Read El regreso de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
Holmes saltó de su silla.
—Póngase usted detrás de él, Watson. No lo deje escapar. Y ahora, señor, veamos el contenido de ese cuaderno. Milverton se había escurrido, rápido como una rata, hacia un costado de la habitación, colocándose con la espalda contra la pared.
—¡Señor Holmes, señor Holmes! —dijo, abriéndose la chaqueta y dejando ver la culata de un enorme revólver, que sobresalía del bolsillo interior—. Yo esperaba que hiciera usted algo original. Esto lo han hecho tantas veces... ¿Y de qué ha servido? Le aseguro que estoy armado hasta los dientes y que estoy perfectamente dispuesto a utilizar el arma, sabiendo que la ley estará de mi parte. Además, está muy equivocado si supone que iba a traer aquí las cartas dentro de un cuaderno de notas. Jamás haría una tontería semejante. Y ahora, caballeros, todavía me aguardan una o dos entrevistas esta noche y hay un largo camino hasta Hampstead.
Dio un par de pasos hacia adelante, recogió su abrigo, apoyó la mano en el revólver y se volvió hacia la puerta. Yo levanté una silla, pero Holmes negó con la cabeza y volví a dejarla en el suelo. Milverton salió de la habitación con una reverencia, una sonrisa y un guiño de ojos, y unos momentos después oímos cerrarse de golpe la puerta del carruaje y el traqueteo de las ruedas que se alejaban.
Holmes se quedó sentado e inmóvil ante la chimenea, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, la barbilla caída sobre el pecho y los ojos clavados en el brillo de las brasas. Así permaneció, callado y sin moverse, durante media hora. Entonces, con el aire de quien ha tomado una decisión, se puso en pie de un salto y se metió en su alcoba. Al poco rato, un joven obrero de aspecto disoluto, con perilla y andares fanfarrones, encendía su pipa de arcilla en la lámpara antes de salir a la calle.
—Ya volveré, Watson —dijo antes de desvanecerse la noche. Comprendí que había iniciado su campaña contra Charles Augustus Milverton; pero poco sospechaba yo el extraño giro que habría de tomar dicha campaña.
Durante varios días, Holmes estuvo yendo y viniendo a todas horas con aquel disfraz, pero yo no sabía nada de sus andanzas, aparte de un comentario suyo que indicaba que pasaba el tiempo en Hampstead y que no era tiempo perdido. Por fin, una noche de furiosa tempestad, cuando el viento gemía y hacía golpear las ventanas, regresó de su última expedición y, después de quitarse el disfraz, se sentó ante el fuego y se echó a reír de buena gana, con su característica risa silenciosa y hacia dentro.
—¿Verdad, Watson, que no me considera usted un hombre propenso al matrimonio?
—Desde luego que no.
—Pues le interesará saber que estoy comprometido.
—¡Querido amigo! Le feli...
—Con la criada de Milverton.
—¡Cielo santo, Holmes!
—Necesitaba información, Watson.
—Pero ¿no habrá ido demasiado lejos?
—Era preciso hacerlo. Soy un fontanero llamado Escott, con un negocio que prospera. He salido con ella todas las tardes y he hablado con ella. ¡Santo cielo, qué conversaciones! Sin embargo, he conseguido lo que quería. Ahora conozco la casa de Milverton como la palma de mi mano.
—¿Y la chica, qué, Holmes?
Él se encogió de hombros.
—No se puede evitar, querido Watson. Habiendo tanto en juego, hay que jugar las cartas lo mejor que se pueda. Sin embargo, me alegra decirle que tengo un odiado rival que se apresurará a quitarme la novia en cuanto yo le vuelva la espalda. ¡Qué noche tan maravillosa hace!
—¿Le gusta este tiempo?
—Viene muy bien para mis propósitos, Watson. Me propongo entrar a robar en casa de Milverton esta noche.
