando de la misma manera. Solo en la habitación del hotel viví la experiencia de encender y apagar personalmente la lámpara eléctrica incandescente que está en el centro del techo. Me atrevo a decir que como novedad pasará rápidamente a convertirse en algo común, pero la luz que da la electricidad es brillante, firme y alegre. Además de la iluminación, he visto muchas máquinas electrodomésticas distintas a la venta: ventiladores, planchas, calefactores, ¡hasta un cepillo para el pelo eléctrico! Tan pronto como regrese a Londres realizaré una investigación para averiguar cómo puedo lograr que me instalen corriente eléctrica en casa.

5 de julio de 1900

Cruzando Iowa.

Me quedo durante largo rato mirando fijamente a través de la ventanilla del vagón, esperando que algo rompa la monotonía, pero la tierra agrícola se extiende llana y extensa en todas las direcciones. El cielo es de un color celeste brillante, y los ojos comienzan a doler si se mira durante más de unos segundos. Algunas nubes se amontonan en alguna parte hacia el sur de donde estamos, pero parecen no cambiar nunca su posición o su forma, sin importar lo lejos que viajemos.

Un tal señor Bob Tannhouse, un compañero de viaje, es casualmente el vicepresidente de ventas de una compañía que fabrica la clase de máquinas electrodomésticas que me han llamado la atención. Asegura que a medida que nos adentramos en el siglo veinte, ya no hay límites, no hay barreras, de lo que podemos esperar que la electricidad haga en beneficio de nuestras vidas. Predice que los hombres navegarán los mares en barcos eléctricos, dormirán en camas eléctricas, volarán en máquinas eléctricas más pesadas que el aire, comerán comida cocinada eléctricamente… ¡incluso que afeitaremos nuestras barbas con hojas de afeitar eléctricas! Bob es un fantasioso y un vendedor, pero me llena de magníficas esperanzas. Creo que en este cautivante país, en el nacimiento del nuevo siglo, realmente cualquier cosa es posible, puede hacerse realidad. Mi búsqueda actual dentro del corazón desconocido de esta tierra me revelará los secretos que ansío conocer.

7 de julio de 1900

Denver, Colorado.

A pesar de los lujos de los viajes en ferrocarril, no viajar es indudablemente una bendición. Tengo planeado descansar en esta ciudad durante uno o dos días antes de continuar con mi viaje. Éste es el descanso de la magia ininterrumpido más largo que he hecho: sin representaciones, sin practicar, sin conferencias con mi
ingénieur
, sin audiciones ni ensayos.

10 de julio de 1900

Denver, Colorado.

Al este de Denver se extiende la Gran Llanura, que crucé parcialmente cuando venía desde Chicago. He visto lo suficiente de Nebraska como para que me baste durante el resto de mi vida; los recuerdos de su aburrido paisaje todavía me persiguen. Ayer durante todo el día sopló un viento del sudeste, caliente y seco, y aparentemente cargado de arena. El personal del hotel se queja diciendo que procede de los áridos estados vecinos, como Oklahoma, pero no importa cuál sea su causa, significaba que mis exploraciones de la ciudad fueron calurosas y desagradables. Las suspendí y regresé al hotel. Sin embargo, antes de hacerlo, y cuando finalmente se despejó la neblina, vi con mis propios ojos lo que se extiende inmediatamente al oeste de Denver: la gran muralla dentada de las Montañas Rocosas. Más tarde, mientras aún era de día y estaba más fresco, salí al balcón de mi habitación y vi cómo se ponía el sol por detrás de estos imponentes picos. Calculo que el crepúsculo debe durar media hora más aquí que en cualquier otro sitio, debido a la inmensa sombra que proyectan las Rocosas.

10 de julio de 1900

Colorado Springs, Colorado.

Este pueblo se encuentra alrededor de 115 kilómetros al sur de Denver, pero el viaje en una caravana tirada por caballos ha durado todo el día. Realizó frecuentes paradas para recoger y dejar pasajeros, para cambiar de caballos y de conductores.

