Read El regreso de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—¿Y qué ha sacado en limpio?
—Un punto de partida para la investigación —alzó la mano para detener un coche y dijo—: a la estación de King's Cross.
—¿Así que nos vamos de viaje?
—Sí, creo que tendremos que darnos una vuelta por Cambridge. Todos los indicios parecen apuntar en esa dirección.
—Dígame, Holmes —pregunté mientras rodábamos calle arriba por Gray's Inn Road—, ¿tiene ya alguna sospecha sobre la causa de la desaparición? No creo recordar, entre todos nuestros casos, ninguno que tuviera unos motivos tan poco claros. Supongo que no creerá usted en serio eso de que le puedan haber secuestrado para obtener información acerca de la fortuna de su tío.
—Confieso, querido Watson, que esa explicación no me parece muy probable. Sin embargo, se me ocurrió que era la única que tenía posibilidades de interesar a ese anciano tan desagradable.
—Y ya lo creo que le interesó. Pero ¿qué otras alternativas existen?
—Podría mencionar varias. Tiene usted que admitir que resulta muy curioso y sugerente que esto haya ocurrido en la víspera de un partido importante y que afecte precisamente al único hombre cuya presencia parece esencial para la victoria de su equipo. Naturalmente, puede tratarse de una coincidencia, pero no deja de ser interesante. En el deporte aficionado no hay apuestas organizadas, pero entre el público se cruzan muchas apuestas bajo cuerda, y es posible que alguien haya considerado que vale la pena anular a un jugador, como hacen con los caballos los tramposos del hipódromo. Esta sería una explicación. Hay otra bastante evidente, y es que este joven es, efectivamente, el heredero de una gran fortuna, por muy modesta que sea su situación actual, de manera que no se puede descartar la posibilidad de un secuestro para obtener rescate.
—Estas teorías no explican lo del telegrama.
—Muy cierto, Watson. El telegrama sigue siendo el único elemento concreto del que disponemos, y no debemos permitir que nuestra atención se desvíe por otros caminos. Si vamos a Cambridge es precisamente para tratar de arrojar algo de luz sobre el propósito de ese telegrama. Por el momento, nuestra investigación no tiene un rumbo muy claro, pero no me sorprendería mucho que de aquí a la noche lo aclarásemos o, cuando menos, realizásemos un avance considerable.
Ya había oscurecido cuando llegamos a la histórica ciudad universitaria. Holmes alquiló un coche en la estación e indicó al cochero que nos llevara a casa del doctor Leslie Armstrong. A los pocos minutos, nos deteníamos frente a una gran mansión en la calle más transitada. Nos hicieron pasar y, tras una larga espera, fuimos admitidos en la sala de consulta, donde encontramos al doctor sentado detrás de su mesa.
El hecho de que no me sonase el nombre de Leslie Armstrong demuestra hasta qué punto había yo perdido contacto con mi profesión. Ahora sé que no sólo es una figura de la facultad de Medicina de la Universidad, sino también un pensador con fama en toda Europa en más de una rama de la ciencia. No obstante, aun sin conocer su brillante historial, resultaba imposible no quedar impresionado con sólo echarle un vistazo: rostro macizo y cuadrado, ojos melancólicos bajo unas cejas pobladas, mandíbula inflexible tallada en granito... Un hombre de fuerte personalidad, un hombre de inteligencia despierta, serio, ascético, controlado, formidable..., así vi yo al doctor Leslie Armstrong. Sostenía en la mano la tarjeta de mi amigo y nos miraba con una expresión no muy complacida en sus severas facciones.
—He oído hablar de usted, señor Holmes, y estoy al tanto de su profesión, que no es, ni mucho menos, de las que yo apruebo.
—En eso, doctor, coincide usted con todos los delincuentes del país —respondió mi amigo, muy tranquilo.
—Mientras sus esfuerzos se orienten hacia la eliminación del delito, señor, pueden contar con el apoyo de todo miembro razonable de la sociedad, aunque estoy convencido de que la maquinaria oficial es más que suficiente para ese propósito. Cuando sus actividades empiezan a ser criticables es cuando se entromete en los secretos de personas particulares, cuando saca a relucir asuntos familiares que más valdría dejar ocultos y cuando, por añadidura, hace perder el tiempo a personas que están más ocupadas que usted. Ahora mismo, por ejemplo, yo tendría que estar escribiendo un tratado en lugar de conversar con usted.
—No lo dudo, doctor; pero es posible que la conversación acabe por parecerle más importante que el tratado. Dicho sea de paso, lo que nosotros hacemos es justo lo contrario de lo que usted nos achaca: procuramos evitar que los asuntos privados salgan a la luz pública, como sucede inevitablemente cuando el caso pasa a manos de la policía. Podría usted considerarme como un explorador independiente, que marcha por delante de las fuerzas oficiales del país. He venido a preguntarle acerca del señor Godfrey Staunton.
—¿Qué pasa con él?
—Usted lo conoce, ¿no es verdad?
—Es íntimo amigo mío.