Me quedé en silencio y sentí un escalofrío al escuchar estas palabras, pronunciadas lentamente, en un tono de absoluta decisión. De la misma manera en que un relámpago en la noche nos permite ver en un instante todos los detalles de un extenso paisaje, a mí me pareció vislumbrar de golpe todas las posibles consecuencias de semejante acción: el descubrimiento, la detención, el final de una honrosa carrera en medio del fracaso y la vergüenza irreparables, mi amigo quedando a merced del odioso Milverton.
—¡Por amor de Dios, Holmes, piense en lo que hace! —exclamé.
—Querido amigo, lo he meditado muy a fondo. Yo jamás me precipito en mis acciones y no adoptaría un método tan drástico, y desde luego tan peligroso, si existiera otra posibilidad. Consideremos el asunto de manera clara e imparcial. Supongo que usted reconocerá que se trata de un acto moralmente justificable, aunque técnicamente delictivo. Lo único que pretendo al entrar en la casa es apoderarme de aquel cuaderno de bolsillo..., algo en lo que usted mismo estaba dispuesto a ayudarme.
Le di vueltas a la idea en la cabeza.
—Sí —dije—, es moralmente justificable, siempre que no nos propongamos robar más objetos que los que se utilizan con fines ilícitos.
—Exacto. Y puesto que es moralmente justificable, sólo tengo que considerar la cuestión del riesgo personal. Y un caballero no debe pensar mucho en eso cuando una dama necesita desesperadamente su ayuda, ¿no cree?
—Se colocará usted en una posición muy dudosa.
—Bueno, eso forma parte del riesgo. No existe otra manera posible de recuperar las cartas. La desdichada dama no dispone del dinero y no puede confiar en ninguno de sus allegados. Mañana se cumple el plazo y si no conseguimos las cartas esta noche, ese canalla cumplirá su palabra y le destrozará la vida. Así pues, o abandono a mi cliente a su suerte o tengo que jugar esta última carta. Entre nosotros, Watson, se trata de una competición deportiva entre ese Milverton y yo. Como ha podido ver, él ha salido ganando en los primeros asaltos, pero mi amor propio y mi reputación me obligan a luchar hasta el final.
—En fin, no me gusta, pero supongo que no queda más remedio —dije—. ¿Cuándo salimos?
—Usted no viene.
—Entonces, usted tampoco. Le doy mi palabra de honor, y no he faltado a ella en mi vida, de que cogeré un coche e iré directo a la comisaría a denunciarle, a menos que me permita compartir con usted esta aventura.
—Usted no puede ayudarme.
—¿Cómo lo sabe? No puede saber lo que va a suceder. En cualquier caso, mi decisión ya está tomada. No es usted el único que tiene amor propio e, incluso, reputación.
Al principio, Holmes pareció molesto, pero luego desarrugó la frente y me palmeó el hombro.
—Muy bien, querido camarada, que sea como usted dice. Hemos compartido el mismo alojamiento durante años, y tendría gracia que acabáramos compartiendo la misma celda. ¿Sabe, Watson? No me importa confesar que siempre he tenido la impresión de que habría podido ser un delincuente muy eficaz. Esta es la oportunidad de mi vida en ese sentido. ¡Mire! —sacó de un cajón un bonito maletín de cuero y lo abrió, dejando ver una buena cantidad de herramientas relucientes—. Este es un equipo de ladrón de primera clase y último modelo, con palanqueta niquelada, cortacristales con punta de diamante, llaves adaptables y todos los adelantos modernos que exige el progreso de la civilización. Y aquí tengo mi linterna sorda. Todo está preparado. ¿Tiene usted un par de zapatos silenciosos?
—Tengo zapatillas de tenis con suela de goma.
—Excelente. ¿Y antifaz?
—Puedo hacer un par con seda negra.
—Veo que tiene usted una fuerte disposición natural para este tipo de cosas. Muy bien; haga usted los antifaces. Tomaremos un poco de cena fría antes de salir. Ahora son las nueve y media. A las once tomaremos un coche más o menos hasta Church Row. Desde allí hay un cuarto de hora de camino hasta Appledore Towers. Podremos estar trabajando antes de medianoche. Milverton tiene el sueño muy pesado y se va siempre a dormir a las diez y media. Con un poco de suerte, podremos estar aquí de vuelta a las dos, con las cartas de lady Eva en mi bolsillo.
