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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (25 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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Sólo después de ocultarme a su lado oí lo que había provocado la alarma en sus sentidos, más agudos que los míos. Se oían ruidos en algún lugar de la casa. Primero, una puerta que se cerraba a lo lejos; luego, un confuso y apagado rumor que acabó por convertirse en el rítmico resonar de unos pasos decididos que se acercaban con rapidez. Llegaron al pasillo que había fuera de la habitación y se detuvieron ante la puerta. La puerta se abrió. Se oyó un fuerte chasquido al girar el interruptor eléctrico y se encendió la luz. Volvió a cerrarse la puerta y llegó a nuestras narices el aroma picante de un cigarro fuerte. Entonces se iniciaron de nuevo los pasos, andando de un lado a otro, a pocos metros de nosotros. Por fin se oyó el crujido de un sillón y los pasos cesaron. A continuación oímos una llave que entraba en una cerradura y luego el crujir de los papeles. Hasta aquel momento, yo no me había atrevido a mirar, pero entonces separé con mucho cuidado las cortinas y miré a través de la abertura. Holmes apretó su hombro contra el mío y comprendí que también él estaba mirando. Delante de nosotros, y casi al alcance de la mano, vimos la ancha y redondeada espalda de Milverton. No cabía duda de que habíamos malinterpretado sus movimientos y que durante todo aquel tiempo él no había estado en su dormitorio, sino pasando el rato en algún salón o sala de billar en el otro extremo de la casa, cuyas ventanas no habíamos visto. Su voluminosa cabeza entrecana, con una reluciente calva en la coronilla, ocupaba el primer plano de nuestra visión. Estaba recostado hacia atrás en su sillón de cuero rojo, con las piernas extendidas y un largo cigarro negro saliendo oblicuamente de su boca. Vestía una chaqueta de corte militar y color rosado, con cuello de terciopelo negro. Sostenía en la mano un largo documento legal, que leía de manera indolente mientras lanzaba por la boca anillos de humo. Por la comodidad de su postura y la tranquilidad de su actitud, no parecía que tuviera intenciones de marcharse pronto.

Sentí que la mano de Holmes agarraba la mía y le daba un apretón tranquilizador, como para indicarme que podía controlar la situación y que no estaba preocupado. Pero yo no estaba seguro de si él había visto lo que, desde mi posición, saltaba a la vista: que la puerta de la caja había quedado mal cerrada y Milverton podía fijarse en ello en cualquier momento. Decidí por mi propia cuenta que en el mismo instante en que Milverton diera señales de haberlo advertido, yo saltaría de mi escondite, le echaría el abrigo sobre la cabeza para inmovilizarlo y dejaría el resto en manos de Holmes. Pero Milverton no levantó la mirada. Permanecía vagamente interesado en los papeles que tenía en la mano y pasaba una página tras otra, siguiendo la argumentación del abogado. «En fin —pensé—; cuando termine el documento y el cigarro se marchará a su habitación.» Pero antes de que pudiera terminar ninguna de las dos cosas ocurrió algo extraordinario, que desvió nuestra atención por otros caminos.

Yo me había fijado en que Milverton consultaba varias veces su reloj y en una ocasión se había levantado, para volverse a sentar con un gesto de impaciencia. Sin embargo, no se me había ocurrido que pudiera tener una cita a horas tan intempestivas hasta que llegó a mis oídos un débil sonido procedente de la terraza de fuera. Milverton dejó sus papeles y se puso rígido en su asiento. Se repitió el sonido y a continuación unos golpecitos en la puerta. Milverton se levantó para abrirla.

—Bueno —dijo secamente—. Llega usted con casi media hora de retraso.