Me sentí incómodo, pesado y cansado por el viaje. Mi apariencia probablemente era ridícula, a juzgar por las expresiones en los rostros de los granjeros que viajaban conmigo. Sin embargo, he llegado sano y salvo, y el lugar en el que me encuentro me ha dejado encantado inmediatamente. No es ni por asomo tan grande como Denver, pero refleja claramente el cuidado y el afecto que los estadounidenses prodigan a sus pueblos pequeños.

He encontrado un hotel modesto pero atractivo, indicado para mis necesidades, y debido a que me gustó la habitación apenas la vi, me he registrado para una estancia de una semana con la opción de extenderla en caso que fuera necesario.

Desde la ventana de mi habitación puedo ver dos de las tres particularidades de Colorado Springs que me han traído hasta aquí.

Todo el pueblo baila al compás de las luces eléctricas después de que el sol se ha puesto; las calles están iluminadas por altas lámparas, todas las casas tienen las ventanas alegremente iluminadas, y en la parte del centro del pueblo, la cual puedo ver desde mi habitación, muchas de las tiendas, los negocios y los restaurantes tienen deslumbrantes letreros que brillan y parpadean en la cálida noche.

Detrás de ellos, contra el cielo nocturno, está la masa negra de la famosa montaña que se encuentra junto al pueblo: «El pico de Pike», de casi 4.500 metros de altura.

Mañana realizaré mi primera ascensión de las pendientes más bajas de «El pico de Pike», y buscaré la tercera particularidad singular que me ha traído hasta este pueblo.

12 de julio de 1900

Ayer por la noche estaba demasiado cansado para escribir en mi diario, y forzosamente he tenido que pasar el día solo aquí en el pueblo, así que tengo mucho tiempo libre para narrar lo sucedido.

Me desperté muy temprano por la mañana, tomé mi desayuno en el hotel y caminé rápidamente hasta la plaza del centro del pueblo, en donde se suponía que mi carruaje me estaría esperando. Esto fue algo que acordé por carta antes de irme de Londres, y a pesar de que en aquel momento todo había sido confirmado, no tenía manera alguna de saber con certeza si mi hombre estaría allí para encontrarse conmigo. Asombrosamente, estaba allí.

Siguiendo las costumbres estadounidenses, enseguida nos hicimos grandes amigos. Su nombre es Randall D. Gilpin, un hombre nacido y criado en Colorado. Lo llamo Randy, y él me llama Robbie. Es bajo y redondo, con un gran par de patillas grises a ambos lados de su alegre rostro. Sus ojos son azules, su rostro es de color rojo ocre a causa del sol y sus cabellos, como las patillas, son de un gris metalizado. Lleva un sombrero de cuero y los pantalones más mugrientos que jamás haya visto en mi vida. Le falta un dedo de la mano izquierda. Lleva un rife debajo del asiento desde el cual conduce a los caballos, y me dijo que lo tiene siempre cargado.

A pesar de ser educado, y efusivamente amistoso, Randy demostró tener ciertas reservas para conmigo, que únicamente fui capaz de detectar gracias al hecho de haber pasado yo varias semanas en Estados Unidos. Me tomó gran parte del viaje en ascensión hasta «El pico de Pike» dilucidar la probable causa. Parecía ser producto de la combinación de varias cosas. Por mis cartas había asumido que yo, como mucha de la gente que viene a esta región, era un buscador de oro (a partir de esto descubrí que la montaña tiene muchas vetas ricas en este metal).

Sin embargo, a medida que comenzó a hablar un poco más, me dijo que cuando me vio cruzando la plaza supuso, por mis vestimentas y mi comportamiento general, que era un pastor de la Iglesia. Él podía entender lo del oro, también podía concederle un lugar en el diseño divino a un pastor de Dios, pero no podía entender en cambio la combinación de las dos cosas. Que este extraño británico le indicara entonces que condujera hasta el conocido laboratorio, que se encuentra en la montaña, sólo terminó agravando el misterio.

Así fue entonces como nació la precaución de Randy para conmigo. No había mucho que yo pudiera hacer para aliviarla, ¡ya que mi identidad y mi propósito verdaderos probablemente le habrían parecido igual de incomprensibles!

