El First Bank de Colorado me ha dicho que dispondré de una nueva cantidad de dinero dentro de uno o dos días. ¡Tal vez eso anime a Tesla a esforzarse más!
12 de agosto de 1900
Hoy, otra demostración frustrada. El resultado me decepcionó mucho. Tesla parecía estar desconcertado, insistía en que sus cálculos no podían ser erróneos.
El fracaso queda registrado. El prototipo del artefacto es una versión más pequeña de su Bobina, con los cables dispuestos de otra manera. Después de una prolongada conferencia acerca de los principios (ninguno de ellos entendí, y la cual, no tardé en darme cuenta, estaba siendo pronunciada por Tesla para pensar en voz alta), sacó una barra de metal que él o el señor Alley habían pintado de un color naranja muy llamativo. La colocó sobre una plataforma, justo debajo de una especie de cono de cables invertido; el vértice del cono apuntaba directamente hacia la barra.
Cuando, siguiendo las instrucciones de Tesla, el señor Alley presionó una gran palanca colocada cerca de la Bobina original, se produjo la ruidosa pero ahora familiar explosión de descarga eléctrica formando una especie de arco. Casi al mismo tiempo, la barra naranja quedó envuelta por un fuego celeste, que serpenteaba a su alrededor amenazadora. (Yo, pensando en el truco que deseaba realizar sobre el escenario, me quedé en silencio, muy satisfecho con la apariencia de la demostración). El ruido y la incandescencia aumentaron rápidamente, y de repente pareció como si partículas fundidas de la propia barra estuvieran salpicando el suelo; aunque era evidente que no era así debido a la inmutable e indemne apariencia de la barra.
Después de unos segundos, Tesla agitó sus manos dramáticamente, el señor Alley colocó la palanca en su posición original, la electricidad desapareció instantáneamente, y la barra todavía estaba en su sitio.
Tesla permaneció absorto por el misterio, y, tal como había ocurrido antes, a partir de aquel momento mi presencia fue ignorada. El señor Alley me ha recomendado que me mantenga alejado del laboratorio durante algunos días, pero yo soy muy consciente de que el tiempo se acaba. Me pregunto si le habré dejado lo suficientemente claro la suma importancia de esto al señor Tesla.
18 de agosto de 1900
Hoy es un día que debo destacar no tanto porque se ha producido un nuevo fracaso, sino porque Tesla y yo hemos discutido con cierto resentimiento. La discusión tuvo lugar inmediatamente después de la demostración fallida, y por lo tanto los dos estábamos alterados, yo con decepción, Tesla con frustración.
Después de que la barra pintada de naranja permaneciera inmóvil una vez más, Tesla la tomó y me la ofreció para que yo la sostuviera. Unos segundos antes, había sido bañada por una luz radiante, con chispas que volaban en todas las direcciones.
La agarré con mucho cuidado, pensando que me quemaría los dedos. En cambio, estaba fría. Esto es lo extraño: no estaba simplemente a temperatura normal, en el sentido de que no había sido calentada, sino completamente fría, como si hubiera estado sumergida en hielo. Sostuve con esfuerzo la barra en mis manos.
—Más fracasos como éste, señor Angier —dijo Tesla, con una voz bastante simpática—, y me veré obligado a darle eso a modo de recuerdo.
—Lo aceptaré —le contesté—. Aunque preferiría llevarme lo que he venido a comprar.
—Si me da el tiempo suficiente podré mover la Tierra.
—Tiempo es precisamente lo que no tengo —le contesté, arrojando la barra al suelo—. Y no es la Tierra lo que quiero mover. Ni tampoco esta vara de metal.
—Entonces le ruego que me diga cuál es el objeto que prefiere utilizar —dijo Tesla, con sarcasmo—. Me concentraré en él.
En aquel momento di rienda suelta a algunos de los sentimientos que había estado conteniendo desde hacía ya varios días.
—Señor Tesla —dije—, me he quedado aquí de pie a su lado sin hacer nada mientras usted utilizaba un trozo de metal, suponiendo que lo hacía con propósitos experimentales. Tengo la impresión, a estas alturas, de que usted podría utilizar alguna otra cosa en vez de esto, ¿no es así?
—Dentro de lo razonable, sí.
—¿Entonces por qué no construye el aparato para que realice lo que yo necesito?
—Porque, señor, ¡usted no me ha descrito explícitamente sus necesidades!
—No tienen nada que ver con el desplazamiento de cortas varas de hierro —dije con vehemencia—. Incluso si el artilugio trabajara de la manera en que yo le especifqué, a mí me sería de muy poca utilidad. ¡Yo quiero que transmita un cuerpo con vida! ¡Un hombre!
—¿Por lo tanto usted quiere que yo demuestre mis fracasos no con una mísera barra de hierro sino con un ser humano? ¿Y a quién propone usted para este peligroso experimento?
—¿Por qué peligroso? —pregunté.
—Porque cualquier experimento es arriesgado.
—Yo seré el que lo haga.
