Read El regreso de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—Eso parece.
—Ahora llegamos a la parte crítica de mi argumentación. Lo natural es que un hombre que persigue a un niño eche a correr detrás de él. Sabe que podrá alcanzarlo. Pero este alemán no actúa así, sino que coge su bicicleta. Me han dicho que era un excelente ciclista. No habría hecho eso de no haber visto que el chico disponía de algún medio de escape rápido.
—La otra bicicleta.
—Continuamos con nuestra reconstrucción. Encuentra la muerte a cinco millas del colegio... no de un tiro, fíjese, que eso tal vez podría haberlo hecho un muchacho, sino de un golpe salvaje, asestado por un brazo vigoroso. Así pues, el muchacho iba acompañado en su huida. Y la huida fue rápida, ya que un consumado ciclista necesitó cinco millas para alcanzarlos. Sin embargo, examinamos el terreno en torno al lugar de la tragedia y ¿qué encontramos? Nada más que unas cuantas pisadas de vaca. Eché un buen vistazo alrededor, y no hay ningún sendero en cincuenta metros. El crimen no pudo cometerlo otro ciclista. Y tampoco hay pisadas humanas.
—¡Holmes! —exclamé—. ¡Esto es imposible!
—¡Admirable! —dijo él—. Un comentario de lo más esclarecedor. Es imposible tal como yo lo expongo, y por tanto debo haber cometido algún error en mi exposición. Sin embargo, usted ha visto lo mismo que yo. ¿Es capaz de sugerir dónde está el fallo?
—¿No podría haberse roto el cráneo al caerse?
—¿En una ciénaga, Watson?
—No se me ocurre otra cosa.
—¡Bah, bah! Peores problemas hemos resuelto. Por lo menos, disponemos de material abundante, siempre que sepamos utilizarlo. En marcha, pues, y puesto que el Palmer ya no da más de sí, veamos lo que puede ofrecernos el Dunlop con el parche.
Encontramos la pista y la seguimos durante un buen trecho; pero en seguida el páramo empezó a elevarse, formando una larga curva cubierta de brezo, y dejamos atrás la corriente de agua. En aquel terreno, las huellas ya no podían ayudarnos más. En el punto donde vimos las últimas señales de neumáticos Dunlop, éstas lo mismo habrían podido dirigirse a la mansión Holdernesse, cuyas señoriales torres se alzaban a varias millas de distancia por nuestra izquierda, que a una aldea de casas bajas y grises situada frente a nosotros y que indicaba la situación de la carretera de Chesterfield.
Al acercarnos a la destartalada y cochambrosa posada, sobre cuya puerta se veía la figura de un gallo de pelea, Holmes soltó un súbito gemido y se agarró a mi hombro para no caer. Había sufrido una de esas violentas torceduras de tobillo que le dejan a uno incapacitado. Cojeando con dificultad, llegó hasta la puerta, donde un hombre moreno, achaparrado y entrado en años, fumaba una pipa de arcilla negra.
—¿Cómo está usted, señor Reuben Hayes? —dijo Holmes.
—¿Quién es usted y cómo conoce tan bien mi nombre? —replicó el campesino, con un brillo receloso en sus astutos ojos.
—Bueno, está escrito en el letrero que tiene sobre su cabeza. Y se nota cuando un hombre es el dueño de la casa. Supongo que no tendrá usted en sus establos nada parecido a un coche.
—No, no lo tengo.
—Apenas puedo apoyar el pie en el suelo.
—Pues no lo apoye en el suelo.
—Entonces no podré andar.
—Pues salte.
Los modales del señor Reuben Hayes no tenían nada de graciosos, pero Holmes se lo tomó con un buen humor admirable.
—Mire, amigo —dijo—. Me encuentro en un apuro algo ridículo y no me importa cómo salir de él.
—A mí tampoco —dijo el huraño posadero.
