El regreso de Sherlock Holmes (43 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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Sherlock Holmes se puso en pie, sonriente.

—Son ustedes dos de los hombres más ocupados del país —dijo— y yo mismo, en mi modestia, también tengo mucho trabajo por hacer. Lamento muchísimo no poder ayudarles en este asunto, y prolongar esta entrevista sería una pérdida de tiempo.

El primer ministro se puso en pie de un salto, con aquel mismo brillo rápido y feroz en sus ojos hundidos que acobardaba a los consejos de ministros.

—¡No estoy acostumbrado...! —empezó a decir, pero logró dominar su cólera y se sentó de nuevo. Durante un minuto, o más, todos permanecimos en silencio. Por fin, el anciano estadista se encogió de hombros.

—Tendremos que aceptar sus condiciones, señor Holmes. No cabe duda de que tiene usted razón y no podemos esperar que se ponga en acción a menos que le otorguemos nuestra plena confianza.

—Estoy de acuerdo con usted, señor —dijo el estadista más joven.

—En tal caso, se lo contaré, confiando por completo en su honor y en el de su compañero, el doctor Watson. También podría apelar a su patriotismo, ya que no se me ocurre una desgracia peor para nuestro país que la que podría producirse si saliera a la luz este asunto.

—Puede usted confiar en nosotros.

—Pues bien, la carta es de cierto dirigente extranjero, molesto por algunos sucesos coloniales en los que ha intervenido recientemente nuestro país. La ha escrito en un arrebato y bajo su propia responsabilidad. Por lo que hemos podido averiguar, sus ministros no saben nada del asunto. Lo malo es que está redactada de un modo tan poco afortunado y algunas frases son tan provocativas, que si se publicaran darían lugar, sin duda, a un estado de opinión muy peligroso. Se produciría en el país una ebullición de tal calibre que me atrevería a decir que, a la semana de publicarse la carta, este país se vería envuelto en una terrible guerra.

Holmes escribió un nombre en una hoja de papel y se la pasó al primer ministro.

—Exacto. Ha sido él. Y su carta, esta carta que puede significar un gasto de miles de millones y la pérdida de cientos de miles de vidas humanas, es la que se ha perdido de manera tan inexplicable.

—¿Han informado usted al remitente?

—Sí, señor; hemos enviado un telegrama en clave.

—Tal vez él desee que la carta se publique.

—No, señor; tenemos razones de peso para creer que él se ha dado cuenta de que actuó de manera acalorada e imprudente. Para él y su país, la publicación de esta carta supondría un golpe aún más duro que para nosotros.

—En ese caso, ¿a quién le interesa que se publique la carta? ¿Por qué puede desear alguien robarla o publicarla?

—Ahí, señor Holmes, nos metemos en el campo de la alta política internacional. Pero si considera usted la situación en Europa, no le resultará difícil comprender el motivo. Europa entera es un campamento armado. Existen dos alianzas con una potencia militar bastante equilibrada. Gran Bretaña se encuentra en condiciones de inclinar la balanza. Si se viera arrastrada a la guerra contra una de las dos confederaciones, esto aseguraría la supremacía de la otra, tanto si ésta entra en guerra como si no. ¿Me sigue usted?

—Con toda claridad. Así pues, a los enemigos de este gobernante les interesaría apoderarse de la carta y publicarla, con el fin de crear un enfrentamiento entre su país y el nuestro.

—Eso es.

—¿Y a quién se le enviaría este documento, en caso de caer en manos enemigas?

—A cualquiera de las grandes cancillerías de Europa. Probablemente, en estos instantes ya va camino de una de ellas, a toda la velocidad a la que pueda llevarla un vehículo de vapor.

El señor Trelawney Hope dejó caer la cabeza sobre el pecho y suspiró en voz alta. El primer ministro apoyó una mano consoladora en su hombro.

—Ha tenido usted mala suerte, querido amigo. Nadie le culpa de nada. No ha omitido usted ninguna precaución. Y ahora, señor Holmes, ya dispone usted de todos los datos. ¿Qué medidas recomienda?

Holmes movió la cabeza con expresión triste.

—¿Está usted convencido, señor, de que si no se recupera ese documento habrá guerra?

—Lo considero muy probable.

—Entonces, señor, prepárese para la guerra.

—Esas son palabras muy duras, señor Holmes.

—Considere los hechos, señor. Es completamente imposible que lo robaran después de las once y media de la noche, ya que, según he creído entender, el señor Hope y su esposa permanecieron en su habitación desde esa hora hasta que se descubrió el robo. Así pues, lo tuvieron que robar ayer, entre las siete y media y las once y media, probablemente más cerca de la primera hora, ya que es obvio que quien se lo llevó sabía que estaba allí, y lo más natural es que procurara apoderarse de él lo antes posible. Ahora bien, dada la hora en que se robó y la importancia del documento, ¿dónde puede estar ahora? Nadie tiene motivo alguno para retenerlo. Es preciso hacerlo llegar rápidamente a manos de quienes lo necesitan. ¿Qué posibilidades tenemos a estas alturas de alcanzarlos, ni siquiera de seguirles la pista? Ni la más mínima.

