Read El regreso de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—Me doy cuenta de eso, señor Holmes, y ya está decidido que me dejará para siempre y marchará a buscar fortuna en Australia.
—En tal caso, excelencia, puesto que usted mismo ha reconocido que fue su presencia lo que estropeó su vida matrimonial, le aconsejaría que procurara arreglar las cosas con la duquesa e intentara reanudar esas relaciones que fueron tan lamentablemente interrumpidas.
—También eso lo he arreglado, señor Holmes. He escrito a la duquesa esta mañana.
—En tal caso —dijo Holmes, levantándose—, creo que mi amigo y yo podemos felicitarnos por varios excelentes resultados obtenidos en nuestra pequeña visita al Norte. Hay otro pequeño detalle que me gustaría aclarar. Este individuo Hayes había herrado sus caballos con herraduras que imitaban las pisadas de vacas. ¿Fue el señor Wilder quien le enseñó un truco tan extraordinario?
El duque se quedó pensativo un momento, con una expresión de intensa sorpresa en su rostro. Luego abrió una puerta y nos hizo pasar a un amplio salón, arreglado como museo. Nos guió a una vitrina de cristal instalada en un rincón y señaló la inscripción.
«Estas herraduras —decía— se encontraron en el foso de Holdernesse Hall. Son para herrar caballos, pero por abajo tienen la forma de una pezuña hendida para despistar a los perseguidores. Se supone que pertenecieron a alguno de los barones de Holdernesse que actuaron como salteadores en la Edad Media.»
Holmes abrió la vitrina, se humedeció un dedo, lo pasó por la herradura. Sobre su piel quedó una fina capa de barro reciente.
—Gracias —dijo, volviendo a cerrar el cristal—. Es la segunda cosa más interesante que he visto en el Norte.
—¿Y cuál es la primera?
Holmes dobló su cheque y lo guardó con cuidado en su cuaderno de notas.
—Soy un hombre pobre —dijo, dando palmaditas cariñosas al cuaderno antes de introducirlo en las profundidades de un bolsillo interior.
Nunca he visto a mi amigo en mejor forma, tanto mental como física, como en el año 95. Su creciente fama atraía a una inmensa clientela y sería indiscreto por mi parte hacer la más ligera alusión a la identidad de algunos de los ilustres clientes que cruzaron nuestro humilde umbral de Baker Street. Sin embargo, Holmes, como todos los grandes artistas, vivía para su arte y, excepto en el caso del duque de Holdernesse, casi nunca le vi pedir un pago importante por sus inestimables servicios. Era tan poco materialista, o tan caprichoso, que con frecuencia se negaba a ayudar a los ricos y poderosos cuando su problema no le resultaba interesante, mientras que dedicaba semanas de intensa concentración a los asuntos de cualquier humilde cliente cuyo caso presentara aquellos aspectos extraños y dramáticos que excitaban su imaginación y ponían a prueba su ingenio.
En aquel memorable año de 1895, una curiosa y extravagante serie de casos había atraído su atención: desde la famosa investigación sobre la súbita muerte del cardenal Tosca, investigación que llevó a cabo por expreso deseo de Su Santidad el Papa, hasta la detención de Wilson, el conocido amaestrador de canarios, con la que eliminó un foco de infección en el East End de Londres. Pisándoles los talones a estos dos célebres casos llegó la tragedia de Woodman's Lee, con las misteriosísimas circunstancias que rodearon la muerte del capitán Peter Carey. La crónica de las hazañas del señor Sherlock Holmes quedaría incompleta si no incluyera algunos informes sobre este caso tan insólito.
Durante la primera semana de julio, mi amigo se estuvo ausentando de nuestros aposentos tan a menudo y durante tanto tiempo que comprendí que algo se traía entre manos. El hecho de que durante aquellos días se presentaran varios hombres de aspecto patibulario preguntando por el capitán Basil me dio a entender que Holmes estaba operando en alguna parte bajo uno de los numerosos disfraces y nombres con los que ocultaba su formidable identidad. Tenía por lo menos cinco pequeños refugios en diferentes partes de Londres en los que podía cambiar de personalidad. No me contaba nada de sus actividades y yo no tenía por costumbre sonsacar confidencias. La primera señal concreta que me dio acerca del rumbo de sus investigaciones fue verdaderamente extraordinaria. Había salido antes del desayuno, y yo me había sentado a tomar el mío cuando entró dando zancadas en la habitación, con el sombrero puesto y una enorme lanza de punta dentada bajo el brazo, como si fuera un paraguas.
—¡Válgame Dios, Holmes! —exclamé—. No me irá usted a decir que ha estado andando por Londres con ese trasto.
—Fui en coche a la carnicería y volví.
—¿La carnicería?
—Y vuelvo con un apetito excelente. No cabe duda, querido Watson, de lo bueno que es hacer ejercicio antes de desayunar. Pero apuesto a que no adivina usted qué clase de ejercicio he estado haciendo.
—No pienso ni intentarlo.
Holmes soltó una risita mientras se servía café.