—¿Sabe usted que ha desaparecido?
—¿Ah, sí? —las ásperas facciones del doctor no mostraron ningún cambio de expresión.
—Salió anoche de su hotel y no se ha vuelto a saber de él.
—Ya regresará, estoy seguro.
—Mañana es el partido de rugby entre las universidades.
—No siento el menor interés por esos juegos infantiles. Me interesa, y mucho, el futuro del joven, porque lo conozco y lo aprecio. Él partido de rugby no entra para nada en mis horizontes.
—En tal caso, apelo a su interés por el joven. ¿Sabe usted dónde está?
—Desde luego que no.
—¿No lo ha visto desde ayer?
—No; no le he visto.
—¿Era el señor Staunton una persona sana?
—Absolutamente sana.
—¿No le ha visto nunca enfermo?
—Nunca.
Holmes plantó ante los ojos del doctor una hoja de papel.
—Entonces, tal vez pueda usted explicarme esta factura de trece guineas, pagada el mes pasado por el señor Godfrey Staunton al doctor Leslie Armstrong, de Cambridge. La encontré entre los papeles que había encima de la mesa.
El doctor se puso rojo de ira.
—No veo ninguna razón para que tenga que darle explicaciones a usted, señor Holmes.
Holmes volvió a guardar la factura en su cuaderno de notas.
—Si prefiere una explicación pública, tendrá que darla tarde o temprano —dijo—. Ya le he dicho que yo puedo silenciar lo que otros no tienen más remedio que hacer público, y obraría usted más prudentemente confiándose a mí.
—No sé nada del asunto.
—¿Tuvo alguna noticia del señor Staunton desde Londres?
—Desde luego que no.
—¡Ay, Señor! ¡Ay, Señor! ¡Ese servicio de Telégrafos! —suspiró Holmes con aire cansado—. Ayer, a las seis y cuarto de la tarde, el señor Godfrey Staunton le envió a usted desde Londres un telegrama sumamente urgente..., un telegrama que, sin duda alguna, está relacionado con su desaparición..., y usted no lo ha recibido. Es una vergüenza. Voy a tener que pasarme por la oficina local y presentar una reclamación.
El doctor Leslie Armstrong se puso en pie de un salto, con su enorme rostro rojo de rabia.
—Tengo que pedirle que salga de mi casa, señor —dijo—. Puede decirle a su patrón, lord Mount-James, que no quiero tener ningún trato ni con él ni con sus agentes. ¡No, señor, ni una palabra más! —hizo sonar con furia la campanilla—. John, indíqueles a estos caballeros la salida.
Un pomposo mayordomo nos acompañó con aire severo hasta la puerta y nos dejó en la calle. Holmes estalló en carcajadas.
—No cabe duda de que el doctor Leslie Armstrong es un hombre con energía y carácter —dijo—. No he conocido otro más capacitado, si orientase su talento por ese camino, para llenar el hueco que dejó el ilustre Moriarty. Y aquí estamos, mi pobre Watson, perdidos y sin amigos en esta inhóspita ciudad, que no podemos abandonar sin abandonar también nuestro caso. Esa pequeña posada situada justo enfrente de la casa de Armstrong parece adaptarse de maravilla a nuestras necesidades. Si no le importa alquilar una habitación que dé a la calle y adquirir lo necesario para pasar la noche, puede que me dé tiempo a hacer algunas indagaciones.
Sin embargo, aquellas indagaciones le llevaron mucho más tiempo del que Holmes había imaginado, porque no regresó a la posada hasta cerca de las nueve. Venía pálido y abatido, cubierto de polvo y muerto de hambre y cansancio. Una cena fría le aguardaba sobre la mesa, y cuando hubo satisfecho sus necesidades y encendido su pipa, adoptó una vez más aquella actitud semicómica y absolutamente filosófica que le caracterizaba cuando las cosas iban mal. El sonido de las ruedas de un carruaje le hizo levantarse a mirar por la ventana. Ante la puerta del doctor, bajo la luz de un farol de gas, se había detenido un coche tirado por dos caballos tordos.
—Ha estado fuera tres horas —dijo Holmes—. Salió a las seis y media, y ahora vuelve. Eso nos da un radio de diez o doce millas, y sale todos los días, y algunos días dos veces.
—No tiene nada de extraño en un médico.
—Pero, en realidad, Armstrong no es un médico con clientela. Es profesor e investigador, pero no le interesa la práctica de la medicina, que le apartaría de su trabajo literario. Y siendo así, ¿por qué hace estas salidas tan prolongadas, que deben resultarle un fastidio, y a quién va a visitar?
—El cochero...
—Querido Watson, ¿acaso puede usted dudar de que fue a él a quien primero me dirigí? No sé si sería por depravación innata o por indicación de su jefe, pero se puso tan bruto que llegó a azuzarme un perro. No obstante, ni a él ni al perro les gustó el aspecto de mi bastón, y la cosa no pasó de ahí. A partir de aquel momento, nuestras relaciones se hicieron un poco tirantes y ya no parecía indicado seguir haciéndole preguntas. Lo poco que he averiguado me lo dijo un individuo amistoso en el patio de esta misma posada. Él me ha informado de las costumbres del doctor y sus salidas diarias. En aquel mismo instante, y como para confirmar sus palabras, llegó el coche a su puerta.
