El regreso de Sherlock Holmes (34 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—Pero ¿y las gafas?

—¡Ah! Yo no soy más que un estudioso..., un soñador. No soy capaz de explicar las cosas prácticas de la vida. Aun así, amigo mío, todos sabemos que las prendas de amor pueden adoptar formas muy extrañas. Pero, por favor, coja usted otro cigarrillo. Es un placer encontrar a alguien que sabe apreciarlos. Un abanico, un guante, unas gafas..., ¿quién sabe las cosas que un hombre puede llevar como recuerdo o como símbolo cuando decide poner fin a su vida? Este caballero habla de pisadas en la hierba; pero, al fin y al cabo, es fácil equivocarse en una cosa así. En cuanto al cuchillo, bien pudo rodar lejos del cuerpo del hombre cuando éste cayó al suelo. Puede que esté diciendo tonterías, pero a mí me parece que a Willoughby Smith le llegó la muerte por su propia mano.

Holmes pareció muy sorprendido por la teoría del profesor y continuó paseando de un lado a otro durante un buen rato, sumido en reflexiones y consumiendo un cigarrillo tras otro.

—Dígame, profesor Coram —preguntó por fin—, ¿qué hay en ese armarito del escritorio?

—Nada que pueda interesar a un ladrón. Documentos familiares, cartas de mi pobre esposa, diplomas de universidades que me han concedido honores... Aquí tiene la llave. Puede verlo usted mismo.

Holmes cogió la llave y la miró un instante; luego la devolvió.

—No, no creo que me sirva de nada —dijo—. Preferiría salir tranquilamente a su jardín y reflexionar un poco sobre el asunto. No se puede descartar del todo esa teoría del suicidio que usted acaba de exponer. Le pido perdón por esta intromisión, profesor Coram, y le prometo que no volveremos a molestarle hasta después de la comida. A las dos vendremos a verle y le informaremos de todo lo que pueda haber ocurrido de aquí a entonces.

Holmes se mostraba curiosamente distraído, y durante un buen rato estuvimos yendo y viniendo en silencio por el sendero del jardín.

—¿Tiene alguna pista? —pregunté por fin.

—Todo depende de esos cigarrillos que he fumado —me respondió—. Es posible que me equivoque por completo. Los cigarrillos me lo harán saber.

—¡Querido Holmes! —exclamé yo—. ¿Cómo demonios...?

—Bueno, bueno, ya lo verá usted por sí mismo. Y si no, no habrá pasado nada. Claro que siempre podemos volver a seguir la pista del óptico, pero hay que aprovechar los atajos cuando se puede. ¡Ah, aquí viene la buena de la señora Marker! Vamos a disfrutar de cinco minutos de instructiva conversación con ella.

Creo haber dicho ya en ocasiones anteriores que Holmes, cuando quería, podía portarse de un modo particularmente encantador con las mujeres y tardaba muy poco en ganarse su confianza. En la mitad del tiempo que había mencionado, ya se había ganado la simpatía del ama de llaves y estaba charlando con ella como si se conocieran desde hacía años.

—Sí, señor Holmes, tiene razón en lo que dice. Fuma de una manera terrible. Todo el día y, a veces, toda la noche. Si viera esa habitación algunas mañanas... Cualquiera se pensaría que es la niebla de Londres. También el pobre señor Smith fumaba, aunque no tanto como el profesor. Su salud..., bueno, la verdad es que no sé si fumar es bueno o malo para la salud.

—Desde luego, quita el apetito —dijo Holmes.

—Bueno, yo no sé nada de eso, señor.

—Apuesto a que el profesor apenas come.

—Bueno, es variable. Es lo único que puedo decir.

—Estoy dispuesto a apostar a que esta mañana no ha desayunado; y después de todos los cigarrillos que le he visto consumir, dudo que toque la comida.

