Read El regreso de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—El encuentro con ese otro individuo debió alterarlo y ponerlo nervioso. Seguramente, no sabía lo que se hacía.
—Sí, eso es bastante probable. Pero me gustaría llamar su atención de manera muy especial hacia la situación de esta casa, en cuyo jardín se destrozó el busto.
Lestrade miró a su alrededor.
—La casa está desocupada, así que estaba seguro de que nadie le molestaría en el jardín.
—Sí, pero hay otra casa vacía más arriba, y tuvo que pasar delante de ella para llegar a esta otra. ¿Por qué no lo rompió allí, dado que es evidente que a cada metro que lo siguiera llevando aumentaba el riesgo de tropezarse con alguien?
—Me rindo —dijo Lestrade.
Holmes señaló la farola situada sobre nuestras cabezas.
—Aquí podía ver lo que hacía, pero allí no. Esa fue la razón.
—¡Por Júpiter, es verdad! —exclamó el inspector—. Ahora que lo pienso, el busto del doctor Barnicot lo rompieron cerca de una lámpara roja. Y bien, señor Holmes, ¿qué vamos a hacer con este dato?
—Recordarlo. Tenerlo en cuenta. Puede que más adelante demos con algo que encaje con él. ¿Qué medidas se propone tomar ahora, Lestrade?
—En mi opinión, la manera más práctica de abordar el asunto es identificar al muerto. No creo que nos resulte muy difícil. Cuando hayamos averiguado quién era y con quién se relacionaba, dispondremos de un buen punto de partida para averiguar qué estaba haciendo anoche en Pitt Street y quién se tropezó con él y lo mató a la puerta de la casa del señor Horace Harker. ¿No lo cree usted así?
—Sin duda alguna. Sin embargo, no es así, ni mucho menos, como yo abordaría el caso.
—¿Y qué es lo que haría usted?
—Oh, no deje usted que yo le influya en modo alguno. Propongo que usted actúe a su manera y yo a la mía. Más adelante podemos comparar notas, y los datos de cada uno complementarán los del otro.
—Muy bien —dijo Lestrade.
—Si vuelve usted a Pitt Street y ve al señor Horace Harker dígale de mi parte que ya he sacado una conclusión y que no cabe duda de que anoche entró en su casa un peligroso maníaco homicida que se cree Napoleón. Eso le vendrá bien para su artículo.
Lestrade se le quedó mirando fijamente.
—¿No dirá en serio que se cree eso?
Holmes sonrió.
—¿Que no? Bueno, tal vez no. Pero estoy seguro de que interesará al señor Harker y a los suscriptores del Sindicato Central de Prensa. Y ahora, Watson, creo que tenemos por delante una jornada larga y bastante complicada. Me gustaría mucho, Lestrade, que pudiera usted pasarse por Baker Street a hacernos una visita a las seis de esta tarde. Hasta entonces, me gustaría conservar esta fotografía encontrada en el bolsillo de la víctima. Es posible que tenga que solicitar su compañía y su ayuda para una pequeña expedición que, si mi cadena de razonamientos resulta ser correcta, tendremos que emprender esta noche. Hasta entonces, adiós y buena suerte.
Sherlock Holmes y yo caminamos juntos hasta High Street, y allí nos detuvimos ante la tienda de Harding Brothers, donde se había adquirido el busto. Un joven dependiente nos comunicó que el señor Harding estaría ausente hasta la tarde, y que él era nuevo y no podía darnos ninguna información. El rostro de Holmes dio señales de decepción y fastidio.
—Bueno, Watson, no podemos esperar que todo nos salga bien a la primera —dijo por fin—. Si el señor Harding no viene hasta la tarde, tendremos que volver por la tarde. Como ya habrá sospechado, estoy intentado seguir la pista de esos bustos hasta su fuente de origen, con el fin de averiguar si existe alguna particularidad que explique su curioso destino. Vayamos a la tienda de Morse Hudson en Kennington Road, y veamos si él puede arrojar algo de luz sobre el problema.