El primer ministro se levantó del sofá.

—Lo que dice es completamente lógico, señor Holmes. A mí también me parece que el asunto está fuera de nuestras posibilidades.

—Supongamos, sólo a manera de hipótesis, que lo hubiera robado la doncella o el ayuda de cámara.

—Los dos son sirvientes antiguos y de confianza.

—Me pareció entender que su habitación se encuentra en la segunda planta, que no se puede entrar desde fuera de la casa, y que nadie habría podido llegar desde dentro sin que le vieran. En tal caso, la carta tiene que haberla robado alguien de la casa. ¿A quién se la pudo entregar el ladrón? A cualquiera de los varios espías internacionales y agentes secretos, con cuyos nombres estoy relativamente familiarizado. Hay tres de ellos que podrían considerarse como las estrellas de su profesión. Comenzaré mis indagaciones intentado averiguar si todos ellos continúan en sus puestos. En caso de faltar alguno de ellos, y sobre todo si falta desde anoche, dispondremos de algún indicio sobre el lugar de destino del documento.

—¿Por qué no habría de continuar en su puesto? —preguntó el ministro de Asuntos Europeos—. Podría perfectamente haberlo llevado a alguna embajada en Londres.

—No creo que lo haya hecho. Estos agentes trabajan por libre, y muchas veces sus relaciones con las embajadas son algo tirantes.

El primer ministro asintió en señal de aprobación.

—Creo que tiene usted razón, señor Holmes. Tratándose de un botín tan valioso, lo llevaría personalmente. Su línea de acción me parece excelente. Mientras tanto, Hope, no podemos descuidar nuestros otros deberes a causa de esta desgracia. En caso de producirse alguna novedad durante el día de hoy, nos pondremos en comunicación con usted. Y usted, naturalmente, nos tendrá al corriente de los resultados de sus investigaciones.

Los dos estadistas hicieron una inclinación de cabeza y salieron de la habitación con aire solemne.

Cuando nuestros ilustres visitantes se hubieron marchado, Holmes encendió su pipa sin pronunciar palabra y se quedó un buen rato sumido en profundas reflexiones. Yo me había puesto a hojear el periódico de la mañana y me encontraba inmerso en un crimen sensacional que se había cometido en Londres la noche antes, cuando mi amigo soltó una exclamación, se puso en pie de un salto y dejó la pipa sobre la repisa de la chimenea.

—Sí —dijo—; no hay mejor manera de abordarlo. La situación es muy grave, pero no desesperada. Si pudiéramos estar seguros de cuál de ellos la tiene..., porque todavía es posible que no haya salido de sus manos. Al fin y al cabo, estos tipos se mueven por dinero, y yo cuento con el respaldo del Tesoro Nacional. Si está a la venta, puedo comprarla, aunque ello signifique que todos paguemos un penique más de impuestos. Es perfectamente posible que nuestro hombre esté aguardando a escuchar las ofertas de este bando antes de probar suerte con el otro. Y sólo existen tres hombres capaces de jugar un juego tan arriesgado: Oberstein, La Tothiere y Eduardo Lucas. Tendré que verlos a los tres.

Yo eché un vistazo al periódico.

—¿Se refiere usted a Eduardo Lucas, de Godolphin Street?

—Sí.

—Pues a ése no lo verá usted.

—¿Por qué no?

—Esta noche ha sido asesinado en su casa.

Eran tantas las veces que mi amigo me había asombrado en el transcurso de sus aventuras, que sentí verdadera satisfacción al darme cuenta de que esta vez era yo quien le había dejado completamente atónito. Me miró como alucinado y me arrebató el periódico de las manos. Esto era lo que estaba leyendo cuando él se levantó de su asiento:

«ASESINATO EN WESTMINSTER

La pasada noche se cometió un crimen en circunstancias misteriosas en el número 16 de Godolphin Street, una vetusta y solitaria calle de edificios del siglo XVIII, situada entre el río y la Abadía, casi a la sombra de la gran torre del Parlamento. La pequeña pero señorial mansión llevaba varios años habitada por el señor Eduardo Lucas, muy conocido en los círculos sociales por su atractiva personalidad y por tener merecida fama de ser uno de los mejores tenores aficionados del país. El señor Lucas era soltero, de treinta y cuatro años, y su servicio estaba formado por la señora Pringle, su anciana ama de llaves, y un ayuda de cámara llamado Mitton. La primera se retira pronto y duerme en el piso alto. El ayuda de cámara había salido a visitar a un amigo que reside en Hammersmith. Así pues, el señor Lucas se quedó solo en casa desde las diez de la noche. Todavía no se sabe lo que ocurrió en ese tiempo, pero a las doce menos cuarto, el agente de policía Barrett, que hacía la ronda por Godolphin Street, observó que la puerta del número 16 se encontraba entreabierta. Llamó sin obtener respuesta y, al advertir una luz en la habitación delantera, avanzó por el pasillo y llamó de nuevo a la puerta de esta habitación, con idéntico resultado negativo. Entonces abrió la puerta de un empujón y penetró en la estancia. La habitación se encontraba en absoluto desorden, con todos los muebles amontonados a un lado y una silla volcada en el centro. Junto a esta silla, aferrado todavía a una de sus patas, yacía el desdichado inquilino de la casa. Había recibido una puñalada en el corazón, que debió producirle la muerte instantánea.