—Pues en eso se equivoca, señor, porque da la casualidad de que esta mañana ha desayunado más que nunca. No creo haberle visto jamás comer tanto. Y para comer ha encargado un buen plato de chuletas. Yo misma estoy sorprendida, porque desde que entré ayer en el despacho y vi al pobre señor Smith tirado en el suelo, no puedo ni mirar la comida. En fin, hay gente para todo y, desde luego, el profesor no ha dejado que eso le quite el apetito.

Nos pasamos toda la mañana en el jardín. Stanley Hopkins se había marchado al pueblo para verificar ciertos rumores acerca de una mujer forastera que unos niños habían visto en la carretera de Chatham la mañana anterior. En cuanto a mi amigo, toda su habitual energía parecía haberle abandonado. Jamás le había visto ocuparse de un caso de una manera tan desganada. Ni siquiera mostró signo alguno de interés ante las novedades que trajo Hopkins, que había localizado a los niños, los cuales habían visto, sin lugar a dudas, a una mujer que respondía exactamente a la descripción de Holmes y que llevaba gafas o lentes de algún tipo. Prestó algo más de atención cuando Susan, al servirnos la comida, nos comunicó espontáneamente que creía que el señor Smith había salido a dar un paseo la mañana anterior y que había regresado tan sólo media hora antes de que ocurriera la tragedia. A mí se me escapaba el significado de tal incidente, pero me di perfecta cuenta de que Holmes lo estaba incorporando al plan general que tenía trazado en el cerebro. De pronto, se levantó de su silla y consultó su reloj.

—Las dos en punto, caballeros —dijo—. Vamos a liquidar este asunto con nuestro amigo el profesor.

El anciano acababa de terminar de comer y, desde luego, su plato vacío daba testimonio del buen apetito que le había atribuido su ama de llaves. Presentaba un aspecto verdaderamente estrafalario cuando volvió hacia nosotros su blanca melena y sus ojos relucientes. En su boca ardía el sempiterno cigarrillo. Se había vestido y estaba sentado en una butaca junto a la chimenea.

—Y bien, señor Holmes, ¿ha resuelto ya este misterio?

Empujó hacia mi compañero la gran lata de cigarrillos que tenía a su lado, sobre una mesa. Holmes extendió el brazo en ese mismo instante y entre los dos hicieron caer la caja al suelo.

Todos nos pasamos un par de minutos de rodillas, recogiendo cigarrillos de los sitios más impensables. Cuando por fin nos incorporamos, advertí que a Holmes le brillaban los ojos y que sus mejillas estaban teñidas de color. Sólo en los momentos críticos había yo visto ondear aquellas banderas de batalla.

—Sí —dijo—. Lo he resuelto.

Stanley Hopkins y yo lo miramos asombrados. En las demacradas facciones del viejo profesor se produjo un temblor que parecía vagamente una sonrisa burlona.

—¿De verdad? ¿En el jardín?

—No, aquí mismo.

—¿Aquí? ¿Cuándo?

—En este preciso instante.

—¿Es una broma, señor Sherlock Holmes? Me fuerza usted a decirle que este asunto es demasiado serio para tratarlo tan a la ligera.

—He forjado y puesto a prueba todos los eslabones de mi cadena, profesor Coram, y estoy seguro de que es sólida. Lo que aún no puedo decir es cuáles son sus motivos y qué papel exacto desempeña usted en este extraño asunto. Pero, probablemente, dentro de unos pocos minutos lo oiremos de su propia boca. Mientras tanto, voy a reconstruir para usted lo sucedido, de manera que sepa cuál es la información que aún me falta.

Ayer entró una mujer en su despacho. Vino con la intención de apoderarse de ciertos documentos que estaban guardados en su escritorio. Disponía de una llave propia. He tenido oportunidad de examinar la suya, y no presenta la ligera descoloración que habría producido la rozadura contra el barniz. Así pues, usted no participó en su entrada y, por lo que yo he podido interpretar, ella vino sin que usted lo supiese, con intención de robarle.