Tardamos una hora en coche en llegar al establecimiento del vendedor de cuadros. Era un hombre bajo y rechoncho, de rostro colorado y carácter irascible.
—Sí, señor, en mi mismo mostrador —dijo—. No sé para qué pagamos impuestos, si luego cualquier rufián puede entrar y romper las propiedades de uno. Sí, señor, fui yo quien le vendió al doctor Barnicot las dos figuras. ¡Es una vergüenza, señor! Es una campaña nihilista, estoy seguro. Sólo a un anarquista se le ocurriría ir por ahí rompiendo estatuas. Republicanos rojos, eso es lo que son. ¿Que a quién le compré las figuras? ¿Y eso qué tiene que ver? Está bien, si se empeña en saberlo, se las compré a Gelder & Co., de Church Street, Stepney. Una firma muy conocida en el negocio, y desde hace veinte años. ¿Qué cuántas compré? Tres..., dos y una son tres..., dos del doctor Barnicot y una que rompieron a plena luz del día en mi propio mostrador... ¿Que si conozco a este hombre de la fotografía? No, no lo conozco. Pero... sí, me parece que sí... ¡Pero si es Beppo! Era una especie de italiano que trabajaba por libre y que hizo algunos trabajos para la tienda. Sabía tallar un poco, dorar un marco, cosas por el estilo. Me dejó la semana pasada y desde entonces no he sabido nada de él. No, no sé de dónde vino ni a dónde fue. Mientras estuvo por aquí no tuve ninguna queja de él. Se marchó dos días antes de que rompieran el busto.
—Bien, eso es todo lo que razonablemente podemos esperar sacar de Morse Hudson —dijo Holmes al salir de la tienda—. Tenemos a este Beppo como factor común, tanto en Kennington como en Kensington, así que no hemos recorrido estas diez millas en vano. Ahora, Watson, vamos a Gelder & Co., de Stepney, la fuente de origen de los bustos. Mucho me extrañaría que no sacásemos algo en limpio de allí.
Cruzamos en rápida sucesión el borde del Londres elegante, el Londres hotelero, el Londres teatral, el Londres literario, el Londres comercial y, por último, el Londres marítimo, hasta llegar a una ciudad de cien mil almas junto al río, en cuyas casas de apartamentos sudan y se sofocan desplazados de toda Europa. Allí, en una amplia avenida donde en otros tiempos residían los comerciantes ricos de la ciudad, encontramos el taller de escultura que íbamos buscando. La parte exterior era un gran patio lleno de piedras monumentales. En el interior había un local muy espacioso, en el que cincuenta operarios se dedicaban a tallar o moldear. El encargado, un alemán rubio y corpulento, nos recibió educadamente y respondió con claridad a todas las preguntas de Holmes. Una consulta a los libros reveló que se habían hecho cientos de escayolas a partir de una reproducción en mármol de la cabeza de Napoleón esculpida por Devine, pero que las tres enviadas a Morse Hudson, aproximadamente un año atrás, formaban parte de una partida de seis, y que las otras tres se habían enviado a Harding Brothers, de Kensington. No existía razón alguna para que esas seis fueran diferentes de las demás escayolas. No se le ocurría ningún posible motivo para que alguien quisiera destruirlas..., es más, la idea le daba risa. El precio de venta al por mayor era de seis chelines, pero el minorista podía sacar doce o más. La copia se sacaba en dos moldes, uno de cada lado de la cara, y luego se juntaban los dos perfiles de escayola para formar el busto completo. El trabajo solían realizarlo obreros italianos en el mismo local donde nos encontrábamos. Una vez terminados, los bustos se ponían a secar sobre una mesa en el pasillo, y después se almacenaban. Eso era todo lo que podía decirnos. Pero la presentación de la fotografía tuvo un notable efecto sobre el encargado. Su cara enrojeció de ira y sus cejas se fruncieron sobre sus azules y teutónicos ojos.
