El regreso de Sherlock Holmes (13 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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La primera grieta en mi felicidad fue la llegada del señor Woodley y su bigote rojo. Vino para pasar una semana y le aseguro que a mí me parecieron tres meses. Es un tipo horrible... Se portaba como un matón con todo el mundo, pero conmigo era algo infinitamente peor. Me hacía la corte de la manera más odiosa, presumía de su riqueza, me decía que si me casaba con él tendría los mejores diamantes de todo Londres y, por último, viendo que no quería saber nada de él, un día, después de comer, me sujetó entre sus brazos (es asquerosamente fuerte) y juró que no me soltaría hasta que le diese un beso. Apareció el señor Carruthers y le obligó a soltarme, pero él entonces se revolvió contra su propio anfitrión, derribándolo y produciéndole un corte en la cara. Como podrá imaginar, allí se terminó su visita. Al día siguiente, el señor Carruthers me presentó sus excusas, y me aseguró que jamás volvería a verme expuesta a semejante ofensa. Desde entonces no he vuelto a ver al señor Woodley.

Y ahora, señor Holmes, llegamos por fin al extraño suceso que me ha hecho venir hoy a solicitar su ayuda. Debe usted saber que todos los sábados por la mañana voy en bicicleta hasta la estación de Farnham para tomar el tren de las 12,22 a Londres. El camino desde Chiltern Grange es bastante solitario, sobre todo en un trecho de algo más de una milla, que pasa entre los descampados de Charlington Heath y los bosques que rodean la mansión de Charlington Hall. Sería difícil encontrar un tramo de carretera más solitario que ése. Es rarísimo cruzarse con un carro o con un campesino hasta que se sale a la carretera que pasa cerca de Crooksbury Hill. Hace dos semanas, iba yo por ese tramo cuando, al volver la cabeza por casualidad, vi que a unos doscientos metros detrás de mí venía un hombre, también en bicicleta. Parecía un hombre de edad madura, con barba corta y negra. Miré de nuevo hacia atrás antes de llegar a Farnham, pero el hombre había desaparecido y no volví a pensar en él. Pero puede usted imaginarse mi sorpresa, señor Holmes, cuando al regresar el lunes lo vi de nuevo en el mismo tramo de carretera. Mi asombro fue en aumento cuando el incidente se repitió, exactamente igual que la primera vez, el sábado y el lunes siguientes. El hombre mantenía siempre la distancia y no me molestó en modo alguno, pero aquello seguía pareciéndome muy raro. Se lo comenté al señor Carruthers, que pareció interesado y me dijo que había encargado un coche de caballos, de manera que en el futuro no tendría que recorrer sin compañía esos caminos solitarios.

El coche y el caballo tendrían que haber llegado esta semana, pero por alguna razón se retrasó la entrega y otra vez tuve que hacer en bicicleta el trayecto a la estación. Esto ha sido esta misma mañana. Como podrá suponer, estuve muy atenta al a llegar a Charlington Heath y, en efecto, allí estaba el hombre, exactamente igual que las dos semanas anteriores. Se mantiene siempre a tanta distancia de mí que no puedo verle la cara con claridad, pero estoy segura de que no lo conozco. Va vestido de oscuro, con una gorra de paño. Lo único que he podido distinguir bien es su barba negra. Yo no estaba asustada, pero sí muy intrigada, así que decidí averiguar quién era y qué pretendía. Aminoré la marcha, pero él también lo hizo. Entonces me detuve, y él se detuvo también. Decidí tenderle una trampa. Al llegar a una curva muy pronunciada, la doblé a toda velocidad y luego me paré a esperar. Suponía que él tomaría la curva tan rápido que me pasaría antes de poder detenerse, pero el caso es que no apareció. Volví hacia atrás y miré al otro lado de la curva. Se veía una milla de carretera, pero de él no había ni rastro. Y lo más extraño del caso es que no existe allí ninguna desviación por la que hubiera podido marcharse.

Holmes soltó una risita y se frotó las manos.

—Desde luego, el caso presenta algunos aspectos originales —dijo— ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que usted dobló la curva hasta que descubrió que no había nadie en la carretera?

—Dos o tres minutos.

—Entonces, no pudo haber retrocedido por donde vino, y dice usted que no hay desviaciones.

—Ninguna.

—Tuvo que meterse por algún sendero, a un lado o a otro.

—No pudo ser por el lado del descampado, porque lo habría visto.

—En tal caso, por el procedimiento de exclusión, tenemos que suponer que se dirigió hacia Charlington Hall, que, según tengo entendido, es una mansión con terrenos propios, situada a un lado de la carretera. ¿Algo más?

—Nada, señor Holmes, excepto que me quedé tan perpleja que sentí que no quedaría satisfecha hasta haberle visto a usted y recibido sus consejos.

Holmes permaneció callado durante un rato.

—¿Dónde trabaja el caballero con el que va usted a casarse? —preguntó al fin.

—Trabaja en la Compañía Eléctrica Midland, de Coventry.

—¿No se le habrá ocurrido darle una sorpresa?

—¡Oh, señor Holmes! ¿Cree que yo no lo iba a reconocer?