Así que ésta era la explicación de la puerta sin cerrar y de la vigilia nocturna de Milverton. Se oyó el suave roce de un vestido de mujer. Yo había cerrado la abertura entre las cortinas cuando Milverton volvió el rostro en nuestra dirección, pero ahora me aventuré a abrirla de nuevo con mucho cuidado. Milverton se había vuelto a sentar, con el cigarro todavía insolentemente colocado en la comisura de sus labios. Frente a él, iluminada de lleno por la luz eléctrica, había una mujer alta y delgada, vestida de oscuro, con un velo sobre el rostro y una capa que le cubría la barbilla. Respiraba entrecortadamente y su esbelta figura temblaba de emoción de pies a cabeza.

—Muy bien —dijo Milverton—. Me ha hecho usted perder unas buenas horas de sueño, querida. Espero que haya valido la pena. ¿No podía venir a otra hora, eh?

La mujer negó con la cabeza.

—Bien, si no se puede, no se puede. Y si la condesa la ha tratado mal, ahora tiene la oportunidad de desquitarse. Pero... Pobre muchacha! ¿Por qué tiembla de ese modo? ¡Vamos, serénese! Y ahora, vayamos al negocio —sacó una nota del cajón de su escritorio—. Dice usted que tiene cinco cartas que comprometen a la condesa D'Albert. Quiere usted venderlas. Yo quiero comprarlas. Hasta aquí todo va bien. Sólo falta fijar el precio. Como es natural, me gustaría ver antes las cartas. Si son buenas de verdad... ¡Cielo santo! ¡Es usted!

Sin decir una palabra, la mujer se había levantado el velo y dejado caer la capa que cubría su barbilla. El rostro que se enfrentaba a Milverton era moreno y atractivo, de facciones bien dibujadas, nariz aguileña, cejas marcadas y oscuras sobre unos ojos que brillaban con dureza, y una boca de labios finos y rectos, curvada en una sonrisa peligrosa.

—Sí, soy yo —dijo—. La mujer cuya vida ha destrozado.

Milverton se echó a reír, pero en su voz había una vibración de miedo.

—Ha sido usted tan obstinada —dijo—. ¿Por qué me obligó a llegar a tales extremos? Le aseguro que yo, por propia iniciativa, soy incapaz de hacer daño a una mosca, pero todo el mundo tiene su negocio y ¿qué podía yo hacer? Fijé un precio que estaba perfectamente dentro de sus posibilidades, y usted no quiso pagar.

—Así que envió las cartas a mi marido, y él, el caballero más noble que jamás ha existido, un hombre al que yo no era digna ni de atarle los zapatos, murió con el corazón destrozado. ¿Recuerda usted la última noche que pasé por esa puerta? Rogué y supliqué, pidiéndole compasión. Y usted se rió en mi cara, como pretende reírse ahora, sólo que ahora su corazón de cobarde no puede impedir que le tiemblen los labios. Sí, nunca pensó que volvería a verme por aquí, pero aquella noche aprendí la manera de llegar hasta usted para encontrármelo cara a cara y a solas. Bien, Charles Milverton, ¿qué tiene usted que decir?

—No piense que puede intimidarme —dijo él poniéndose en pie—. Sólo tengo que dar una voz para llamar a mis sirvientes y hacer que la detengan. Pero estoy dispuesto a disculpar su natural irritación. Salga de mi habitación por donde vino y no diré una palabra más.

La mujer siguió donde estaba, con la mano hundida en el pecho y la misma sonrisa mortal en sus finos labios.

—No volverá a destrozar más vidas como destrozó la mía. No torturará más corazones como ha torturado el mío. Voy a librar al mundo de un bicho venenoso. ¡Toma esto, perro, y esto! ¡Y esto, y esto, y esto!

Había sacado un pequeño y reluciente revólver y vació un cilindro tras otro en el cuerpo de Milverton, con el cañón a dos palmos escasos de la pechera de su camisa. El hombre retrocedió encogiéndose y luego cayó de cara sobre la mesa, tosiendo con fuerza y crispando las manos entre los papeles. Se volvió a levantar tambaleante, recibió otro tiro y cayó rodando al suelo.

