Read El regreso de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
El señor Soames quedó algo abrumado por esta avalancha de información.
—Todo lo demás lo entiendo —dijo—, pero, la verdad, ese detalle de la longitud...
Holmes esgrimió una pequeña viruta con las letras NN y un espacio en blanco detrás.
—¿Lo ve?
—No, me temo que ni aun así...
—Watson, he sido siempre injusto con usted. Hay otros iguales. ¿Qué podrían significar estas NN? Están al final de una palabra. Como todo el mundo sabe, Johann Faber es el fabricante de lápices más conocido. ¿No resulta evidente que lo que queda del lápiz es sólo lo que viene detrás de « Johann»? —inclinó la mesita de lado para que le diera la luz eléctrica y continuó—: Confiaba en que hubiera utilizado un papel lo bastante fino como para que quedara alguna marca en esta superficie pulida. Pero no, no veo nada. No creo que saquemos nada más de aquí. Veamos ahora la mesa del centro. Supongo que este pegote es la masilla negra que usted mencionó. De forma más o menos piramidal y ahuecada, por lo que veo. Como bien dijo usted, parece haber granitos de serrín incrustados. Vaya, vaya, esto es muy interesante. Y el corte..., un buen tajo, sí señor. Empieza con un fino rasguño y acaba en un auténtico desgarrón. Señor Soames, estoy en deuda con usted por haber dirigido mi atención hacia este caso. ¿Adónde da esa puerta?
—A mi alcoba.
—¿Ha entrado usted ahí después del suceso?
—No, fui directamente a buscarle a usted.
—Me gustaría echar un vistazo. ¡Qué bonita habitación al estilo antiguo! ¿Le importaría aguardar un momento mientras examino el suelo? No, no veo nada. ¿Qué es esa cortina? Ah, cuelga usted su ropa detrás. Si alguien se viera obligado a esconderse en esta habitación, tendría que hacerlo aquí, porque la cama es demasiado baja y el armario tiene muy poco fondo. Supongo que no habrá nadie aquí...
Cuando Holmes descorrió la cortina pude advertir, por una cierta rigidez y actitud de alerta en su postura, que estaba en guardia contra cualquier emergencia. Pero lo cierto es que detrás de la cortina no se ocultaban más que tres o cuatro trajes, colgados de una hilera de perchas. Holmes se dio la vuelta y, de pronto, se agachó hacia el suelo.
—¡Caramba! ¿Qué es esto?
Se trataba de una pequeña pirámide, hecha con una especie de masilla negra, exactamente igual a la que había sobre la mesa del despacho. Holmes la sostuvo en la palma de la mano y la acercó a la luz eléctrica.
—Parece que su visitante ha dejado rastros en su alcoba, y no sólo en su cuarto de estar, señor Soames.
—¿Qué podía buscar aquí?
—Creo que está muy claro. Usted regresó por un camino inesperado y él no se percató de su llegada hasta que usted estaba ya en la misma puerta. ¿Qué podía hacer? Recogió todo lo que pudiera delatarle y corrió a esconderse en el dormitorio.
—¡Cielo santo, señor Holmes! No me diga que todo el tiempo que estuve aquí hablando con Bannister tuvimos atrapado a ese individuo, sin nosotros saberlo.
—Así lo veo yo.
—Tiene que existir otra alternativa, señor Holmes. No sé si se ha fijado usted en la ventana de mi alcoba.
—Con celosía, junquillos de plomo, tres paneles separados, uno de ellos con bisagras para abrirlo y lo bastante grande para que pase un hombre.
—Exacto. Y da a un rincón del patio, de manera que queda casi invisible. El tipo pudo haber entrado por aquí, dejó ese rastro al cruzar el dormitorio y después, al encontrar la puerta abierta, escapó por ella.
—Seamos prácticos —dijo—. Me pareció entender que hay tres estudiantes que utilizan esta escalera y pasan habitualmente por delante de su puerta.
—En efecto.
—¿Y los tres se presentan a este examen?
—Sí.
—¿Tiene usted razones para sospechar de alguno de ellos más que de los otros?
Soames vaciló.
—Se trata de una pregunta muy delicada. No me gusta difundir sospechas cuando no existen pruebas.
—Oigamos las sospechas. Ya buscaré yo las pruebas.
—En tal caso, le explicaré en pocas palabras el carácter de los tres hombres que residen en esas habitaciones. En la primera planta está Gilchrist, muy buen estudiante y atleta; juega en el equipo de rugby y en el de cricket del colegio, y representó a la universidad en vallas y salto de longitud. Un joven agradable y varonil. Su padre era el famoso sir Jabez Gilchrist, que se arruinó en las carreras. Mi alumno quedó en la pobreza, pero es muy aplicado y trabajador y saldrá adelante.
En la segunda planta vive Daulat Ras, el indio. Un tipo callado e inescrutable, como la mayoría de los indios. Lleva muy bien sus estudios, aunque el griego es su punto débil. Es serio y metódico.