Holmes y yo nos vestimos de etiqueta para parecer dos hombres que salían del teatro y regresaban a su casa. En Oxford Street paramos un coche, que nos llevó a una dirección de Hampstead. Allí nos apeamos, y con nuestros abrigos bien abrochados —porque hacía un frío terrible y el viento parecía pasar a través de nosotros— caminamos a lo largo del seto.
—Este asunto exige actuar con mucha delicadeza —dijo Holmes—. Los documentos están encerrados en una caja fuerte en el despacho de nuestro hombre, y el despacho es la antesala de su dormitorio. Por otra parte, como todos los tipos bajos y gordos que se dan buena vida, el hombre duerme a pierna suelta. Agatha, que así se llama mi prometida, dice que todo el servicio hace chistes acerca de lo difícil que resulta despertar al señor. Tiene un secretario que cuida de sus intereses y que no sale del despacho en todo el día. Por eso tenemos que actuar de noche. También tiene un perro muy feroz que ronda por el jardín. Las dos últimas veces que vi a Agatha era bastante tarde, y tuvo que encerrar a la fiera para que yo pudiera pasar. Esa es la casa, esa grande con terreno propio. Nos metemos por la puerta y vamos hacia la derecha, por entre los laureles. Lo mejor será que nos pongamos los antifaces aquí. Como ve, no hay luz en ninguna de las ventanas y todo marcha sobre ruedas.
Una vez puestos los negros antifaces de seda, que nos convertían en dos de las figuras más truculentas de Londres, nos acercamos furtivamente a la casa oscura y silenciosa. A uno de los lados había una especie de terraza embaldosada, a la que daban varias ventanas y dos puertas.
—Ese es su dormitorio —susurró Holmes—. Esta puerta da directamente al despacho. Lo mejor sería entrar por ella, pero está cerrada con llave y con cerrojo y haríamos demasiado ruido al forzarla. Venga por aquí. Hay, un invernadero que da a la sala de estar.
El invernadero estaba cerrado, pero Holmes cortó un círculo de cristal y abrió el pestillo por dentro. Un instante después, había cerrado la puerta a nuestras espaldas y nos habíamos convertido en delincuentes a los ojos de la ley. El aire denso y caluroso del invernadero, cargado con la fuerte y sofocante fragancia de plantas exóticas, se pegó a nuestras gargantas. Holmes me tomó de la mano en la oscuridad y me guió con rapidez a lo largo de hileras de arbustos cuyas ramas nos rozaban la cara. Mi amigo poseía una notable facultad, laboriosamente cultivada, para ver en la oscuridad. Sin soltarme de la mano, abrió una puerta y tuve la confusa sensación de que habíamos entrado en una habitación espaciosa en la que poco tiempo antes se había fumado un cigarro. Holmes avanzó a tientas entre los muebles, abrió la puerta y la cerró a nuestras espaldas. Extendí la mano y palpé varios abrigos que colgaban de la pared, por lo que comprendí que estábamos en un pasillo. Avanzamos por él y Holmes abrió con mucho cuidado una puerta del lado derecho. Algo echó a correr hacia nosotros y casi se me sale el corazón por la boca, aunque estuve a punto de echarme a reír al darme cuenta de que se trataba del gato. En esta nueva habitación había una chimenea encendida, y también el ambiente estaba cargado de humo de tabaco. Holmes entró de puntillas, esperó a que yo pasara tras él y cerró la puerta con el mayor cuidado. Estábamos en el despacho de Milverton, y en el extremo más alejado había un cortinaje que indicaba la entrada a su dormitorio.