—¡Me has matado! —gimió, y quedó inmóvil.

Nuestra intervención no habría podido, de ninguna manera, salvar a aquel hombre de su destino. Sin embargo, al ver cómo la mujer descargaba una bala tras otra en el cuerpo encogido de Milverton, yo había estado a punto de saltar, pero entones sentí la fría y fuerte mano de Holmes que me agarraba de la muñeca y comprendí todo lo que quería decir aquella presa firme y disuasoria: que aquello no era asunto nuestro; que se había hecho justicia con un canalla; que nosotros teníamos nuestra propia tarea y nuestros propios objetivos, y que no debíamos perderlos de vista. Apenas había acabado la mujer de salir de la habitación, cuando Holmes, de un par de zancadas rápidas y silenciosas, se plantó en la otra puerta e hizo girar la llave en la cerradura. En aquel mismo instante oímos voces en la casa y el sonido de pasos apresurados. Los disparos de revólver habían despertado a la servidumbre. Con absoluta tranquilidad, Holmes se dirigió a la caja, cogió todos los papeles de cartas que pudo abarcar con ambos brazos y los arrojó al fuego. Repitió la operación una y otra vez, hasta que la caja quedó vacía. Alguien estaba intentando girar el picaporte y golpeando la puerta por fuera. Holmes miró rápidamente a su alrededor. La carta que había servido como mensajera de la muerte para Milverton estaba sobre la mesa, toda salpicada de sangre. Holmes la arrojó también entre los papeles que ardían. Luego sacó la llave de la puerta exterior, salió por ella detrás de mí y la cerró por fuera.

—¡Por aquí, Watson! —dijo—. ¡Podemos escalar la tapia del jardín!

Jamás había creído que una alarma pudiera propagarse con tanta rapidez. Cuando miré hacia atrás, la enorme casa tenía todas las luces encendidas, la puerta principal estaba abierta y se veían figuras corriendo por el sendero de entrada. Todo el jardín estaba lleno de gente, y cuando nosotros salimos de la terraza un tipo gritó: «¡Aquí están!», y se lanzó en nuestra persecución, pisándonos los talones. Holmes parecía conocer a la perfección el terreno y se abrió camino con rapidez por entre una plantación de arbolitos, conmigo siguiéndole los pasos y nuestro perseguidor más adelantado resoplando detrás de nosotros. La tapia que nos cerraba el paso medía casi dos metros de altura, pero Holmes saltó por encima sin dificultad. Cuando yo intentaba hacer lo mismo, sentí que la mano del hombre que nos perseguía me agarraba del tobillo; me desembaracé de él a patadas y trepé como pude sobre el borde sembrado de cristales. Caí de cara entre unos arbustos, pero Holmes me hizo ponerme de pie al instante y echamos a correr juntos por el extenso brezal de Hampstead Heath. Creo que debimos correr unas dos millas antes de que Holmes se detuviera por fin y escuchara con atención. Detrás de nosotros el silencio era absoluto. Habíamos despistado a nuestros perseguidores y estábamos a salvo.

Acabábamos de desayunar y estábamos fumando nuestra pipa matutina del día siguiente al de la extraordinaria aventura que acabo de relatar cuando el señor Lestrade, de Scotland Yard, muy solemne y ceremonioso, se hizo anunciar en nuestro modesto cuarto de estar.

—Buenos días, señor Holmes —dijo—. Buenos días. ¿Puedo preguntarle si en estos momentos se encuentra muy ocupado?

—No tanto como para no poder escucharle.

—Se me ha ocurrido que, tal vez, si no tiene nada especial entre manos, no le importaría ayudarnos en un caso de lo más extraordinario que ha ocurrido esta misma noche en Hampstead.

—¡Caramba! —exclamó Holmes—. ¿Y de qué se trata?

