El regreso de Sherlock Holmes (41 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—Sangre.

—Ya lo creo que es sangre. Sólo con eso queda desacreditado el relato de la señora. Si ella estaba sentada en este sillón cuando se cometió el crimen, ¿cómo cayó ahí esa mancha? No, no; ella se sentó en el sillón después de la muerte de su marido. Apostaría a que el vestido negro tiene una mancha que coincide con ésta. Este todavía no es nuestro Waterloo, Watson, sino más bien nuestro Marengo, porque empieza en derrota y acaba en victoria
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. Ahora me gustaría cambiar unas palabras con la doncella Teresa. Vamos a tener que proceder con cautela durante algún tiempo si queremos obtener la información que necesitamos.

Aquella severa doncella australiana era todo un personaje: taciturna, recelosa, de modales bruscos... Tuvo que transcurrir un buen rato antes de que la actitud amistosa de Holmes y su franca aceptación de todo lo que ella decía la descongelaran hasta el punto de corresponder a su simpatía. No hizo ningún intento de ocultar el odio que sentía hacia su difunto señor.

—Sí, señor, es verdad que me tiró una garrafa a la cabeza. Le oí insultar a mi señora y le dije que no se atrevería a hablar así si el hermano de la señora estuviese aquí. Entonces fue cuando me tiró la garrafa. A mí me habría dado igual que me tirase una docena, con tal de que dejara tranquila a mi pajarita. Estaba siempre maltratándola, y ella tenía demasiado orgullo para quejarse. Ni siquiera a mí me contaba todo lo que él le hacía. Nunca me enseñó esas marcas en los brazos que usted vio esta mañana, pero yo sé muy bien que son pinchazos hechos con un alfiler de sombrero. ¡Monstruo traicionero! Que Dios me perdone por hablar así de él ahora que está muerto, pero si alguna vez ha habido un monstruo en el mundo, ha sido él. Cuando lo conocimos era todo dulzura. Han pasado sólo dieciocho meses, pero a nosotras dos nos han parecido dieciocho años. Ella acababa de llegar a Londres... Sí, era su primer viaje, la primera vez que se alejaba de su país. Él la conquistó con su título y su dinero y sus hipócritas modales londinenses. La pobre señora cometió un error, y lo ha pagado como ninguna mujer pagó jamás. ¿En qué mes le conocimos? Ya le he dicho que fue nada más llegar a Inglaterra. Llegamos en junio, así que fue en julio. Se casaron en enero del año pasado. Sí, la señora ha vuelto a bajar a la sala de estar, y seguro que accederá a recibirle, pero no debe usted exigirle mucho, porque ya ha soportado todo lo que una persona de carne y hueso es capaz de aguantar.

Lady Brackenstall se encontraba reclinada en el mismo diván, pero parecía más animada que por la mañana. La doncella había entrado con nosotros y comenzó de nuevo a aplicar paños a la magulladura que su señora tenía en la frente.

—Espero —dijo la dama— que no habrá venido usted a interrogarme de nuevo.

—No, lady Brackenstall —respondió Holmes en su tono más suave—. No tengo intención de ocasionarle ninguna molestia innecesaria, y mi único deseo es facilitarle las cosas, porque estoy convencido de que ha sufrido usted mucho. Si quisiera usted tratarme como a un amigo y confiar en mí, vería que yo puedo corresponder a su confianza.

—¿Qué quiere usted de mí?

—Que me diga la verdad.

—¡Señor Holmes!

—No, no, lady Brackenstall, eso no sirve de nada. Es posible que conozca usted mi modesta reputación. Pues bien, me la apostaría toda a que la historia que usted nos contó es pura invención.

Tanto la señora como la doncella miraban a Holmes con el rostro empalidecido y los ojos aterrados.

—¡Es usted un insolente! —exclamó Teresa—. ¿Se atreve a decir que mi señora ha mentido?

Holmes se levantó de su asiento.

—¿No tiene nada que decirme?