—¿No pudo usted haberlo seguido?
—¡Excelente, Watson! Está usted deslumbrante esta noche. Sí que se me pasó por la cabeza esa idea. Como tal vez haya observado, junto a nuestra posada hay una tienda de bicicletas. Entré a toda prisa, alquilé una y conseguí ponerme en marcha antes de que el carruaje se perdiera de vista por completo. No tardé en alcanzarlo, y luego, manteniéndome a una discreta distancia de cien yardas, seguí sus luces hasta que salimos de la ciudad. Habíamos avanzado un buen trecho por la carretera rural cuando ocurrió un incidente bastante mortificante. El coche se detuvo, el doctor se apeó, se acercó rápidamente hasta donde yo me había detenido a mi vez, y me dijo con un excelente tono sarcástico que temía que la carretera fuera algo estrecha y que esperaba que su coche no impidiera el paso de mi bicicleta. No lo habría podido expresar de un modo más admirable. Me apresuré a adelantar a su coche, seguí unas cuantas millas por la carretera principal y luego me detuve en un lugar conveniente para ver si pasaba el carruaje. Pero no se veía la menor señal de él, así que no cabe duda de que se tuvo que meter por alguna de las varias carreteras laterales que yo había visto. Volví atrás, pero no encontré ni rastro del coche. Y ahora, como ve, acaba de regresar. Por supuesto, en un principio no tenía ninguna razón especial para relacionar estas salidas con la desaparición de Godfrey Staunton, y sólo me decidí a investigarlas porque, de momento y en términos generales, nos interesa todo lo que tenga que ver con el doctor Armstrong. Pero ahora que he podido comprobar lo atentamente que vigila si alguien le sigue en esas excursiones, la cosa parece más importante, y no me quedaré satisfecho hasta haberla aclarado.
—Podemos seguirle mañana.
—¿Usted cree? No es tan fácil como usted piensa. No conoce usted el paisaje de la región de Cambridge, ¿verdad que no? Se presta muy mal al ocultamiento. Toda la zona que he recorrido esta noche es llana y despejada como la palma de la mano, y el hombre al que queremos seguir no es ningún idiota, como ha demostrado sin ningún género de dudas esta noche. He telegrafiado a Overton para que nos transmita a esta dirección cualquier novedad que surja en Londres, y mientras tanto, lo único que podemos hacer es concentrar nuestra atención en el doctor Armstrong, cuyo nombre pude leer, gracias a aquella señorita tan atenta de Telégrafos, en el resguardo del mensaje urgente de Staunton. Armstrong sabe dónde está el joven, podría jurarlo...; y si él lo sabe, será fallo nuestro si no llegamos a saberlo también nosotros. Por el momento, hay que reconocer que nos va ganando por una baza, y ya sabe usted, Watson, que no tengo por costumbre abandonar la partida en esas condiciones.
Sin embargo, el nuevo día no nos acercó más a la solución del misterio. Después del desayuno llegó una carta que Holmes me pasó con una sonrisa. Decía así:
«Señor:
Puedo asegurarle que está usted perdiendo el tiempo al seguir mis movimientos. Como tuvo ocasión de comprobar anoche, mi coche tiene una ventanilla en la parte de atrás, y si lo que quiere es hacer un recorrido de veinte millas que le acabe dejando en el mismo punto de donde salió, no tiene más que seguirme. Mientras tanto, puedo informarle de que espiándome a mí no ayudará en nada al señor Godfrey Staunton, y estoy convencido de que el mejor servicio que podría usted hacerle a dicho caballero sería regresar inmediatamente a Londres y comunicarle al que le manda que no ha logrado encontrarlo. Desde luego, en Cambridge pierde usted el tiempo. Atentamente,
LESLIE ARMSTRONG.»
—Un antagonista honrado este doctor, y sin pelos en la lengua —dijo Holmes—. Caramba, caramba. Ha conseguido excitar mi curiosidad y no lo soltaré sin haber averiguado más.
—Ahora mismo tiene el coche en la puerta —dije yo—. Está subiendo a él. Le he visto mirar hacia nuestra ventana. ¿Y si probara yo suerte con la bicicleta?
—No, no, querido Watson. Sin ánimo de menospreciar su inteligencia, no me parece que sea usted rival para el ilustre doctor. Tal vez pueda conseguir nuestro objetivo realizando algunas investigaciones independientes por mi cuenta. Me temo que tendré que abandonarle a usted a su suerte, ya que la presencia de dos forasteros preguntones en una apacible zona rural podría provocar más comentarios de lo que sería conveniente. Estoy seguro de que podrá entretenerse contemplando los monumentos de esta venerable ciudad, y espero poder presentarle un informe más favorable antes de esta noche.