El profesor lanzó una nube de humo.

—¡Cuán interesante e instructivo! —dijo—. ¿No tiene más que añadir? Sin duda, habiendo seguido hasta aquí los pasos de esa dama, podrá decirnos también lo que ha sido de ella.

—Eso me propongo hacer. En primer lugar, fue sorprendida por su secretario y lo apuñaló para poder escapar. Me inclino a considerar esta catástrofe como un lamentable accidente, pues estoy convencido de que la dama no tenía intención de infligir una herida tan grave. Un asesino no habría venido desarmado. Horrorizada por lo que había hecho, huyó enloquecida de la escena de la tragedia. Por desgracia para ella, había perdido sus gafas en el forcejeo y, como era muy corta de vista, se encontraba del todo perdida sin ellas. Corrió por un pasillo, creyendo que era el mismo por el que había llegado (los dos están alfombrados con esteras de palma), y hasta que no fue demasiado tarde no se dio cuenta de que se había equivocado de pasillo y que tenía cortada la retirada. ¿Qué podía hacer? No podía quedarse donde estaba. Tenía que seguir adelante. Así que siguió adelante. Subió unas escaleras, empujó una puerta y se encontró aquí en su habitación.

El anciano se había quedado con la boca abierta, mirando a Holmes como alelado. En sus expresivas facciones se reflejaban tanto el asombro como el miedo. Por fin, haciendo un esfuerzo, se encogió de hombros y estalló en una risa nada sincera.

—Todo eso está muy bien, señor Holmes —dijo—. Pero existe un pequeño fallo en esa espléndida teoría. Yo estaba en mi habitación y no salí de ella en todo el día.

—Soy consciente de eso, profesor Coram.

—¿Pretende usted decir que yo puedo estar en esa cama y no darme cuenta de que ha entrado una mujer en mi habitación?

—No he dicho eso. Usted se dio cuenta. Usted habló con ella. Usted la reconoció. Y usted la ayudó a escapar.

Una vez más, el profesor estalló en chillonas carcajadas. Se había puesto en pie y sus ojos brillaban como ascuas.

—¡Usted está loco! —exclamó—. ¡No dice más que tonterías! ¿Conque yo la ayudé a escapar, eh? ¿Y dónde está ahora?

—Está aquí —respondió Holmes, señalando una librería alta y cerrada que había en un rincón de la habitación.

El anciano levantó los brazos, sus severas facciones sufrieron una terrible convulsión y cayó desplomado en su butaca. En el mismo instante, la librería que Holmes había señalado giró sobre unas bisagras y una mujer se precipitó en la habitación.

—¡Tiene usted razón! —exclamó con un extraño acento extranjero—. ¡Tiene usted razón! ¡Aquí estoy!

Estaba cubierta de polvo y envuelta en telarañas que se habían desprendido de las paredes de su escondite. También su rostro estaba tiznado de suciedad, pero ni en las mejores condiciones habría sido hermoso, ya que presentaba exactamente todas las características físicas que Holmes había adivinado, con el añadido de una larga y obstinada mandíbula. A causa de su natural miopía, agravada por el súbito paso de las tinieblas a la luz, se había quedado como deslumbrada, parpadeando para tratar de distinguir dónde estábamos y quiénes éramos. Y sin embargo, a pesar de todos estos inconvenientes, había cierta nobleza en el porte de aquella mujer, cierta gallardía en su desafiante mandíbula y su cabeza erguida que despertaban algo de respeto y admiración. Stanley Hopkins le había puesto la mano sobre el brazo, declarándola detenida, pero ella le hizo a un lado, con suavidad pero con una dignidad tan dominante que imponía obediencia. El anciano se echó hacia atrás en su asiento, con el rostro crispado, y la miró con ojos afligidos.

