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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (14 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—Hago tan poco ejercicio que siempre resulta gratificante —dijo—. Como sabe, poseo ciertos conocimientos del noble y antiguo deporte británico del boxeo. De cuando en cuando resultan útiles. Hoy, por ejemplo, lo habría pasado bochornosamente mal de no ser por ellos.

Le rogué que me contara lo que había sucedido.

—Localicé ese bar de pueblo que le había recomendado visitar, y allí inicié mis discretas averiguaciones. Me instalé en la barra y el charlatán del propietario me fue dando toda la información que deseaba. Williamson es un hombre de barba blanca que vive solo en la mansión, con unos pocos sirvientes. Corre el rumor de que es o ha sido clérigo, pero uno o dos incidentes ocurridos durante su breve estancia en la mansión me parecieron muy poco eclesiásticos. He hecho ya algunas indagaciones en una agencia eclesiástica, y allí me han dicho que existió un clérigo con ese apellido, que tuvo una carrera particularmente turbulenta. Además, el tabernero me dijo que a la mansión solían acudir visitas de fin de semana, «gente de pasta», según él, y en especial cierto caballero con bigote rojo apellidado Woodley, que estaba siempre por allí. Hasta aquí habíamos llegado cuando ¿quién dirá que vino a entrometerse? Pues el propio caballero en cuestión, que estaba bebiendo una cerveza allí mismo y había escuchado toda la conversación. ¿Quién era yo? ¿Qué quería? ¿A qué venían tantas preguntas?

Su lenguaje era de lo más fluido y sus adjetivos muy vigorosos, y remató una sarta de insultos con un revés traicionero que no pude esquivar del todo. Los minutos siguientes fueron deliciosos. Mis directos de izquierda contra los porrazos del rufián. Yo acabé como usted ve. Al señor Woodley se lo llevaron en un carro. Así terminó mi excursión al campo, y debo confesar que, aunque ha sido muy divertida, mi expedición a los límites de Surrey no ha resultado mucho más provechosa que la suya.

El jueves nos llegó otra carta de nuestra cliente:

«Señor Holmes, no creo que le sorprenda saber que voy a dejar mi empleo en casa del señor Carruthers. Ni siquiera un sueldo tan alto puede compensarme de lo incómodo de mi situación. El sábado iré a Londres y no tengo intención de regresar. El señor Carruthers ha comprado un cochecito, de manera que los peligros de la carretera solitaria, si es que alguna vez existieron, han desaparecido. En cuanto al motivo concreto de que me vaya, no se trata sólo de la tensa situación con el señor Carruthers, sino que además ha vuelto a aparecer ese odioso señor Woodley. Siempre fue repugnante, pero ahora está más feo que nunca, porque parece que ha tenido un accidente y está todo desfigurado. Lo he visto por la ventana, pero gracias a Dios aún no he coincidido con él. Tuvo una larga conversación con el señor Carruthers, que después de eso parecía muy excitado. Woodley debe de estar alojado por aquí cerca, porque no durmió en casa y, sin embargo, lo volví a ver esta mañana, merodeando entre los arbustos. Preferiría que anduviese suelta una fiera salvaje antes que él. Le odio y le temo más de lo que soy capaz de expresar. ¿Cómo puede el señor Carruthers soportar ni por un segundo a semejante bicho? Menos mal que el sábado se acabarán mis problemas.»

—Eso espero, Watson, eso espero —dijo Holmes muy serio—. Alrededor de esta mujercita se está tramando alguna turbia intriga, y nuestro deber es procurar que nadie la moleste en este último viaje. Creo, Watson, que debemos prepararlo todo para desplazarnos allí el sábado por la mañana y asegurarnos que esta curiosa e incipiente investigación no tenga un final trágico.