—Se trata de un asunto muy importante. Le pagaría un soberano si me dejara una bicicleta.
El posadero aguzó el oído.
—¿Dónde quiere ir usted?
—A la mansión Holdernesse.
—Supongo que son amigos del duque —dijo el posadero, observando con mirada irónica nuestras ropas manchadas de barro.
Holmes se echó a reír alegremente.
—En cualquier caso, se alegrará de vernos.
—¿Por qué?
—Porque le traemos noticias de su hijo desaparecido.
—¿Cómo? ¿Le siguen ustedes la pista?
—Se han tenido noticias suyas en Liverpool y esperan encontrarlo de un momento a otro.
De nuevo se produjo un rápido cambio en el rostro macizo y sin afeitar. Sus modales se hicieron de pronto más simpáticos.
—Tengo menos motivos que casi nadie para desearle buena suerte al duque —dijo—, porque en otro tiempo fui su jefe de cocheras y se portó muy mal conmigo. Me echó a la calle sin un certificado, fiándose de la palabra de un tratante de piensos mentiroso. Pero me alegra saber que se ha localizado al joven señor en Liverpool, y les ayudaré a llevar la noticia a la mansión.
—Se lo agradezco —dijo Holmes—. Pero primero comeremos algo. Luego me traerá usted la bicicleta.
—No tengo bicicleta.
Holmes le enseñó un soberano.
—Le digo que no tengo, hombre. Les prestaré dos caballos para llegar a la mansión.
Fue asombrosa la rapidez con que aquel tobillo torcido se curó en cuanto nos quedamos solos en la cocina embaldosada. Estaba a punto de anochecer y no habíamos probado bocado desde primeras horas de la mañana, de manera que dedicamos un buen rato a la comida. Holmes estaba sumido en sus pensamientos, y un par de veces se acercó a la ventana para mirar con gran interés hacia fuera. Daba a un patio mugriento, en cuyo rincón más alejado había una herrería, donde trabajaba un muchacho muy sucio. Al otro lado estaban los establos. Holmes acababa de sentarse después de una de estas excursiones, cuando de pronto saltó de la silla, lanzando una ruidosa exclamación.
—¡Por el cielo, Watson, creo que ya lo tengo! ¡Sí, sí, tiene que ser así! Watson, ¿recuerda usted haber visto hoy huellas de vaca?
—Sí, bastantes.
—¿Dónde?
—Bueno, por todas partes. Las había en la ciénaga, y también en el sendero, y también cerca de donde murió el pobre Heidegger.
—Exacto. Y ahora, Watson, ¿cuántas vacas ha visto usted en el páramo?
—No recuerdo haber visto ninguna.
—Qué raro, Watson, que hayamos visto huellas de vaca por todo nuestro recorrido, pero ni una sola vaca en todo el páramo. ¿No le parece muy raro, Watson?
—Sí, es raro.
—Ahora, Watson, haga un esfuerzo. Intente recordar. ¿Puede ver esas pisadas en el sendero?
—Sí que puedo.
—¿Y no recuerda, Watson, que a veces las pisadas eran así —colocó una serie de miguitas de pan de esta forma :::::— y otras veces así .:..: y muy de cuando en cuando así . . . ¿Se acuerda de eso?
—No, no me acuerdo.
—Pues yo sí. Podría jurarlo. No obstante, podemos volver cuando queramos a comprobarlo. He estado más ciego que un topo al no darme cuenta antes.
—¿Y de qué se ha dado cuenta?
—De lo extraordinaria que es esa vaca, que tan pronto anda al paso como al trote como al galope. ¡Por San Jorge, Watson, que una treta como ésa no ha podido salir del cerebro de un tabernero rural! Parece que el terreno está despejado, con excepción de ese chico de la herrería. Escurrámonos fuera, a ver qué encontramos.
En el destartalado establo había dos caballos de pelo áspero y alborotado. Holmes levantó la pata trasera de uno de ellos y se echó a reír en voz alta.