El piso alto corresponde a Miles McLaren. Un tipo brillante cuando le da por trabajar..., uno de los mejores cerebros de la universidad; pero es inconstante, disoluto y carece de principios. En su primer año estuvo a punto de ser expulsado por un escándalo de cartas. Se ha pasado todo el curso holgazaneando y no debe sentirse muy tranquilo ante este examen.
—En otras palabras, usted sospecha de él.
—No me atrevería a decir tanto. Pero, de los tres, sería quizás el menos improbable.
—Exacto. Y ahora, señor Soames, veamos cómo es su sirviente, Bannister.
Bannister resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta años, pálido, bien afeitado y de cabellos grises. Todavía no se había recuperado de aquella brusca perturbación de la tranquila rutina de su vida. Sus fofas facciones temblaban con espasmos nerviosos y sus dedos no podían estarse quietos.
—Estamos investigando este lamentable incidente, Bannister —dijo el profesor.
—Sí, señor.
—Tengo entendido —dijo Holmes— que dejó usted su llave olvidada en la cerradura.
—Sí, señor.
—¿No es muy extraño que le ocurra eso precisamente el día en que estaban aquí esos papeles?
—Ha sido una gran desgracia, señor. Pero ya me ha ocurrido alguna otra vez.
—¿A qué hora entró usted en la habitación?
—A eso de las cuatro y media. La hora del té del señor Soames.
—¿Cuánto tiempo estuvo dentro?
—Al ver que él no estaba, salí inmediatamente.
—¿Miró usted los papeles de encima de la mesa?
—No, señor, le aseguro que no.
—¿Cómo pudo dejarse la llave en la puerta?
—Llevaba en las manos la bandeja del té, y pensé volver luego a recoger la llave. Pero se me olvidó.
—¿La puerta de fuera tiene picaporte?
—No, señor.
—¿De manera que permaneció abierta todo el tiempo?
—Sí, señor.
—Cuando regresó el señor Soames y le llamó, ¿se alteró usted mucho?
—Sí, señor. En todos los años que llevo aquí, que son muchos, nunca había sucedido una cosa así. Estuve a punto de desmayarme, señor.
—Eso tengo entendido. ¿Dónde estaba usted cuando empezó a sentirse mal?
—¿Que dónde estaba? Pues aquí mismo, cerca de la puerta.
—Es muy curioso, porque fue a sentarse en aquel sillón que hay junto al rincón. ¿Por qué no se sentó en cualquiera de estas otras sillas?
—No lo sé, señor. Ni me fijé en dónde me sentaba.
—No creo que se fijara en nada, señor Holmes —dijo Soames—. Tenía muy mal aspecto..., completamente cadavérico.
—¿Se quedó usted aquí cuando se marchó el profesor?
—Nada más que un minuto o cosa así. Luego cerré la puerta con llave y me fui a mi habitación.
—¿De quién sospecha usted?
—Ay señor, no sabría decirle. No creo que haya en esta universidad un caballero capaz de hacer algo así para obtener ventaja. No, señor, no lo creo.
—Gracias. Con eso basta —dijo Holmes—. Ah, sí, una cosa más. ¿No le habrá usted dicho a ninguno de los tres caballeros que usted atiende que algo va mal, verdad?
—No, señor; ni una palabra.
—¿Ha visto a alguno de ellos?
—No, señor.
—Muy bien. Y ahora, señor Soames, si le parece bien, daremos un paseo por el patio.
Tres cuadrados de luz amarilla brillaban sobre nosotros en medio de la creciente oscuridad.
—Sus tres pájaros están todos en sus nidos —dijo Holmes, mirando hacia arriba— ¡Vaya! ¿Qué es eso? Uno de ellos parece bastante inquieto.
Se trataba del indio, cuya oscura silueta había aparecido de pronto a través de los visillos, dando rápidas zancadas de un lado a otro de la habitación.
—Me gustaría echarles un vistazo en sus habitaciones —dijo Holmes—. ¿Sería posible?
—Sin ningún problema —respondió Soames—. Este conjunto de habitaciones es el más antiguo del colegio, y no es raro que vengan visitantes a verlas. Acompáñenme y yo mismo les serviré de guía.
—Nada de nombres, por favor —dijo Holmes mientras llamábamos a la puerta de Gilchrist.
La abrió un joven alto, delgado y de cabello pajizo, que nos dio la bienvenida al enterarse de nuestros propósitos. La habitación contenía algunos detalles verdaderamente curiosos de arquitectura doméstica medieval. Holmes quedó tan encantado que se empeñó en dibujarlo en su cuaderno de notas; durante la operación, se le rompió la mina del lápiz, tuvo que pedir uno prestado a nuestro joven anfitrión y, por último, le pidió prestada una navaja para sacarle punta a su lápiz. El mismo curioso incidente le volvió a ocurrir en las habitaciones del indio, un individuo pequeño y callado, con nariz aguileña, que nos miraba de reojo y no disimuló su alegría cuando Holmes dio por terminados sus estudios arquitectónicos. En ninguno de los dos casos me pareció que Holmes hubiera encontrado la pista que andaba buscando. En cuanto a nuestra tercera visita, quedó frustrada. La puerta exterior no se abrió a nuestras llamadas, y lo único positivo que nos llegó del otro lado fue un torrente de palabrotas.