—Si hubiera usted podido asomarse a la trastienda de Allardyce, habría visto un cerdo muerto colgado de un gancho en el techo y un caballero en mangas de camisa dándole furiosos lanzazos con esta arma. Esa persona tan enérgica era yo, y he quedado convencido de que por muy fuerte que golpeara no podía traspasar al cerdo de un solo lanzazo. ¿Le interesaría probar a usted?
—Por nada del mundo. Pero ¿por qué hace usted esas cosas?
—Porque me pareció que tenía alguna relación indirecta con el misterio de Woodman's Lee. ¡Ah, Hopkins!, recibí su telegrama anoche y le estaba esperando. Pase y únase a nosotros.
Nuestro visitante era un hombre muy despierto, de unos treinta años de edad, que vestía un discreto traje de lana, pero conservaba el porte erguido de quien estaba acostumbrado a vestir uniforme. Lo reconocí al instante como Stanley Hopkins, un joven inspector de policía en cuyo futuro Holmes tenía grandes esperanzas, mientras que él, a su vez, profesaba la admiración y el respeto de un discípulo por los métodos científicos del famoso aficionado. Hopkins traía un gesto sombrío y se sentó con aire de profundo abatimiento.
—No, gracias, señor. Ya desayuné antes de venir. He pasado la noche en Londres, porque llegué ayer para presentar mi informe.
—¿Y qué informe tenía usted que presentar?
—Un fracaso, señor, un fracaso absoluto.
—¿No ha hecho ningún progreso?
—Ninguno.
—¡Vaya por Dios! Tendré que echarle un vistazo al asunto.
—Hágalo, señor Holmes, por lo que más quiera. Es mi primera gran oportunidad y ya no sé qué hacer. Por amor de Dios, venga y écheme una mano.
—Bien, bien, da la casualidad de que ya he leído con bastante atención toda la información disponible, incluyendo el informe de la investigación policial. Por cierto, ¿qué le parece a usted esa petaca encontrada en el lugar del crimen? ¿No hay ahí ninguna pista?
Hopkins se mostró sorprendido.
—Era la petaca del muerto, señor Holmes. Tenía sus iniciales en la parte de dentro. Y además, era de piel de foca y él había sido cazador de focas.
—Pero no tenía pipa.
—No, señor, no encontramos ninguna pipa; la verdad es que fumaba muy poco. Sin embargo, es posible que llevara algo de tabaco para sus amigos.
—Sin duda. Lo menciono tan sólo porque si yo hubiera estado encargado del caso me habría sentido inclinado a tomar eso como punto de partida de mi investigación. Sin embargo, mi amigo el doctor Watson no sabe nada de este asunto y a mí no me vendría mal escuchar una vez más el relato de los hechos. Háganos un breve resumen de lo más esencial.
Stanley Hopkins sacó del bolsillo una hoja de papel.
—Tengo unos cuantos datos que resumen la carrera del difunto, el capitán Peter Carey. Nació en el 45, así que tenía cincuenta años. Había sido un valeroso y próspero cazador de ballenas y focas. En 1883 mandaba el vapor Sea Unicorn, de Dundee, dedicado a la caza de focas. Realizó varios viajes seguidos, bastante provechosos, y al año siguiente, 1884, se retiró. Después se dedicó a viajar durante unos años, y por fin adquirió una pequeña propiedad llamada Woodman's Lee, cerca de Forest Row, en Sussex. Allí ha vivido durante seis años, y allí murió, hoy hace una semana.
El hombre tenía algunas facetas bastante peculiares. En su vida privada era un estricto puritano, un tipo callado y sombrío. Vivía con su esposa, su hija de veinte años y dos sirvientas. Estas dos cambiaban constantemente, ya que la vida en su casa no era muy alegre y, a veces, resultaba totalmente insoportable. El hombre se emborrachaba con frecuencia, y cuando le daba el ataque se convertía en un completo demonio. Más de una vez sacó de casa a su mujer y a su hija en mitad de la noche, persiguiéndolas a latigazos por el jardín hasta que todo el pueblo se despertaba con los gritos.
Una vez compareció ante el juez por haber agredido brutalmente al anciano vicario, que había ido a casa a reprenderle por su conducta. En pocas palabras, señor Holmes, costaría trabajo encontrar un tipo más peligroso que el capitán Peter Carey, y me han dicho que tenía el mismo carácter cuando estaba al mando de su barco. En el oficio se le conocía como Peter el Negro, no sólo por su rostro atezado y el color de su poblada barba, sino también por sus arrebatos, que eran el terror de todos los que le rodeaban. Ni que decir tiene que todos sus vecinos lo odiaban y procuraban evitarlo, y que no he oído una sola palabra de lamentación por su terrible final.