—Zapatos viejos, pero recién calzados: herraduras viejas, pero clavos nuevos. Este caso merece pasar a la historia. Acerquémonos a la herrería.
El muchacho seguía trabajando sin fijarse en nosotros. Vi que la mirada de Holmes pasaba como un rayo de derecha a izquierda, revisando los fragmentos de hierro y madera que había desparramados por el suelo. Pero de pronto oímos pasos detrás de nosotros y apareció el propietario, con las pobladas cejas fruncidas sobre sus feroces ojos y sus morenas facciones retorcidas por la ira. Llevaba en la mano una garrota corta con puño metálico y avanzaba de manera tan amenazadora que me alegré de palpar el revólver en mi bolsillo.
—¡Condenados espías! —gritó el hombre—. ¿Qué están haciendo aquí?
—¡Caramba, señor Reuben Hayes! —dijo Holmes muy tranquilo—. Cualquiera pensaría que tiene usted miedo de que descubramos algo.
El hombre se dominó con un violento esfuerzo y su crispada boca se aflojó en una risa falsa, aún más amenazadora que su ceño.
—Pueden ustedes descubrir lo que quieran en mi herrería —dijo—. Pero mire, señor, no me gusta que la gente ande fisgando por mi casa sin mi permiso, así que, cuanto antes paguen ustedes su cuenta y se larguen de aquí, más contento quedaré.
—Muy bien, señor Hayes, no teníamos intención de molestar —dijo Holmes—. Hemos estado echando un vistazo a sus caballos; pero me parece que, después de todo, iremos andando. Creo que no está muy lejos.
—No hay más que dos millas hasta las puertas de la mansión. Por la carretera de la izquierda.
No nos quitó de encima sus ojos huraños hasta que salimos de su establecimiento. No llegamos muy lejos por la carretera, ya que Holmes se detuvo en cuanto la curva nos ocultó de la vista del posadero.
—Como dicen los niños, en esa posada se estaba caliente, caliente —dijo—. A cada paso que doy alejándome de ella, me siento más frío. No, no; de aquí yo no me marcho.
—Estoy convencido —dije yo— de que ese Reuben Hayes lo sabe todo. En mi vida he visto un bandido al que se le note tanto.
—¡Vaya! ¿Esa impresión le dio, eh? Y además, tenemos los caballos, y tenemos la herrería. Sí, señor, un sitio muy interesante este «Gallo de Pelea». Creo qué deberíamos echarle otro vistazo sin molestar a nadie.
Detrás de nosotros se extendía una prolongada ladera, salpicada de peñascos de caliza gris. Habíamos salido de la carretera y empezábamos a subir la cuesta cuando, al mirar en dirección a la mansión Holdernesse, vi un ciclista que se acercaba a toda velocidad.
—¡Agáchese, Watson! —exclamó Holmes, posando una pesada mano sobre mi hombro.
Apenas nos había dado tiempo a ocultarnos cuando el ciclista pasó como un rayo ante nosotros. En medio de una turbulenta nube de polvo pude vislumbrar un rostro pálido y agitado, con la boca abierta y los ojos mirando enloquecidos hacia delante. Era como una extraña caricatura del impecable James Wilder que habíamos conocido la noche anterior.
—¡El secretario del duque! —exclamó Holmes—. ¡Vamos, Watson, a ver qué hace!
Nos escabullimos de roca en roca y en pocos momentos alcanzamos una posición desde la que podíamos divisar la puerta delantera de la posada. Junto a ella, apoyada en la pared, estaba la bicicleta de Wilder. No se advertía ningún movimiento en la casa ni pudimos distinguir ningún rostro en las ventanas.