—Un asesinato..., un asesinato de lo más dramático y misterioso. Ya sé lo mucho que le interesan estas cosas, y consideraría un gran favor que pasara por Appledore Towers para echarnos una mano con sus consejos. No se trata de un crimen vulgar. Hace bastante tiempo que le teníamos echado el ojo a ese señor Milverton, que, entre nosotros, era un pedazo de canalla. Sabemos que guardaba documentos que utilizaba para hacer chantaje. Los asesinos han quemado todos estos papeles. No se han llevado nada de valor, y es bastante probable que los criminales fueran hombres de buena posición, cuyo único objeto era evitar el escándalo.

—¡Criminales! —exclamó Holmes—. ¿En plural?

—Sí, eran dos. Estuvieron a punto de cogerlos con las manos en la masa. Tenemos huellas de sus pisadas, tenemos sus descripciones...; le apuesto diez a uno a que los encontramos. El primero era demasiado rápido, pero el segundo fue alcanzado por el ayudante del jardinero y tuvo que forcejear para escaparse. Era un hombre de estatura media, complexión atlética, mandíbula cuadrada, cuello grande, bigote y un antifaz sobre los ojos.

—Eso es bastante inconcreto —dijo Sherlock Holmes—. ¡Si hasta podría ser una descripción de Watson!

—Es cierto —dijo el inspector muy divertido—. La descripción podría aplicarse a Watson.

—Bien, me temo que no puedo ayudarle, Lestrade —dijo Holmes—. La verdad es que yo ya conocía a ese Milverton, y lo consideraba uno de los hombres más peligrosos de Londres. Creo que existen ciertos crímenes que escapan al alcance de la ley y que, por tanto, justifican hasta cierto punto la venganza particular. No, no vale la pena discutir. Ya está decidido. Mis simpatías se inclinan más por los criminales que por la víctima y no pienso encargarme de este caso.

Holmes no había dicho una sola palabra acerca de la tragedia que habíamos presenciado, pero me fijé en que pasó toda la mañana muy pensativo y, con su mirada ausente y su comportamiento abstraído, daba la impresión de estar esforzándose por recordar algo. Estábamos a la mitad de la comida cuando, de pronto, se puso en pie de un salto.

—¡Por Júpiter, Watson! ¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡Coja su sombrero y venga conmigo!

Bajó a toda velocidad por Baker Street y luego dobló por Oxford Street hasta llegar casi a Regent Circus. Allí, a mano izquierda, había un escaparate lleno de fotografías de las celebridades y bellezas del momento. Los ojos de Holmes se clavaron en una de ellas y, siguiendo la dirección de su mirada, vi la fotografía de una dama majestuosa y altiva, con vestido de corte y una alta diadema de brillantes en su noble cabeza. Contemplé la delicada curva de la nariz, las cejas marcadas, la boca recta y la fina y enérgica mandíbula bajo la boca. Y me quedé sin respiración al leer el título, con siglos de historia, del eminente aristócrata y estadista con el que había estado casada. Mi mirada se cruzó con la de Holmes y éste se llevó un dedo a los labios mientras nos alejábamos del escaparate.

8. La aventura de los seis napoleones

No tenía nada de raro que el señor Lestrade, de Scotland Yard, pasara a visitarnos por las tardes, y sus visitas eran muy bien acogidas por Sherlock Holmes, porque le permitían mantenerse al día de lo que sucedía en la dirección de la policía. A cambio de las noticias que Lestrade traía, Holmes se mostraba siempre dispuesto a escuchar con atención los detalles del caso en el que estuviera trabajando el inspector, y de cuando en cuando, sin intervenir de manera activa, le proporcionaba algún consejo o sugerencia, sacados de su vasto arsenal de conocimientos y experiencia.

Aquella tarde en concreto, Lestrade había estado hablando del tiempo y de los periódicos, y después se había quedado callado, chupando pensativo su cigarro. Sherlock Holmes le miró con interés.

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