—Ya se lo he contado todo.

—Piénselo mejor, lady Brackenstall. ¿No sería preferible ser sincera?

Por un instante, el hermoso rostro dio muestras de vacilación. Pero en seguida, algún nuevo y poderoso proceso mental lo dejó fijo como una máscara.

—Le he contado todo lo que sé.

Holmes recogió su sombrero y se encogió de hombros.

—Lo siento mucho —dijo, y sin pronunciar otra palabra salimos de la habitación y de la casa.

El jardín tenía un estanque y hacia él se encaminó mi amigo. Estaba congelado, pero había quedado un único agujero en el hielo, para beneficio de un cisne solitario. Holmes se quedó mirándolo, y luego se acercó al pabellón de guardia. Garabateó una breve nota para Stanley Hopkins y se la dejó al guardés.

—Puedo acertar o equivocarme, pero tenemos que hacer algo por el amigo Hopkins, aunque sólo sea para justificar esta segunda visita —dijo—. Todavía no le puedo confiar todas mis sospechas. Creo que nuestro próximo campo de operaciones será la oficina de la línea marítima Adelaida-Southampton, que se encuentra al final de Pall Mall, si mal no recuerdo. Hay otra línea de vapores que hace el servicio entre Australia del Sur e Inglaterra, pero consultaremos primero en la más importante.

La tarjeta de Holmes nos procuró al instante la atención del gerente, y no tardamos en obtener toda la información que mi amigo necesitaba. En junio del 95, sólo un barco de esa línea había llegado a un puerto inglés: el Rock of Gibraltar, el más grande y mejor de los transatlánticos. Una consulta a la lista de pasajeros permitió corroborar que en él había viajado la señora Fraser, de Adelaida, en compañía de su doncella. En aquellos momentos, el barco navegaba rumbo a Australia, por aguas situadas al sur del canal de Suez. Los oficiales eran los mismos que en el 95, con una sola excepción: el primer oficial, Jack Croker, había ascendido a capitán y estaba a punto de tomar el mando de su nuevo barco, el Bass Rock, que zarparía de Southampton dentro de dos días. Residía en Sydenham, pero lo más probable era que se pasara aquella misma mañana por la oficina para recibir instrucciones, de modo que si queríamos podíamos aguardarlo.

No, el señor Holmes no deseaba hablar con él, pero sí que le gustaría saber algo más acerca de su historial y su carácter.

Su historial era magnífico. No había en toda la flota un oficial que pudiera compararse con él. En cuanto a su carácter, era de absoluta confianza cuando estaba de servicio, pero fuera de su barco era un tipo alocado, temerario, nervioso e irascible, aunque sin dejar de ser leal, honrado y de buen corazón. Esta era, en sustancia, la información con la que Holmes salió de la oficina de la Compañía Naviera Adelaida-Southampton. Desde allí nos dirigimos a Scotland Yard, pero en lugar de entrar, Holmes se quedó sentado en el coche, con las cejas fruncidas, sumido en profundos pensamientos. Por último, se hizo llevar a la oficina de telégrafos de Charing Cross, donde cursó un telegrama, y regresamos al fin a Baker Street.

—No he sido capaz de hacerlo, Watson —dijo cuando nos hubimos instalado de nuevo en nuestro cuarto—. Una vez cursada la orden de detención, nada en el mundo habría podido salvarlo. Una o dos veces a lo largo de mi carrera he tenido la impresión de que había hecho más daño yo descubriendo al criminal que éste al cometer su crimen. Así que he aprendido a ser cauto y ahora prefiero tomarme libertades con las leyes de Inglaterra antes que con mi propia conciencia. Es preciso que sepamos algo más antes de actuar.

Antes de que anocheciera recibimos la visita del inspector Stanley Hopkins. Las cosas no le iban muy bien.

—Holmes, estoy convencido de que es usted un brujo. Le aseguro que a veces pienso que posee usted poderes que no son humanos. Vamos a ver: ¿cómo demonios sabía usted que la plata robada estaba en el fondo de ese estanque?