Poco a poco, el crepúsculo fue avanzando y el sol hundiéndose tras las altas torres de Holdernesse Hall. Entonces, en la oscuridad, vimos que en el patio de la posada se encendían los dos faroles laterales de un carricoche y poco después oímos el repicar de los cascos, mientras el coche salía a la carretera y se alejaba a galope tendido en dirección a Chesterfield.
—¿Qué piensa usted de esto, Watson? —susurró Holmes.
—Parece una huida.
—Un hombre solo en un cochecillo, por lo que he podido ver. Y desde luego, no era el señor James Wilder, porque está ahí, en la puerta.
En la oscuridad había surgido un rojo cuadrado de luz, y en medio de él se encontraba la negra figura del secretario, con la cabeza adelantada, escudriñando en la noche. Era evidente que estaba esperando a alguien. Por fin se oyeron pasos en la carretera, una segunda figura se hizo visible por un instante, recortada en la luz, se cerró la puerta y todo quedó de nuevo a oscuras. Cinco minutos más tarde se encendió una lámpara en una habitación del primer piso.
—La clientela del «Gallo de Pelea» parece de lo más curiosa —dijo Holmes.
—El bar está por el otro lado.
—Efectivamente. Éstos deben de ser lo que podríamos llamar huéspedes privados. Ahora bien, ¿qué demonios hace el señor James Wilder en ese antro a estas horas de la noche, y quién es el individuo que se cita aquí con él? Vamos, Watson, tenemos que arriesgarnos y procurar investigar esto un poco más de cerca.
Nos deslizamos juntos hasta la carretera y la cruzamos sigilosamente hasta la puerta de la posada. La bicicleta seguía apoyada en la pared. Holmes encendió una cerilla y la acercó a la rueda trasera. Le oí reír por lo bajo cuando la luz cayó sobre un neumático Dunlop con un parche. Por encima de nosotros estaba la ventana iluminada.
—Tengo que echar un vistazo ahí dentro, Watson. Si dobla usted la espalda y se apoya en la pared, creo que podré arreglármelas.
Un instante después, tenía sus pies sobre mis hombros. Pero apenas se había subido cuando volvió a bajar.
—Vamos, amigo mío —dijo—. Ya hemos trabajado bastante por hoy. Creo que hemos cosechado todo lo posible. Hay un largo trayecto hasta el colegio, y cuanto antes nos pongamos en marcha, mejor.
Durante la penosa caminata a través del páramo, Holmes apenas si abrió la boca. Tampoco quiso entrar en el colegio cuando llegamos a él, sino que seguimos hasta la estación de Mackleton, desde donde Holmes envió varios telegramas. Aquella noche, ya tarde, le oí consolar al doctor Huxtable, abrumado por la trágica muerte de su profesor, y más tarde entró en mi habitación, tan despierto y vigoroso como cuando salimos por la mañana.
—Todo va bien, amigo mío —dijo—. Le prometo que antes de mañana por la tarde habremos dado con la solución del misterio.
A las once de la mañana del día siguiente, mi amigo y yo avanzábamos por la famosa avenida de los tejos de Holdernesse Hall. Nos franquearon el magnífico portal isabelino y nos hicieron pasar al despacho de su excelencia. Allí encontramos al señor James Wilder, serio y cortés, pero todavía con algunas huellas del terrible espanto de la noche anterior acechando en su mirada furtiva y sus facciones temblorosas.
—¿Vienen ustedes a ver a su excelencia? Lo siento, pero el caso es que el duque no se encuentra nada bien. Le han trastornado muchísimo las trágicas noticias. Ayer por la tarde recibimos un telegrama del doctor Huxtable informándonos de lo que ustedes habían descubierto.
—Tengo que ver al duque, señor Wilder.
—Es que está en su habitación.
—Entonces, tendré que ir a su habitación.
—Creo que está en la cama.
—Pues lo veré en la cama.
La actitud fría e inexorable de Holmes convenció al secretario de que era inútil discutir con él.
—Muy bien, señor Holmes; le diré que están ustedes aquí.