Seguramente, señor Holmes, en el informe de la indagación habrá leído acerca del camarote de Carey, pero puede que su amigo no sepa nada de esto. Se había construido una cabaña de madera, que él siempre llamaba el camarote", a unos cientos de metros de la casa, y dormía en ella todas las noches. Era una cabañita pequeña, con una sola habitación de dieciséis pies por diez
707
. Guardaba la llave en el bolsillo, y él mismo se hacía la cama, limpiaba y no permitía que nadie más traspasara el umbral. A cada lado hay unas ventanas pequeñas, cubiertas por cortinas, y que nunca se abrían. Una de estas ventanas daba a la carretera, y la gente que veía la luz por la noche solía señalarla, preguntándose qué estaría haciendo allí Peter el Negro. Esta, señor Holmes, es la ventana que nos proporcionó uno de las pocas informaciones concretas que salieron a relucir en la indagación.
Recordará usted que un albañil llamado Slater, que venía andando desde Forest Row a eso de la una de la madrugada, dos días antes del crimen, se detuvo al pasar junto al terreno y se fijó en el cuadrado de luz que brillaba entre los árboles. Este albañil jura que a través de la cortina se veía claramente la silueta de un hombre con la cabeza girada hacia un lado, y que esta silueta no era de ningún modo la de Peter Carey, al que él conocía muy bien. Era la silueta de un hombre barbudo, pero de barba corta y erizada hacia delante, muy diferente de la del capitán. Eso es lo que dice, pero había estado dos horas en el bar y hay bastante distancia desde la carretera hasta la ventana. Además, esto sucedió el lunes, y el crimen se cometió el miércoles.
El martes, Peter Carey se encontraba en uno de sus peores momentos, cegado por la bebida y tan peligroso como una fiera salvaje. Anduvo rondando por la casa y las mujeres salieron huyendo al oírlo venir. A última hora de la tarde se fue a su cabaña. A eso de las dos de la mañana, su hija, que dormía con la ventana abierta, oyó un grito espantoso que venía de aquella dirección; pero como no tenía nada de extraño que aullara y vociferara cuando estaba borracho, no hizo caso. A las siete, al levantarse, una de las sirvientas se fijó en que la puerta de la cabaña estaba abierta, pero tal era el terror que aquel hombre inspiraba que hasta mediodía nadie se atrevió a acercarse a ver qué le había sucedido. Al atisbar por la puerta abierta vieron un espectáculo que las hizo salir corriendo hacia el pueblo con el rostro lívido de espanto. En menos de una hora yo ya estaba allí y me había hecho cargo del caso.
Bueno, como usted sabe, señor Holmes, yo tengo los nervios bastante bien templados, pero le doy mi palabra de que me estremecí cuando metí la cabeza en aquella cabaña. Estaba llena de moscas y moscardones que zumbaban como un armonio, y las paredes parecían las de un matadero. Él la llamaba el camarote, y verdaderamente era un camarote; cualquiera podría pensar que estaba en un barco. Había una litera en un extremo, un cofre de marino, mapas y cartas de navegación, una fotografía del Sea Unicorn, una hilera de cuadernos de bitácora en un estante...; exactamente todo lo que uno esperaría encontrar en el camarote de un capitán. Y en medio de todo ello estaba él, con el rostro contorsionado como un alma condenada y sometida a tormento, y la frondosa barba apuntando hacia arriba en un gesto de agonía. Su ancho pecho estaba atravesado por un arpón de acero, que le salía por la espalda y se hundía profundamente en la pared que tenía detrás. Estaba clavado igual que un escarabajo de colección. Por supuesto, estaba muerto, y así había estado desde el instante en que lanzó aquel último grito de agonía.
Conozco sus métodos, señor, y los apliqué. Sin permitir que nadie tocase nada, examiné con la máxima atención los alrededores de la cabaña y el suelo de la misma. No había ninguna pisada.
—Quiere usted decir que no encontró ninguna.
—Le aseguro, señor, que no las había.
—Mi buen Hopkins, he investigado muchos crímenes, pero aún no he encontrado ninguno cometido por un ser volador. Y mientras el criminal se sostenga sobre dos piernas, siempre quedará alguna señal, alguna rozadura, algún minúsculo desplazamiento detectable por un investigador científico. Resulta increíble que esta habitación embadurnada de sangre no contuviera ninguna huella que pudiera ayudarnos. Sin embargo, tengo entendido, por el informe de la indagación, que había ciertos objetos que usted no dejó de examinar.
El joven inspector acusó los comentarios irónicos de mi compañero con un estremecimiento.
—He sido un tonto al no acudir a usted en su momento, señor Holmes. Sin embargo, ya de nada vale lamentarse. En efecto, había en la habitación varios objetos que exigían especial atención. Uno de ellos era el arpón con el que se cometió el crimen. Lo habían cogido de un armero en la pared; allí había otros dos y quedaba un espacio vacío para el tercero. En el mango tenía grabadas las palabras «S.S. Sea Unicorn, Dundee». Esto parecía indicar que el crimen se cometió en un arrebato de furia y que el asesino había echado mano a la primera arma que encontró a su alcance. El hecho de que el crimen se cometiera a las dos de la madrugada y que, a pesar de la hora, Peter Carey estuviera completamente vestido, permitía suponer que se había citado con su asesino, lo cual parece confirmado por la presencia en la mesa de una botella de ron y dos vasos vacíos.