—No lo sabía.

—Pero me dijo que lo inspeccionara.

—¿Así que la encontró, eh?

—Sí, la encontré.

—Me alegro mucho de haberle podido ayudar.

—¡Pero es que no me ha ayudado! ¡Lo que ha hecho es complicar muchísimo más el asunto! ¿Qué clase de ladrones son éstos que roban la plata y luego la tiran al estanque más próximo?

—No cabe duda de que su proceder es bastante excéntrico. Yo me limité a razonar a partir de la idea de que si la plata la habían robado personas que en realidad no la querían, sino que únicamente la estaban utilizando como pantalla, lo más natural era que procuraran deshacerse de ella lo antes posible.

—Pero ¿cómo se le pudo pasar por la cabeza semejante idea?

—Bueno, me pareció que era posible. Nada más salir por el ventanal francés tuvieron que encontrarse el estanque, con su tentador agujerito en el hielo, delante de sus mismas narices. ¿Qué mejor escondite que aquél?

—¡Ah, un escondite! ¡Eso es otra cosa! —exclamó Stanley Hopkins—. Sí, claro, ahora lo entiendo. Era muy pronto, había aún gente por los caminos, y tuvieron miedo de que alguien los viera con la plata, de manera que la echaron al estanque, con la intención de regresar a por ella cuando no hubiera moros en la costa. Magnífico, señor Holmes, esto está mejor que esa idea de la pantalla.

—Seguro. Ha elaborado usted una admirable teoría. No cabe duda de que mis ideas eran completamente disparatadas, pero tiene usted que reconocer que han dado como resultado la recuperación de la plata.

—Sí, señor, sí; todo el mérito es suyo. En cambio, yo he sufrido un grave resbalón.

—¿Un resbalón?

—Sí, señor Holmes. La banda de los Randall ha sido detenida esta mañana en Nueva York.

—Vaya por Dios, Hopkins. Esto sí que parece rebatir su teoría de que anoche cometieron un asesinato en Kent.

—Es un golpe mortal, señor Holmes, absolutamente mortal. Sin embargo, hay otras cuadrillas de tres hombres, aparte de los Randall, e incluso podría tratarse de una banda nueva, que la policía aún no conoce.

—Seguro; es perfectamente posible. ¿Cómo, se marcha usted?

—Sí, señor Holmes; no habrá descanso para mí hasta que haya llegado al fondo del asunto. Supongo que no tiene usted ninguna sugerencia que hacerme.

—Ya le he hecho una.

—¿Cuál?

—Bueno, he sugerido la posibilidad de una pantalla.

—Pero ¿por qué, señor Holmes, por qué?

—Ah, ésa es la cuestión, desde luego. Pero le recomiendo que piense en esa idea. Puede que descubra que tiene su miga. ¿No se queda a cenar? Está bien, adiós y háganos saber cómo le va.

Hasta después de haber cenado y haber quedado recogida la mesa, Holmes no volvió a mencionar el asunto. Había encendido su pipa y acercado los pies, enfundados en zapatillas, al reconfortante fuego de la chimenea. De pronto, consultó su reloj.

—Espero novedades, Watson.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo..., dentro de unos minutos. Seguro que piensa usted que me he portado muy mal con Hopkins hace un rato.

—Confío en su buen juicio.

—Una respuesta muy sensata, Watson. Tiene usted que mirarlo de este modo: lo que yo sé es extraoficial; lo que él sabe es oficial. Yo tengo derecho a decidir por mí mismo, pero él no. Él tiene que revelarlo todo, o se convertiría en un traidor al cargo que ocupa. En caso de duda, preferiría no colocarle en una posición tan penosa y por eso me reservo lo que sé hasta que haya llegado a una conclusión clara sobre el asunto.

—¿Y eso cuándo será?

—Ha llegado el momento. Va usted a presenciar la última escena de un pequeño e interesante drama.