El cuchillo con el que se cometió el crimen es una daga india de hoja curva, descolgada de una panoplia de armas orientales que adornaba una de las paredes. En cuanto al móvil del crimen, no parece haber sido el robo, ya que no falta ninguno de los objetos de valor que contenía la habitación. El señor Eduardo Lucas era tan conocido y apreciado que su violenta y misteriosa muerte ha provocado una gran consternación en su extenso círculo de amistades.»

—Bien, Watson, ¿qué le parece esto?

—Una coincidencia asombrosa.

—¡Una coincidencia! Aquí tenemos a uno de los tres hombres que habíamos señalado como posibles participantes en este drama, y resulta que muere de una manera violenta durante las mismas horas en que el drama se representaba. Las posibilidades de que se trate de una coincidencia son tan ínfimas que no existen números para representarlas. No, querido Watson, los dos sucesos están relacionados..., tienen que estar relacionados. A nosotros nos toca descubrir la relación.

—Pero ahora la policía estará enterada de todo.

—Nada de eso. La policía sabe lo que ha visto en Godolphin Street. No sabe, ni sabrá, nada de lo sucedido en Whitehall Terrace. Sólo nosotros estamos al tanto de los dos sucesos, y podemos intentar descubrir la relación entre ambos. De todas maneras, hay un detalle evidente que habría bastado para orientar mis sospechas hacia Lucas. Godolphin Street está en Westminster, a pocos minutos de Whitehall Terrace. Los otros dos agentes secretos que he mencionado viven al extremo del West End. Por tanto, a Lucas le resultaba más fácil que a los otros establecer un contacto o recibir un mensaje de la casa del ministro de Asuntos Europeos. Es poca cosa, pero cuando los hechos se concentran en tan pocas horas puede resultar esencial. ¡Caramba! ¿Qué tenemos aquí?

Había aparecido la señora Hudson, trayendo en bandeja una tarjeta de mujer. Holmes le echó un vistazo, levantó las cejas y me la pasó a mí.

—Dígale a lady Hilda Trelawney Hope que tenga la bondad de pasar —dijo.

Un momento después, nuestro humilde apartamento, que ya se había visto honrado aquella mañana, se honró aún más con la entrada de la mujer más encantadora de Londres. Yo había oído hablar con frecuencia de la belleza de la hija menor del duque de Belminster, pero ni las descripciones ni las fotografías en blanco y negro me había preparado para el sutil y delicado encanto y el hermoso colorido de aquella cabeza exquisita. Sin embargo, tal como nosotros la vimos aquella mañana de otoño, no era su belleza lo primero que impresionaba al observador; el cutis era admirable, pero se veía pálido de emoción; los ojos brillaban, pero su brillo era febril; la delicada boca se apretaba y fruncía en un intento de mantener la calma. El terror, y no la belleza, era lo primero que saltaba a la vista cuando nuestra hermosa visitante quedó momentáneamente encuadrada en el marco de la puerta.

—¿Ha estado aquí mi marido, señor Holmes?

—Sí, señora, ha estado aquí.

—Señor Holmes, le suplico que no le diga que he venido. Holmes respondió con una fría inclinación de cabeza y le ofreció un asiento.

—Señora, me coloca usted en una situación muy delicada. Le ruego que se siente y me explique qué desea; pero me temo que no puedo hacerle promesas incondicionales.

La dama cruzó la habitación y se sentó de espaldas a la ventana. Verdaderamente, aquella mujer alta, elegante e intensamente femenina tenía el porte de una reina.

—Señor Holmes —dijo mientras cruzaba y descruzaba las manos, enfundadas en guantes blancos—, voy a hablarle con sinceridad, y confío en que usted, a cambio, sea sincero conmigo. Entre mi marido y yo existe absoluta confianza en todos los aspectos, excepto en uno: la política. Para este tema, sus labios están sellados, no me cuenta nada. Ahora bien, me consta que anoche ocurrió en nuestra casa un incidente sumamente deplorable. Sé que ha desaparecido un documento. Pero como se trata de asunto político, mi esposo se niega a contarme los detalles. Sin embargo, es esencial..., esencial, repito..., que yo me entere de todo. Usted es la única persona, aparte de esos políticos, que conoce los hechos. Le ruego, pues, señor Holmes, que me informe con exactitud de lo sucedido y sus posibles consecuencias. Cuéntemelo todo, señor Holmes. No se calle por consideración a los intereses de su cliente, porque le aseguro que, aunque él no se dé cuenta, lo más conveniente para sus intereses sería confiar plenamente en mí. ¿Qué papel es ése que han robado?

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