Confieso que hasta aquel momento no me había tomado muy en serio el caso, que me parecía más grotesco y extravagante que verdaderamente peligroso. Que un hombre acechara y siguiera a una mujer tan guapa no tenía nada de nuevo, y si el tipo era tan poco decidido que no sólo no se atrevía a abordarla sino que incluso huía cuando ella se le acercaba, no podía tratarse de un asaltante muy peligroso. Aquel rufián de Woodley era muy diferente, pero, excepto en una ocasión, nunca había molestado a nuestra cliente y ahora visitaba la casa de Carruthers sin importunarla a ella. El hombre de la bicicleta tenía que ser uno de los que visitaban la mansión los fines de semana, como había dicho el tabernero, aunque seguíamos sin saber quién era y qué pretendía. Sin embargo, la actitud grave de Holmes y el hecho de que al salir de nuestras habitaciones se metiera un revólver en el bolsillo me hizo pensar por primera vez en la posibilidad de que detrás de aquella curiosa cadena de sucesos acechase la tragedia.

Después de una noche de lluvia amaneció un día espléndido, y los campos cubiertos de brezo y salpicados de vistosos matorrales de tojo en flor parecían aún más hermosos a unos ojos hastiados de los pardos sombríos y el gris pizarra de Londres. Holmes y yo avanzábamos por la ancha y arenosa carretera, aspirando el aire fresco de la mañana y disfrutando del canto de los pájaros y la suave brisa primaveral.

Desde una altura del camino en la ladera de la colina Crooksbury pudimos divisar la sombría mansión, sobresaliendo entre los añosos robles que, aun siendo muy viejos, eran más jóvenes que el edificio que rodeaban. Holmes señaló el largo tramo de carretera que formaba una franja rojo-amarillenta entre el color pardo del brezal y el verde primaveral del bosque. A lo lejos se veía un punto negro que resultó ser un vehículo que avanzaba hacia nosotros. Holmes soltó una exclamación de impaciencia.

—Yo había calculado un margen de media hora —dijo—, pero si aquél es su carricoche, es que debe de haber decidido tomar un tren anterior. Me temo, Watson, que va a pasar por Charlington antes de que podamos encontrarnos con ella.

Desde el momento en que dejamos la elevación, perdimos de vista el vehículo, pero avanzamos a un paso tan rápido que mi vida sedentaria empezó a hacerse sentir, y me fui quedando rezagado. Holmes, sin embargo, se mantenía siempre en forma, porque disponía de reservas inagotables de energía nerviosa a las que recurrir. Ni por un momento aminoró su paso elástico hasta que, de pronto, cuando ya iba unos cien metros por delante de mí, se detuvo y le vi levantar el brazo con un gesto de dolor y desesperación. En aquel mismo momento, por la curva de la carretera apareció un carricoche vacío, con el caballo al trote y las riendas colgando, que se acercó rápidamente a nosotros.

—¡Demasiado tarde, Watson, demasiado tarde! —exclamó Holmes mientras yo corría resoplando hacia él—. ¡Qué idiota he sido en no pensar en el tren anterior! ¡Secuestro, Watson! ¡Secuestro! ¡Asesinato! ¡Dios sabe qué! ¡Ciérrele el paso y pare al caballo! Muy bien. Ahora monte, y veremos si puedo remediar las consecuencias de mi estupidez.

Subimos los dos al coche y Holmes hizo que el caballo diera la vuelta, dio un trallazo con el látigo y salimos volando carretera adelante. Al doblar la curva quedó visible todo el tramo de carretera que discurría entre el brezal y la mansión. Yo agarré a Holmes del brazo.

—¡Allí está el hombre! —jadeé.

Un ciclista solitario venía hacia nosotros. Traía la cabeza agachada y los hombros encorvados y pedaleaba con todas sus fuerzas. Volaba como un corredor de carreras. De pronto, levantó el rostro barbudo, nos vio cerca de él y frenó, saltando a continuación de su máquina. La barba, negra como el carbón, contrastaba de manera extraña con la palidez de su rostro, y los ojos le brillaban como si tuviera fiebre. Se quedó mirándonos a nosotros y al carruaje y en su rostro se formó una expresión de asombró.