—¿Ha tenido usted otros admiradores?

—Tuve varios antes de conocer a Cyril.

—¿Y después?

—Bueno, está ese horrible Woodley, si es que a eso se le puede llamar un admirador.

—¿Y nadie más?

Nuestra bella cliente pareció un poco confusa.

—¿Quién es él? —insistió Holmes.

—Bueno, quizás sean puras figuraciones mías, pero a veces me ha dado la impresión de que mi patrón, el señor Carruthers, está muy interesado en mí. Pasamos bastante tiempo juntos. Yo le acompaño al piano por las tardes. Nunca ha dicho nada, es un perfecto caballero, pero las chicas siempre nos damos cuenta.

—¡Ajá! —Holmes parecía serio—. ¿Y de qué vive este señor?

—Es rico.

—¿Y no tiene coches ni caballos?

—Bueno, por lo menos tiene una posición bastante acomodada. Pero viene a Londres dos o tres veces por semana. Le interesan mucho las acciones de minas de oro sudafricanas.

—Señorita Smith, le ruego que me mantenga informado de cualquier nuevo giro de los acontecimientos. Por el momento, me encuentro muy ocupado, pero encontraré tiempo para hacer algunas averiguaciones sobre su caso. Mientras tanto, no dé ningún paso sin hacérmelo saber. Hasta la vista, y espero que no recibamos de usted más que buenas noticias.

—El que a una chica como ésa la siga alguien forma parte del orden establecido de la Naturaleza —dijo Holmes, dando chupadas a su pipa de meditación—, pero no precisamente en bicicleta y por solitarios caminos rurales. Sin duda alguna, se trata de algún enamorado secreto. Pero el caso presenta algunos detalles curiosos y sugerentes, Watson.

—¿Cómo que sólo aparezca en ese punto concreto?

—Exacto. Nuestro primer paso debe consistir en averiguar quiénes son los inquilinos de la mansión Charlington. Tampoco estaría mal enterarse de la relación que existe entre Carruthers y Woodley, dos hombres que parecen tan diferentes. ¿Cómo es que los dos se muestran tan interesados por los familiares de Ralph Smith? Y otra cosa: ¿Qué clase de casa es esta, que le paga a una institutriz el doble de lo normal, pero no dispone ni de un caballo estando a seis millas de la estación? Es raro, Watson, muy raro.

—¿Va usted a ir allí?

—No, querido amigo, va a ir usted. Podría muy bien tratarse de una intriga sin importancia, y no puedo interrumpir por ella esta otra investigación, que sí que es importante. El lunes llegará usted a Farnham a primera hora; se esconderá cerca de Charlington Heath; observará con sus propios ojos lo que ocurra y actuará como le indique su buen criterio. Y después, tras averiguar quién ocupa la mansión, regresará a informarme. Y ahora, Watson, ni una palabra más sobre el asunto hasta que dispongamos de algún asidero firme que nos permita avanzar hacia la solución.

Sabíamos por la propia joven que regresaría el lunes en el tren que sale de Waterloo a las 9,50, de manera que yo madrugué para tomar el de las 9,13. Una vez en la estación de Farnham, no tuve dificultades para que me indicaran el camino a Charlington Heath. Resultaba imposible confundirse respecto al escenario de la aventura de la joven ciclista, ya que la carretera discurría entre un brezal abierto por un lado y un antiguo seto de tejo por el otro, un seto que rodeaba un parque repleto de árboles magníficos. Había una entrada principal, de piedra cubierta de liquen, con los pilares de cada lado rematados por vetustos emblemas heráldicos; pero además de esta entrada principal para carruajes, observé varias aberturas más en el seto, de las que partían senderos. La casa no se veía desde la carretera, pero todo el entorno daba una impresión de tristeza y decadencia.

El descampado estaba cubierto de manchones dorados de tojos en flor, que brillaban de un modo magnífico a la radiante luz del sol primaveral. Me situé detrás de uno de estos grupos de arbustos, desde donde podía controlar la entrada al parque de la mansión y un buen tramo de carretera a cada lado. La carretera estaba vacía cuando yo salía a ella, pero ahora se veía un ciclista que venía en dirección contraria a la que yo había traído. Iba vestido de oscuro y pude ver que tenía barba negra. Al llegar al final de los terrenos de Charlington Hall, se apeó de su máquina y se metió con ella por una abertura del seto, desapareciendo de mi vista.

Transcurrió un cuarto de hora y entonces apareció un segundo ciclista. Esta vez se trataba de la señorita Smith, que venía de la estación. Al acercarse al seto, la vi mirar a su alrededor. Un instante después, el hombre salió de su escondite, montó en su bicicleta y empezó a seguirla. En todo el extenso paisaje, aquellas eran las únicas figuras en movimiento: la atractiva muchacha, sentada muy derecha en su máquina, y el hombre que la seguía, doblado sobre el manillar, con un misterioso aire furtivo en todos sus movimientos. Ella se volvió para mirarlo y redujo la velocidad. Él la redujo también. La chica se detuvo. El hombre se detuvo al instante, manteniéndose a unos doscientos metros detrás de ella. El siguiente movimiento de la muchacha fue tan inesperado como valeroso: hizo girar bruscamente su bicicleta y se lanzó a toda velocidad hacia él. Pero el hombre actuó con igual rapidez y salió disparado en un huida desesperada. Poco después, la muchacha volvió a aparecer carretera arriba, con la cabeza orgullosamente erguida, sin dignarse a reconocer la presencia de su silencioso acompañante. También él había dado la vuelta, y siguió manteniendo la distancia hasta que la curva de la carretera los ocultó de mi vista.