—¡Ah, granuja! —exclamó—. Sí, ya lo creo, le conozco muy bien. Este ha sido siempre un establecimiento respetable, y la única vez que hemos tenido aquí a la policía fue por culpa de este individuo. Eso fue hace más de un año. Apuñaló a otro italiano en la calle, y luego vino al taller con la policía pisándole los talones, y aquí lo detuvieron. Se llamaba Beppo..., nunca supe su apellido. Me está bien empleado por contratar a un tipo con esa cara. Pero era buen trabajador..., uno de los mejores.
—¿Qué le cayó?
—El otro no murió, así que le cayó sólo un año. Seguro que ya está libre. Pero por aquí no se ha atrevido a asomar la nariz. Tenemos aquí a un primo suyo y estoy casi seguro de que él podría decirle por dónde anda.
—No, no —dijo Holmes—. Ni una palabra al primo..., ni una palabra, se lo ruego. Se trata de un asunto muy importante, y cuantos más progresos hago, más importante parece. Cuando consultó usted en el libro la venta de esas escayolas me fijé en que la fecha era el 3 de junio del año pasado. ¿Podría usted decirme en qué fecha fue detenido Beppo.
—Podría decirse aproximadamente consultando los pagos de jornales. Sí —continuó, después de pasar páginas durante un rato—. Recibió su última paga el 20 de mayo.
—Gracias —dijo Holmes—. Creo que ya no necesito seguir abusando de su tiempo y su paciencia.
Con una última advertencia de que no dijera nada de nuestras averiguaciones, nos dirigimos de nuevo hacia el oeste. Hasta bien avanzada la tarde no pudimos tomar un apresurado almuerzo en un restaurante. A la entrada, el cartelón de un vendedor de periódicos anunciaba: «Atrocidad en Kensington. Asesinado por un loco», y el contenido del periódico demostraba que el señor Horace Harker había conseguido, después de todo, hacer llegar su relato a la imprenta. La narración del incidente, en un estilo sumamente sensacionalista y florido, ocupaba dos columnas. Holmes apoyó el periódico en las vinagreras y lo leyó mientras comíamos. En una o dos ocasiones se rió por lo bajo.
—Esto está muy bien, Watson —dijo—. Escuche esto: «Es un consuelo saber que en este caso no pueden darse disparidades de opiniones, ya que tanto el señor Lestrade, uno de los funcionarios más expertos del cuerpo de policía, como el señor Sherlock Holmes, detective particular de fama mundial, han llegado, cada uno por su parte, a la conclusión de que esta grotesca serie de incidentes, que tan trágico desenlace ha tenido, es fruto de la locura y no de un delito premeditado. Sólo la aberración mental puede explicar los hechos.» La prensa, Watson, es una institución valiosísima, si uno sabe cómo utilizarla. Y ahora, si ya ha terminado usted, volveremos a Kensington y veremos lo que tiene que decir sobre el asunto el encargado de Harding Brothers.
El fundador de aquella gran empresa resultó ser un hombrecillo menudo y vivaracho, muy atildado y perspicaz, con la mente clara y la lengua suelta.
—Sí, señor, ya he leído la noticia en los periódicos de la tarde. El señor Horace Harker es cliente nuestro. Le vendimos el busto hace unos meses. Adquirimos tres de estos bustos a Gelder & Co., de Stepney, pero ya los hemos vendido todos. ¿A quién? Supongo que si consulto los libros de ventas se lo podré decir sin dificultad. Sí, aquí está apuntado. Uno al señor Harker, como puede ver; otro, al señor Josiah Brown, de Laburnum Lodge, Laburnum Vale, Chiswick, y otro, al señor Sandeford, de Lower Grove Road, Readiag. No, jamás he visto a este hombre de la fotografía. Una cara así no se olvidaría fácilmente, ¿no cree? En mi vida he visto alguien tan feo. ¿Que si tenemos empleados italianos? Pues sí, hay varios entre los obreros y el personal de la limpieza. Supongo que, si se lo propone, cualquiera de ellos podría echar un vistazo a este libro de ventas; no existe ningún motivo para tener el libro vigilado. En fin, este es un asunto muy raro, y confío en que me avise si sus investigaciones dan algún fruto.