—¿Desea someterse
usted mismo
? —Tesla soltó una risa ligeramente amenazadora—. Señor, ¡tendré que pedirle el resto de su dinero antes de comenzar a experimentar con usted!
—Es hora de que me vaya —dije entonces, y me di la vuelta para retirarme, sintiéndome furioso y escarmentado. Cuando pasé a su lado los empujé para abrirme paso, y logré salir del laboratorio. No había rastro de Randy Gilpin pero de todas maneras seguí caminando, decidido si fuera necesario a bajar andando todo el camino hasta el pueblo.
—¡Señor Angier! —Tesla estaba de pie en la puerta de su laboratorio.— Vamos, no pronunciemos palabras tan precipitadas, de las que después podamos arrepentirnos. Yo debería habérselo explicado más detalladamente. Si hubiera sabido que usted deseaba transmitir organismos con vida, no me habría enfrentado a semejante desafío. Es muy difícil trabajar con compuestos de masa inorgánicos. Los tejidos con vida no presentan la misma clase de problemas.
—¿Qué es lo que quiere decir, profesor? —le pregunté.
—Si usted desea transportar un organismo vivo, por favor regrese aquí mañana.
—Así será.
Asentí con la cabeza para indicar mi conformidad y luego seguí mi camino sobre la inestable gravilla del camino que descendía por la ladera de la montaña. Esperaba encontrarme con Gilpin en el camino de bajada, pero incluso si no aparecía, estaba decidido, de todas maneras, a sacarle el mayor provecho posible al ejercicio. La carretera descendía serpenteando por la montaña en una serie de pronunciadas curvas que doblaban una sobre la otra, muchas veces con una precipitada caída hacia uno de los lados.
Después de andar poco menos de un kilómetro vi de repente, en la hierba alta junto al sendero, un destello de color que me llamó la atención, y me detuve para investigar. Era una corta barra de hierro, pintada de color naranja, aparentemente idéntica a la que Tesla había estado utilizando. Pensando que después de todo podría quedarme un recuerdo de este extraordinario encuentro con Tesla, la recogí, la bajé por la montaña y la tengo ahora conmigo.
19 de agosto de 1900
Encontré a Tesla descorazonado cuando Gilpin me dejó en el laboratorio esta mañana.
—Me temo que estoy a punto de defraudarlo —me dijo cuando se acercó a abrirme la puerta—. Todavía queda mucho trabajo por hacer, y sé que le apremia su regreso a Gran Bretaña.
—¿Qué ha sucedido? —le pregunté, contento al ver que la furia que se había desatado entre nosotros ayer era cosa del pasado.
—Pensé que sería un asunto sencillo con organismos con vida. Sus estructuras son mucho más simples que las de los elementos. La vida ya contiene minúsculas cantidades de electricidad. Estaba trabajando suponiendo que todo lo que tenía que hacer era aumentar esa energía. ¡No puedo explicarme por qué no ha funcionado! Los cálculos salieron todos perfectamente bien. Venga y compruébelo usted mismo.
Dentro del laboratorio noté que el señor Alley estaba adoptando una postura nueva en él; estaba de pie de una manera belicosa, los brazos cruzados a modo de protección, la mandíbula amenazadoramente hacia fuera, el hombre más furioso y a la defensiva que jamás haya visto. A su lado, sobre una mesa de trabajo, había una gran jaula de madera, que contenía un diminuto gato negro, con los bigotes y las patas blancos, que en aquel momento estaba durmiendo.
Debido a que sus ojos permanecieron fijos en mí desde el primer instante en que entré en el laboratorio, le dije: —¡Buenos días, señor Alley!
—¡Espero que usted no sea partidario de esto, señor Angier! —gritó Alley—. Traje el gato de mis hijos con la condición, bajo estricta promesa, de que no sería lastimado. ¡El señor Tesla me lo garantizó anoche! ¡Y ahora insiste en que sometamos a la desgraciada criatura a un experimento que sin duda alguna la matará!
—Esto no me gusta nada —le dije a Tesla.
—A mí tampoco. ¿Cree usted que soy inhumano, que soy capaz de torturar a una de las criaturas más hermosas de Dios? Venga y dígame lo que piensa.
Me condujo hasta el artefacto, el cual, saltaba a la vista, había sido completamente reconstruido durante la noche. Cuando estaba a aproximadamente medio metro de distancia de él, ¡retrocedí horrorizado! Alrededor de media docena de enormes cucarachas, con caparazones negros y brillantes, y largas antenas, estaban esparcidas por todas partes. Eran las criaturas más repulsivas que jamás haya visto.
—Están muertas, Angier —dijo Tesla, al notar mi reacción—. No pueden hacerle daño.
—¡Sí, muertas! —dijo Alley—. ¡Y ése precisamente es el problema! Pretende que yo permita que el gato se enfrente al mismo peligro.
Bajé la mirada para observar a los inmensos y desagradables insectos, receloso de la aparición de cualquier indicio que indicara que regresaban a la vida. Me eché hacia atrás nuevamente cuando Tesla golpeó una con la punta de su bota, y le dio vuelta para que yo la viera.