—¿Qué es esto? ¡Alto ahí! —grito, cerrándonos el paso con su bicicleta—. ¿De dónde han sacado este coche? ¡Pare usted! —vociferó, sacando una pistola del bolsillo—. ¡Pare le digo, o por San Jorge que le meto un tiro al caballo!

Holmes arrojó las riendas sobre mis rodillas y saltó del coche.

—Usted es el hombre al que queríamos ver. ¿Dónde está la señorita Violet Smith? —dijo con su característica rapidez y claridad.

—Eso mismo le pregunto yo. Viene usted en su coche y tiene que saber dónde está.

—Encontramos el coche en la carretera, pero no había nadie en él. Hemos venido para ayudar a la señorita.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? —exclamó el desconocido, frenético de angustia—. ¡La han atrapado, ese demonio de Woodley y el cura renegado! Venga usted, venga, si de verdad es su amigo. Ayúdenme y la salvaremos, aunque tenga que dejar mi pellejo en el bosque de Charlington.

Corrió como un loco, pistola en mano, hacia una abertura en el seto. Holmes le siguió y yo seguí a Holmes, dejando al caballo pastando junto a la carretera.

—Se han metido por aquí —dijo Holmes, señalando las huellas de varios pies en el sendero embarrado—. ¡Caramba! ¡Quietos un momento! ¡Hay alguien caído en los matorrales!

Se trataba de un joven de unos diecisiete años, vestido como mozo de cuadras, con pantalones y polainas de cuero. Yacía caído de espaldas, con las rodillas dobladas y una terrible brecha en la cabeza. Estaba sin sentido, pero vivo. Me bastó una mirada a la herida para saber que no había penetrado en el hueso.

—Es Peter, el lacayo —exclamó el desconocido—. Él conducía el coche. Esos salvajes le han hecho bajar y lo han golpeado. Dejémoslo aquí; no podemos hacer nada por él, pero a ella aún podemos salvarla de lo peor que le puede ocurrir a una mujer.

Corrimos frenéticamente por el sendero, que serpenteaba entre los árboles. Habíamos llegado a los arbustos que rodeaban la casa cuando Holmes se detuvo en seco.

—No han ido a la casa. Sus pisadas van hacia la izquierda. ¡Allí, junto a los laureles! ¡Ah, lo que yo decía!

Mientras él hablaba, del verde macizo de arbustos que teníamos delante surgió un alarido de mujer, un alarido que vibraba con un paroxismo de horror, y que se cortó de golpe en la nota más aguda, con un gemido de ahogo.

—¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Está en la pista de bolos! —gritó el desconocido, lanzándose de cabeza entre los arbustos—. ¡Perros cobardes! ¡Síganme, caballeros! ¡Demasiado tarde! ¡Por todos los diablos!

Habíamos salido de pronto a un precioso claro cubierto de césped y rodeado de viejos árboles. En el punto más alejado, a la sombra de un corpulento roble, había un curioso grupo de tres personas. Una era una mujer, nuestra cliente, amordazada con un pañuelo y con aspecto de estar a punto de desmayarse. Frente a ella se erguía un hombre joven de aspecto brutal, rostro macizo y bigote pelirrojo, con las piernas bien abiertas y enfundadas en polainas. Tenía un brazo en jarras y con el otro hacía ondear una fusta. Su actitud era la de un fanfarrón en un momento de triunfo. Entre los dos había un hombre mayor, con barba blanca, que vestía una sobrepelliz corta sobre un traje claro de lana, y que al parecer acababa de celebrar un rito nupcial, ya que al aparecer nosotros se guardó en el bolsillo el libro de oraciones y felicitó jovialmente al siniestro novio con una palmada en el hombro.

—¡Se han casado! —balbucí.

—¡Vamos! ¡Vamos! —exclamó nuestro guía.

Atravesó corriendo el claro, con Holmes y yo pisándole los talones. Al acercarnos, la joven se tambaleó y tuvo que apoyarse en el tronco del árbol. Williamson, el ex sacerdote, nos saludó con una reverencia burlona, y el fanfarrón de Woodley nos salió al paso con una brutal carcajada de júbilo.