Holmes había tomado varias notas durante las declaraciones del señor Harding, y pude darme cuenta de que se sentía plenamente satisfecho con el rumbo que iban tomando los acontecimientos. Sin embargo, no hizo ningún comentario, exceptuando el de que, si no nos dábamos prisa, íbamos a llegar tarde a nuestra cita con Lestrade. Y efectivamente, cuando llegamos a Baker Street, el inspector ya se encontraba allí, dando zancadas de un lado a otro de la habitación, consumido de impaciencia. Su aspecto solemne daba a entender que su jornada de trabajo no había sido infructuosa.
—¿Qué tal? —preguntó—. ¿Ha habido suerte, señor Holmes?
—Hemos tenido un día muy ocupado, pero no todo ha sido tiempo perdido —explicó mi amigo—. Hemos visto a los dos comerciantes, y también a los fabricantes de los bustos. Ahora puedo seguirle la pista a cada uno de los bustos desde el principio.
—¡Los bustos! —exclamó Lestrade—. Bueno, bueno, usted tiene sus propios métodos, señor Sherlock Holmes, y no seré yo quien diga una palabra en contra de ellos, pero me parece que yo he aprovechado la jornada mejor que usted. He identificado al muerto.
—¡No me diga!
—Y he descubierto un móvil para el crimen.
—¡Espléndido!
—Uno de nuestros inspectores está especializado en Saffron Hill y el barrio italiano. Pues bien, el cadáver llevaba colgado del cuello un símbolo católico, y esto, junto con el tono de su piel, me hizo pensar que era latino. El inspector Hill lo identificó nada más verlo. Se llamaba Pietro Venucci, natural de Nápoles, y era uno de los peores asesinos de Londres. Estaba relacionado con la Mafia, que, como usted sabe, es una organización política secreta que impone sus reglas por medio del asesinato. Como ve, las cosas empiezan a aclararse. Lo más probable es que el otro tipo sea también italiano, y miembro de la Mafia. Ha debido romper alguna de sus reglas, y la organización envió a Pietro para ajustarle las cuentas. Es muy posible que la fotografía que encontramos en el bolsillo del muerto sea de nuestro hombre, y que la llevara para asegurarse de que no apuñalaba a otra persona. Pietro va siguiendo al tipo, lo ve meterse en una casa, espera a que salga, y en la pelea que se entabla es él quien recibe una herida mortal. ¿Qué le parece, señor Holmes?
Holmes palmoteó en señal de aprobación.
—¡Excelente, Lestrade, excelente! —exclamó—. Pero no sé si he entendido muy bien su explicación de la destrucción de los bustos.
—¡Los bustos! ¿No hay quien le saque esos bustos de la cabeza? Al fin y al cabo, eso no es nada; hurto menor, seis meses como máximo. Lo que de verdad estamos investigando es el asesinato, y le digo que ya casi tengo todos los hilos en mis manos.
—¿Qué va a hacer a continuación?
—Muy sencillo. Iré con Hill al barrio italiano, encontraremos al hombre de la fotografía, y lo detendremos, acusado de asesinato. ¿Quiere venir con nosotros?
—Creo que no. Me da la impresión de que podemos lograr nuestro objetivo de un modo más sencillo. No puedo estar seguro, porque todo depende..., en fin, depende de un factor que está completamente fuera de nuestro control. Pero tengo grandes esperanzas..., de hecho, podría apostar dos contra uno a que si usted nos acompaña esta noche podré ayudarle a echarle el guante.