—Sí, señores, estoy en sus manos —dijo—. Desde donde estaba he podido oírlo todo, y he comprendido que ha averiguado la verdad. Lo confieso todo. Yo maté a ese joven. Pero tiene usted razón al decir que fue un accidente. Ni siquiera me di cuenta de que había agarrado un cuchillo. Estaba desesperada y eché mano a lo primero que encontré sobre la mesa para golpearle y hacer que me soltara. Les estoy diciendo la verdad.

—Señora —dijo Holmes—, estoy seguro de que dice la verdad, pero me temo que usted no se encuentra bien.

El rostro de la mujer había adquirido un color espantoso, que las oscuras manchas de polvo hacían parecer aún más cadavérico. Fue a sentarse en el borde de la cama y reanudó su relato.

—Me queda poco tiempo aquí —dijo—, pero quiero que sepan ustedes toda la verdad. Soy la esposa de este hombre. Y él no es inglés: es ruso. Su nombre no se lo voy a decir.

Por primera vez el anciano pareció conmovido.

—¡Dios te bendiga, Anna! —exclamó—. ¡Dios te bendiga!

Ella lanzó una mirada de absoluto desdén en su dirección.

—¿Por qué sigues empeñado en aferrarte a esa vida miserable, Sergius? —dijo—. Una vida que ha causado daño a tantas personas sin beneficiar a ninguna..., ni siquiera a ti. Sin embargo, no es asunto mío romper ese frágil hilo antes del momento que Dios decida. Ya he cargado con bastante peso sobre mi conciencia desde que atravesé el umbral de esta maldita casa. Pero tengo que hablar antes de que sea demasiado tarde. Como he dicho, caballeros, soy la esposa de este hombre. Cuando nos casamos, él tenía cincuenta años y yo era una alocada muchacha de veinte. Estábamos en una ciudad de Rusia, en una universidad...; pero no voy a decir dónde.

—¡Dios te bendiga, Anna! —murmuró de nuevo el anciano.

—Éramos reformistas..., revolucionarios...; en fin, nihilistas, ya me entienden. Él y yo, y muchos más. Nos vimos metidos en problemas, un policía resultó muerto, hubo muchas detenciones, se buscaron pruebas y para salvar su vida y obtener de paso una fuerte recompensa mi marido nos traicionó, a su propia esposa y a sus compañeros. Sí, nos detuvieron a todos gracias a su confesión. Algunos acabaron en la horca y otros en Siberia. Yo me encontraba entre estos últimos, pero mi condena no era para toda la vida. Mi marido se vino a Inglaterra con sus mal adquiridas ganancias y aquí ha vivido discretamente desde entonces, sabiendo que si la Hermandad descubría dónde estaba no se tardaría ni una semana en hacer justicia.

El anciano profesor extendió una mano temblorosa y cogió un cigarrillo.

—Estoy en tus manos, Anna —dijo—. Siempre has sido buena conmigo.

—Todavía no les he contado hasta dónde llegó tu vileza —continuó la mujer—. Entre nuestros camaradas de la Hermandad había uno que era mi amigo del alma. Era noble, generoso, atento..., todo lo que mi marido no era. Odiaba la violencia. Todos nosotros éramos culpables, si es que se puede hablar de culpa, menos él. Me escribía constantes cartas tratando de disuadirme de seguir por aquel camino. Aquellas cartas le habrían salvado, y también mi diario, donde yo iba dejando constancia día a día de mis sentimientos hacia él y de las opiniones de cada uno. Mi marido encontró el diario y las cartas y los escondió. Juró todo lo que hizo falta jurar para que condenaran a Alexis a muerte. No consiguió sus propósitos, pero lo enviaron a Siberia, donde aún sigue, trabajando en una mina de sal. Piensa en ello, canalla, más que canalla. Ahora mismo, en este preciso instante, Alexis, un hombre cuyo nombre no eres digno ni de pronunciar, lleva una vida de esclavo..., y sin embargo, tengo tu vida en mis manos y te dejo vivir.

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