—Ya puedes quitarte esa barba, Bob —dijo—. Se te conoce perfectamente. Pues bien, tú y tus amigos llegáis justo a tiempo para que os presente a la señora Woodley.

La respuesta de nuestro guía fue sorprendente. Se arrancó la barba negra que le servía de disfraz y la tiró al suelo, dejando al descubierto un rostro alargado, cetrino y bien afeitado. A continuación, levantó su revólver y apuntó al joven rufián, que avanzaba hacia él blandiendo su peligrosa fusta.

—Sí —dijo nuestro aliado—. Soy Bob Carruthers y pienso defender a esta mujer aunque me ahorquen por ello. Ya te advertí lo que haría si volvías a molestarla, y por Dios que cumpliré mi promesa.

—Llegas tarde. ¡Es mi esposa!

—No, es tu viuda.

El revólver detonó y vi brotar la sangre de la pechera del chaleco de Woodley. Giró sobre sus pies con un gemido y cayó de espaldas, mientras su rostro odioso y enrojecido adquiría de repente una terrible palidez. El anciano, que todavía vestía su sobrepelliz, estalló en una sarta de blasfemias como no he oído jamás y sacó también un revólver, pero antes de que pudiera levantarlo se encontró frente a los ojos el cañón del arma de Holmes.

—¡Se acabó! —dijo mi amigo fríamente—. Tire esa pistola. Recójala, Watson, y apúntele a la cabeza. Gracias. Usted, Carruthers, deme ese revólver. Ya está bien de violencia. Vamos, entréguemelo.

—Pero ¿quién es usted?

—Me llamo Sherlock Holmes.

—¡Santo Dios!

—Veo que ha oído hablar de mí. Hasta que llegue la policía, yo actuaré en representación suya. ¡Eh, muchacho! —le gritó al asustado lacayo, que acababa de aparecer en el borde del claro—. Ven aquí. Lleva esta nota a Farnham lo más deprisa que puedas —garabateó unas cuantas palabras en una hoja de su cuaderno—. Entrégasela al inspector jefe del puesto de policía. Y mientras él llega, todos ustedes quedan bajo mi custodia personal.

La personalidad fuerte y arrolladora de Holmes dominaba la trágica escena, y todos por igual éramos como marionetas en sus manos. Williamson y Carruthers cargaron con el herido Woodley para meterlo en la casa y yo ofrecí mi brazo a la asustada muchacha. Tendieron al herido en una cama y, a petición de Holmes, lo examiné. Presenté mi informe en el antiguo comedor adornado con tapices, donde Holmes se había instalado con sus dos prisioneros delante.

—Vivirá —dije.

—¿Cómo? —gritó Carruthers, poniéndose en pie de un salto—. Entonces subiré a rematarlo antes que nada. No me digan que esa muchacha, ese ángel, va a quedar atrapada para toda su vida a Jack Woodley «el Rugiente».

—No debe preocuparse por eso —dijo Holmes—. Existen dos excelentes razones para que no se la pueda considerar su esposa, bajo ningún concepto. En primer lugar, tenemos motivos de sobra para poner en duda el derecho del señor Williamson a celebrar un matrimonio.

—He sido ordenado —exclamó el viejo granuja.

—Y también suspendido.

—Cuando uno es sacerdote, es sacerdote para siempre.

—No lo veo yo así. ¿Y qué hay de la licencia?

—Sacamos una licencia de matrimonio. La tengo en el bolsillo.

—La conseguiría con engaños. Pero, en cualquier caso, un matrimonio forzado no tiene validez; en cambio, constituye un delito muy grave, como comprobará usted antes de que esto termine
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. O mucho me equivoco, o tendrá tiempo de sobra para reflexionar sobre el tema durante los próximos diez años, más o menos. En cuanto a usted, Carruthers, más le habría valido guardarse la pistola en el bolsillo.

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