No me moví de mi escondite, e hice muy bien, porque al poco rato reapareció el hombre pedaleando despacio. Se metió por la entrada a la mansión y desmontó de su bicicleta. Tenía las manos alzadas y parecía estar arreglándose la corbata. Luego montó de nuevo en la bicicleta y se alejó por el camino que llevaba a la mansión. Yo atravesé corriendo el brezal y atisbé entre los árboles. Pude ver a lo lejos algunos retazos del antiguo edificio gris, con sus erguidas chimeneas Tudor, pero el camino atravesaba una zona muy frondosa y no volví a ver a mi hombre.

Sin embargo, me pareció qué había aprovechado bastante bien la mañana y regresé a Farnham muy animado. El agente local de la propiedad no pudo darme ninguna información acerca de Charlington Hall, y me remitió a una conocida firma de Pall Mall. Pasé por ella al regresar a Londres y fui recibido por un representante muy educado. No, no podían alquilarme Charlington Hall para el verano. Llegaba un poco tarde. La habían alquilado hacía aproximadamente un mes. El inquilino era un tal señor Williamson, un caballero mayor y respetable. El atento agente lamentaba no poder decirme más, ya que no estaba autorizado a comentar los asuntos de sus clientes.

Sherlock Holmes escuchó con atención el largo informe que le presenté aquella misma tarde, pero que no consiguió arrancarle las breves palabras de elogio que yo había esperado y que tanto habría apreciado. Por el contrario, su rostro austero adoptó una expresión más severa que de costumbre al comentar todo lo que yo había hecho y dejado de hacer.

—Su escondite, querido Watson, estuvo muy mal elegido. Debió usted esconderse detrás del seto; de ese modo habría podido ver de cerca a ese personaje tan interesante. En cambio, se situó usted a varios cientos de metros de distancia y me trae aún menos información que la señorita Smith. Ella cree no conocer al hombre; yo estoy convencido de que lo conoce. De lo contrario, ¿por qué iba a poner tanto empeño en que ella no se le acerque lo suficiente como para verle la cara? Usted lo describe doblado sobre el manillar. Más ocultamiento, como puede ver. La verdad es que lo ha hecho usted fatal. El tipo vuelve a casa y usted quiere averiguar quién es. ¡Y no se le ocurre más que acudir a una agencia de Londres!

—¿Qué tendría que haber hecho? —pregunté algo irritado.

—Entrar en el bar más cercano. Ese es el centro de todos los cotilleos del pueblo. Allí le habrían dado todos los nombres, desde el del propietario hasta el de la última fregona. ¡Williamson! Eso no me dice nada. Si se trata de un anciano, entonces no puede ser él el activo ciclista que escapa a toda velocidad de la atlética joven que le persigue. ¿Qué hemos sacado en limpio de su expedición? Sólo que la chica decía la verdad. Eso yo nunca lo dudé. Que existe una relación entre el ciclista y la mansión. Tampoco tenía dudas sobre eso. Que el inquilino de la mansión se llama Williamson. ¿Qué adelantamos con eso? Vamos, vamos, querido amigo, no ponga esa cara. Poco más podemos hacer hasta el próximo sábado, y mientras tanto quizás yo pueda averiguar una o dos cosas.

A la mañana siguiente llegó una carta de la señorita Smith, relatando en términos breves y precisos los hechos que yo había presenciado. Pero la miga de la carta estaba en la posdata:

«Estoy segura, señor Holmes, de que respetará usted la confidencia que voy a hacerle. Mi situación se ha vuelto incómoda, debido a que mi patrón me ha pedido que me case con él. Estoy convencida de que sus sentimientos son sinceros y completamente honrados. Pero, por supuesto, yo ya estoy comprometida. Se tomó muy a pecho mi negativa, pero se mostró muy amable. No obstante, lo comprenderá, la situación es un poco tensa.»

—Parece que nuestra joven amiga está metida en un buen lío —dijo Holmes, pensativo, al acabar la carta—. La verdad es que el caso presenta más aspectos interesantes y más posibilidades de lo que yo suponía al principio. No me sentaría nada mal pasar un día tranquilo y apacible en el campo, y estoy por acercarme allí esta tarde para poner a prueba una o dos teorías que se me han ocurrido.

El tranquilo día de campo de Holmes tuvo un desenlace inesperado, ya que llegó a Baker Street bastante tarde, con un labio partido y un chichón amoratado en la frente, además de presentar un aspecto general tan desastrado que su persona habría despertado las justificadas sospechas de Scotland Yard. Se había divertido muchísimo con sus aventuras y se reía alegremente al relatarlas.

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