El fuego ardía bien, iluminando la habitación. Cerca de la puerta vi brillar un interruptor eléctrico, pero no hacía falta encender la luz ni hubiera sido prudente hacerlo. A un lado de la chimenea había una gruesa cortina que tapaba el ventanal que habíamos visto desde fuera. Al otro lado estaba la puerta que comunicaba con la terraza. En el centro de la habitación había un escritorio con un sillón giratorio de reluciente cuero rojo. Enfrente de él, una gran librería con un busto de mármol de la diosa Atenea encima. En el rincón que quedaba entre la librería y la pared había una gran caja fuerte de color verde, en cuyos tiradores de latón pulido se reflejaba la luz de la chimenea. Holmes cruzó con sigilo la habitación y contempló la caja. Luego se acercó con igual cautela a la entrada del dormitorio y escuchó atentamente con la cabeza ladeada. No se oía ni un sonido en el interior. Mientras tanto, a mí se me ocurrió que lo más prudente sería asegurarnos la retirada por la puerta que daba al exterior y me acerqué a examinarla. Con gran sorpresa comprobé que no estaba cerrada ni con llave ni con cerrojo. Le di un toque a Holmes en el brazo y él volvió su rostro enmascarado en aquella dirección. Pude ver que se sobresaltaba, y resultaba evidente que aquello le sorprendía tanto como a mí.
—No me gusta —susurró acercando los labios a mi oído—. No sé qué significa esto. Sea lo que sea, no tenemos tiempo que perder.
—¿Puedo hacer algo?
—Sí; quédese junto a la puerta. Si oye venir a alguien, ciérrela por dentro, y ya saldremos por donde entramos. Si vienen por el otro lado, podemos salir por la puerta si es que hemos terminado o escondernos detrás de las cortinas de esta ventana si no hemos terminado aún. ¿Ha comprendido?
Asentí con la cabeza y me quedé junto a la puerta. Mi primera sensación de miedo había desaparecido y ahora me sentía excitado, con una emoción aún más intensa que la que había experimentado en cualquiera de las ocasiones en las que actuábamos como defensores de la ley y no como infractores. La noble finalidad de nuestra misión, el saber que se trataba de un acto altruista y caballeroso, la personalidad canallesca de nuestro adversario, todo ello acentuaba el interés deportivo de nuestra aventura. Lejos de sentirme culpable, me recreaba y regocijaba en el peligro. Contemplé con admiración cómo Holmes desplegaba su instrumental y escogía la herramienta adecuada con la tranquilidad y precisión científica de un cirujano que realiza una delicada operación. Yo sabía que abrir cajas fuertes era una de sus aficiones favoritas, y me di cuenta de la alegría con que se enfrentaba a aquel monstruo verde y dorado, el dragón que encerraba entre sus fauces la reputación de tantas hermosas doncellas. Arremangándose los puños de su chaqueta -había dejado el abrigo encima de una silla-, Holmes sacó dos taladros, una palanqueta y varias llaves maestras. Yo permanecí junto a la puerta central, sin dejar de vigilar todas las demás, atento a cualquier emergencia, aunque lo cierto es que no tenía muy claro lo que iba a hacer si alguien nos interrumpía. Holmes trabajó durante media hora con concentrada energía, dejando un instrumento, tomando otro, manejándolos todos con el vigor y la delicadeza de un experto mecánico. Por fin oí un chasquido, la gruesa puerta verde se abrió de par en par y pude vislumbrar en el interior un gran número de paquetes de papeles, todos ellos atados, sellados y etiquetados. Holmes sacó uno de los paquetes, pero resultaba difícil leer a la luz vacilante del fuego, así que recurrió a su pequeña linterna sorda, ya que encender la luz eléctrica habría resultado demasiado peligroso estando Milverton en la habitación contigua. De pronto vi que se interrumpía, escuchaba con atención y un instante después había cerrado la puerta de la caja fuerte, recogía su abrigo, guardaba todas las herramientas en los bolsillos y se lanzaba como una flecha a esconderse detrás de la cortina de la ventana, indicándome con gestos que hiciera lo mismo.