—¡Me tiene sin cuidado quién sea! ¡Pueden irse al infierno! —rugió una voz iracunda—. ¡Mañana es el examen y no puedo perder el tiempo con nadie.
—¡Qué grosero! —dijo nuestro guía, rojo de indignación, mientras bajábamos por la escalera—. Naturalmente, no se daba cuenta de que era yo quien llamaba, pero aun así su conducta resulta impresentable y, dadas las circunstancias, bastante sospechosa.
La reacción de Holmes fue muy curiosa.
—¿Podría usted decirme la estatura exacta de este joven? —preguntó.
—La verdad, señor Holmes, no sabría qué decirle. Es más alto que el indio, aunque no tanto como Gilchrist. Supongo que alrededor de cinco pies y seis pulgadas
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—Eso es muy importante —dijo Holmes—. Y ahora, señor Soames, le deseo a usted buenas noches.
Nuestro guía expresó a voces su sorpresa y desencanto.
—¡Santo cielo, señor Holmes! ¡No irá usted a dejarme así de repente! Me parece que no se da usted cuenta de la situación. El examen es mañana. Tengo que tomar alguna medida concreta esta misma noche. No puedo permitir que se celebre el examen si uno de los ejercicios está amañado. Hay que afrontar la situación.
—Tiene que dejar las cosas como están. Mañana me pasaré por aquí a primera hora de la mañana y hablaremos del asunto. Es posible que para entonces me encuentre en condiciones de sugerirle alguna línea de actuación. Mientras tanto, no cambie usted nada; absolutamente nada.
—Muy bien, señor Holmes.
—Y quédese tranquilo. No le quepa duda de que encontraremos la manera de solucionar sus dificultades. Me voy a llevar la masilla negra, y también las virutas de lápiz. Adiós.
Cuando volvimos a salir a la oscuridad del patio miramos de nuevo las ventanas. El indio seguía dando paseos por la habitación. Los otros dos estaban invisibles.
—Bien, Watson, ¿qué le parece? —preguntó Holmes en cuanto salimos a la calle—. Es como un juego de salón, algo así como el truco de las tres cartas, ¿no cree? Ahí tiene usted a sus tres hombres. Tiene que ser uno de ellos. Elija. ¿Por cuál se decide?
—El individuo mal hablado del último piso. Es el que tiene el peor historial. Sin embargo, ese indio también parece un buen pájaro. ¿Por qué estará dando vueltas por el cuarto sin parar?
—Eso no quiere decir nada. Muchas personas lo hacen cuando están intentando aprenderse algo de memoria.
—Nos miraba de una manera muy rara.
—Lo mismo haría usted si le cayese encima una manada de desconocidos cuando estuviera preparando un examen para el día siguiente y no pudiera perder ni un minuto. No, eso no me dice nada. Además, los lápices y las cuchillas..., todo estaba como es debido. El que sí me intriga es ese individuo...
—¿Quién?
—Hombre, pues Bannister, el sirviente. ¿Qué pinta él en este asunto?
—A mí me dio la impresión de ser un hombre completamente honrado.
—A mí también, y eso es lo que me intriga. ¿Por qué iba un hombre completamente honrado a... Bueno, bueno, aquí tenemos una papelería importante. Comenzaremos aquí nuestras investigaciones.
En la ciudad sólo había cuatro papelerías de cierta importancia, y en cada una de ellas Holmes exhibió sus virutas de lápiz y ofreció un alto precio por un lápiz igual. En todas le dijeron que podían encargarlo, pero que se trataba de un tamaño poco corriente y casi nunca tenían existencias. El fracaso no pareció deprimir a mi amigo, que se encogió de hombros con una resignación casi divertida.
—No hay nada que hacer, querido Watson. Esta pista, que era la mejor y la más concluyente, no ha conducido a nada. Aunque, la verdad, estoy casi seguro de que, aun sin ella, podremos elaborar una explicación suficiente. ¡Por Júpiter! Querido amigo, son casi las nueve, y nuestra patrona dijo algo acerca de guisantes a las siete y media. Estoy viendo, Watson, que con esa manía de fumar constantemente y esa irregularidad en las comidas, van a acabar por pedirle que se largue, y yo compartiré su caída en desgracia..., aunque no antes de que haya resuelto el problema del profesor nervioso, el sirviente descuidado y los tres intrépidos estudiantes.
Holmes no volvió a hacer ningún comentario sobre el caso aquel día, aunque permaneció sentado y sumido en reflexiones durante mucho rato, después de nuestra retrasada cena. A las ocho de la mañana siguiente entró en mi habitación cuando yo estaba terminando de asearme.
—Bien, Watson —dijo—. Es hora de ir a San Lucas. ¿Puede prescindir del desayuno?
—Desde luego.
—Soames estará hecho un manojo de nervios hasta que podamos decirle algo concreto.
—¿Y tiene usted algo concreto que decirle?
—Creo que sí.
—¿Ha llegado ya a alguna conclusión?