—Parece que he construido una máquina que asesina cucarachas —murmuró Tesla suavemente—. Ellas también son criaturas de Dios, y me siento descorazonado. Mi intención no era qué este dispositivo quitara la vida.
—¿Qué es lo que está saliendo mal? —le pregunté a Tesla—. Ayer parecía usted estar seguro.
—He calculado y recalculado una docena de veces. Alley también ha comprobado mis cálculos. Es la pesadilla de todo científico experimental: una dicotomía inexplicable entre los resultados teóricos y los reales. Confieso que estoy desconcertado. Nunca antes me había sucedido algo como esto.
—¿Puedo ver los cálculos? —pregunté.
—Por supuesto, pero si no es matemático me temo que no tendrán mucho sentido para usted.
Él y Alley me trajeron una gran libreta de hojas sueltas en el cual habían anotado sus cálculos, y los tres juntos los estudiamos esmeradamente durante un largo rato.
Tesla me enseñó, y yo me esforcé todo lo que pude en comprenderlo, el principio oculto detrás de los cálculos, y los resultados a los que había llegado. Asentí con la cabeza pretendiendo que lo entendía, pero únicamente al final, cuando dejé atrás los cálculos y me concentré en los resultados, pude vislumbrar por fin un tenue rayo de comprensión.
—¿Dice usted que esto determina la distancia? —le pregunté.
—Ésa es una variable. He estado utilizando un valor de cien metros con propósitos experimentales, pero es un valor teórico, ya que, como usted puede ver, nada de lo que intento transportar viaja absolutamente a ninguna distancia.
—¿Y este valor de aquí? —pregunté, señalando otra línea con el dedo.
—El ángulo. He estado utilizando puntos cardinales. Se dirigirá hacia cualquier punto de los trescientos sesenta grados desde la cima del vórtice de energía. Una vez más, es de momento un valor asignado a efectos teóricos.
—¿Ha determinado algún lugar para el proceso de materialización? —pregunté.
—No de momento. Hasta que el artefacto no esté completamente en funcionamiento simplemente estoy apuntando al aire despejado al este del laboratorio. ¡Hay que tener cuidado de no provocar la materialización en una posición que ya se encuentre ocupada por otra masa! No quisiera ni pensar en lo que podría llegar a ocurrir.
Miré pensativamente los cálculos apuntados con pulcritud. No comprendo lo que sucedió, ¡pero de repente me invadió la inspiración! Salí corriendo del laboratorio y miré fijamente desde la puerta hacia el este. Tal como Tesla había dicho, todo lo que podía verse en la distancia era sobre todo aire, porque en aquella dirección era donde la meseta se hacía más y más angosta y el terreno comenzaba a descender unos diez metros del camino. Me acerqué de inmediato y miré hacia abajo. Debajo de mí pude divisar, a través de los árboles, el sendero que bajaba serpenteando la ladera de la montaña.
Cuando regresé al laboratorio me dirigí directamente hacia donde estaba mi baúl de viaje y saqué la barra de hierro que había encontrado junto al camino ayer por la tarde. La sostuve en mis manos para que Tesla la viera.
—Supongo que éste es el objeto de su experimento, ¿verdad?
—Sí, lo es.
Le dije dónde la había encontrado, y cuándo. Se dirigió rápidamente hasta el artefacto, donde se hallaba su gemela, descartada en favor de las desgraciadas cucarachas. Las sostuvo una al lado de otra, y Alley y yo nos pusimos de pie a su lado, maravillados ante su idéntica apariencia.
—¡Estas marcas, señor Angier! —dijo Tesla sorprendido, acariciando suavemente con los dedos una cruz grabada con pulcritud en el metal—. La hice para poder, eventualmente, comprobar por identificación que este objeto había sido transmitido a través del éter. Pero…
—¡Ha hecho un facsímil de ella misma! —dijo Alley.
—¿Dónde me dijo que encontró esto, señor? —me preguntó Tesla.
Conduje a los dos hombres al exterior y se lo expliqué, señalando hacia más abajo de la montaña. Tesla se quedó mirando fijamente y pensando en silencio durante un rato.
Luego dijo: —¡Necesito ver el lugar exacto! ¡Muéstremelo! —Y a Alley le dijo—: ¡Trae el teodolito, y una cinta métrica! ¡Lo más rápido que puedas!
Y entonces empezó a descender por el escarpado sendero, cogiéndome por el antebrazo, implorándome que le enseñara la localización exacta del hallazgo. Supuse que sería capaz de guiarlo hasta allí sin ningún problema, pero a medida que íbamos descendiendo cada vez más por el camino, ya no estaba tan seguro. Los inmensos árboles, las rocas rotas, la vegetación del bosque y el suelo cubierto de maleza, todo se parecía mucho. Con Tesla gesticulándome y farfullándome en la oreja era prácticamente imposible concentrarse.