La ruta que conduce al laboratorio de Nikola Tesla es una escalada constante a través de la cara oriental de la gran montaña; la tierra está densamente poblada por un bosque durante el primer medio kilómetro o a medida que la ruta se va abriendo camino, alejándose del pueblo, pero pronto comienza a perder esta densidad hasta convertirse en un terreno rocoso sobre el cual se sostienen abetos inmensamente altos y bastante espaciados unos de otros. Las vistas hacia el Este son inmensas, pero el paisaje en esta región es tan llano y está explotado de un modo tan uniforme, que no había prácticamente nada pintoresco con que maravillarse.

Después de una hora y media llegamos a una meseta, sobre la cara nordeste de la montaña, y allí no había ni un solo árbol. Noté que había muchos tocones frescos, los cuales indicaban que los pocos árboles que alguna vez crecieron allí habían sido recientemente talados.

En el centro de esta pequeña meseta, no tan grande como me habían hecho creer que sería, está el laboratorio de Tesla.

—¿Tienes negocios aquí, Robbie? —me preguntó Randy—. Ten mucho cuidado. Puede resultar condenadamente peligroso estar aquí arriba, eso dice la gente.

—Conozco los riesgos —le aseguré. Negocié con él brevemente, inseguro de cuáles serían los preparativos, si es que habría alguno, que el propio Tesla tendría que realizar para descender al pueblo, y queriendo asegurarme de que más tarde podría regresar a mi hotel sin problemas. Randy me dijo que él también tenía asuntos que atender, pero que regresaría al laboratorio por la tarde y me esperaría hasta que apareciera.

Me di cuenta de que no quería acercarse demasiado al edificio, y tuve que caminar solo los últimos cuatrocientos o quinientos metros.

El laboratorio era una construcción cuadrada con techos inclinados, construida con madera sin teñir o sin pintar, que revelaba las decisiones improvisadas que habían marcado su diseño. Parecía que diversas pequeñas extensiones habían sido agregadas después de haber construido la estructura principal, porque los techos no estaban a la misma altura, y en algunos sitios se unían en ángulos desiguales. Una gran torre de madera había sido construida sobre (o atravesando) el techo principal, y otra, más pequeña, había sido construida encima de uno de los techos inclinados laterales.

En el centro del edificio, elevándose verticalmente, había un alto palo de metal que se iba afinando gradualmente hacia lo que era seguramente una punta, aunque no había ningún vértice a la vista porque en la cima había una gran esfera de metal. Ésta destellaba bajo los rayos del sol de la mañana, y se movía suavemente de un lado a otro debido a la fresca brisa que soplaba de aquel lado de la montaña.

A ambos lados del camino algunos instrumentos técnicos, cuya finalidad era incierta, se habían dispuesto sobre el suelo. Había muchos palos de metal clavados en el suelo pedregoso, y la mayoría de ellos estaban conectados mediante cables aislantes. Al lado del edificio principal, había un marco de madera con un muro de cristal, en el cual podían verse numerosos paneles o registros de medidores.

Se produjo un inesperado y violento crujido, y desde el interior del edificio salieron una serie de destellos brillantes y horrendos: blancos, celestes, rosas claro, que se repetían errática pero rápidamente. Aquellas explosiones de luz eran tan feroces que no sólo alcanzaban a verse las escasas ventanas que había allí a la vista, sino que revelaban las grietas y pequeñas aberturas de la trama de las paredes.

Confieso que en aquel momento dudé por un instante de mi resolución, e incluso miré hacia atrás para ver si todavía estaban Randy y su carruaje. (¡No había rastro de él!). Mi aterrorizado corazón se encogió aun más cuando, después de dar dos o tres pasos más, me encontré con un cartel pintado a mano colgado sobre la pared junto a la puerta principal. Decía:

MUY PELIGROSO

¡Manténgase alejado de aquí!

En ese mismo momento, las descargas eléctricas que provenían del interior del edificio desaparecieron tan rápidamente como habían comenzado, y esto pareció ser un presagio positivo. Golpeé la puerta.

Después de transcurridos varios segundos, Nikola Tesla en persona abrió la puerta. Su expresión de abstracción era la de un hombre ocupado que ha sido, de forma irritante, interrumpido. No era un buen comienzo, pero traté de sacarle el mejor partido posible.

—¿Señor Tesla? —pregunté—. Mi nombre es Rupert Angier. ¿Se acuerda de nuestra correspondencia? Le he estado escribiendo desde Inglaterra.

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