Se oyeron ruidos en la escalera, y nuestra puerta se abrió para dejar paso a uno de los ejemplares masculinos más espléndidos que jamás han entrado por ella. Era un hombre joven y muy alto, con bigote rubio, ojos azules, piel tostada por el sol de los trópicos y andares elásticos, que demostraban que aquella poderosa estructura era tan ágil como fuerte. Cerró la puerta después de entrar y se quedó de pie, con los puños apretados y el pecho palpitando, como tratando de dominar una emoción avasalladora.

—Siéntese, capitán Croker. ¿Recibió usted mi telegrama?

Nuestro visitante se dejó caer en una butaca y nos miró con ojos inquisitivos.

—Recibí su telegrama y he venido a la hora que usted indicaba. Me han dicho que ha estado usted hoy en la oficina. No hay manera de escapar de usted. Oigamos ya las malas noticias. ¿Qué piensa hacer conmigo? ¿Detenerme? ¡Hable, hombre! No se quede ahí sentado, jugando conmigo como el gato con el ratón.

—Dele un cigarro —me dijo Holmes—. Muerda eso, capitán Croker, y no se deje llevar por los nervios. Puede estar seguro de que yo no me sentaría a fumar con usted si lo considerase un criminal vulgar. Sea sincero conmigo y saldrá ganando. Trate de engañarme y lo aplastaré.

—¿Qué quiere usted que haga?

—Que me cuente toda la verdad de los sucedido anoche en Abbey Grange. Toda la verdad, fíjese bien, sin añadir ni omitir nada. Es ya tanto lo que sé, que si se desvía usted una pulgada del camino recto, tocaré este silbato de policía desde la ventana y el asunto quedará fuera de mis manos para siempre.

El marino meditó un momento y luego se dio una palmada en la pierna con su enorme mano tostada por el sol.

—Correré el riesgo —dijo—. Creo que es usted un hombre de palabra y un hombre justo, y le voy a contar toda la historia. Pero antes tengo que decirle una cosa. Por lo que a mí respecta, no me arrepiento de nada, no temo nada, volvería hacer lo que hice, y me sentiría orgulloso de haberlo hecho. ¡Maldita bestia! Aunque tuviera más vidas que un gato, no le bastaría con todas ellas para pagar lo que hizo. Pero está la señora, Mary..., Mary Fraser..., porque jamás me harán llamarla por ese otro maldito apellido... Cuando pienso los problemas que esto puede ocasionarle..., yo, que daría la vida sólo por hacer brotar una sonrisa en su amado rostro..., es que se me hace la sangre agua. Y sin embargo..., y sin embargo... ¿Qué otra cosa podía yo hacer? Voy a contarles mi historia, caballeros, y después les preguntaré, de hombre a hombre, si podía haber hecho otra cosa.

Tengo que retroceder un poco. Parece que ustedes lo saben todo, así que supongo que ya saben que la conocí cuando ella era pasajera y yo primer oficial del Rock of Gibraltar. Desde que la vi por vez primera no existió otra mujer para mí. Cada día del viaje la amaba más, y muchas veces, durante la oscuridad de la guardia nocturna, me he arrodillado para besar la cubierta del barco allí donde sus queridos pies la habían pisado. Ella nunca me prometió nada. Me trató con toda la honradez con que una mujer puede tratar a un hombre. No tengo ninguna queja. Por mi parte, todo era amor; por la suya, buena camaradería y amistad. Cuando nos separamos, ella era una mujer libre, pero yo ya no podría ser libre jamás.

Al regreso de mi siguiente viaje me enteré de su matrimonio. ¿Y por qué no iba a poderse casar con quien quisiera? Título y dinero... ¿A quién iban a sentarle mejor que a ella? Nació para todo lo bello y delicado. Me alegré de su buena suerte y de que no se hubiera echado a perder entregándose a un vulgar marino sin un céntimo. Así es como yo amaba a Mary Fraser.

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