El regreso de Sherlock Holmes (16 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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Se le vio por última vez la noche del 13 de mayo, es decir, la noche del lunes pasado. Su cuarto está en el segundo piso y para llegar a él hay que pasar por otra habitación más grande, en la que duermen dos alumnos. Estos muchachos no vieron ni oyeron nada, de manera que es imposible que el joven Saltire pasara por allí. La ventana de su cuarto estaba abierta y hay una hiedra bastante sólida que llega hasta el suelo. No encontramos pisadas abajo, pero no cabe duda de que esta es la única salida posible.

Su ausencia se descubrió a las siete de la mañana del martes. Se notaba que había dormido en su cama. Antes de marcharse se había vestido del todo, con el uniforme escolar de chaqueta negra, estilo Eton, y pantalones gris oscuro. No se advertían señales de que hubiera entrado alguien en su habitación y estamos seguros de que si hubiera habido gritos o forcejeo se habrían oído, porque Caulder, el mayor de los dos muchachos que duermen en la habitación interior, tiene el sueño muy ligero.

Cuando descubrimos la desaparición de lord Saltire, pasé lista inmediatamente a todo el personal del colegio: alumnos, profesores y servicio. Y entonces nos dimos cuenta de que lord Saltire no se había fugado solo. Faltaba también Heidegger, el profesor de alemán. Su habitación está también en el segundo piso, al otro extremo del edificio, pero dando a la misma fachada que la de lord Saltire. También había dormido en su cama; pero al parecer se había marchado a medio vestir, porque su camisa y sus calcetines estaban tirados en el suelo. No cabe duda de que bajó descolgándose por la hiedra, porque encontramos pisadas suyas abajo en el césped. Junto a este césped hay un pequeño cobertizo donde guardaba su bicicleta, que también ha desaparecido.

Llevaba con nosotros dos años, y había llegado con las mejores referencias. Pero era un tipo callado y poco simpático, que no se llevaba muy bien ni con los alumnos ni con los profesores. No se pudo encontrar ni rastro de los fugitivos, y hoy, jueves, sabemos tan poco como el martes. Naturalmente, fuimos de inmediato a preguntar a la mansión Holdernesse. Se encuentra a sólo unas millas de distancia, y pensamos que un repentino ataque de nostalgia le habría hecho volver con su padre. Pero allí no sabían nada de él. El duque está excitadísimo, y en cuanto a mí, ya han visto ustedes el estado de postración nerviosa al que me han reducido la incertidumbre y la responsabilidad. Señor Holmes, si alguna vez se ha empleado usted a fondo, le suplico que lo haga ahora, porque nunca en su vida encontrará un caso que más lo merezca.

Sherlock Holmes había escuchado con el mayor interés el relato del afligido director de escuela. Sus cejas fruncidas y el profundo surco que había entre ellas demostraban que no era preciso insistirle para que concentrase toda su atención en un problema que, aparte de las enormes sumas que en él se barajaban, tenía forzosamente que atraerle, dada su afición a lo enigmático y lo extraño. Sacó su cuaderno de notas y garabateó en él algunas anotaciones.

—Ha sido una torpeza por su parte no acudir a mí antes —dijo en tono severo—. Me obliga a iniciar mi investigación con una grave desventaja. Es impensable, por ejemplo, que esa hiedra y ese césped no le revelaran nada a un observador experto.

—No ha sido culpa mía, señor Holmes. Su excelencia estaba empeñado en evitar a toda costa un escándalo público. Le asustaba que sus desgracias familiares quedaran expuestas a la vista de todos. Siente horror por ese tipo de cosas.

—¿Pero se ha realizado alguna investigación oficial?

—Sí, señor, pero sin ningún resultado. Al principio pareció que se había encontrado una pista, ya que alguien declaró haber visto a un hombre joven y un niño saliendo de una estación cercana en uno de los primeros trenes. Pero anoche supimos que se había seguido la pista de la pareja hasta Liverpool, y se ha comprobado que no tienen nada que ver con el asunto. Entonces fue cuando, desesperado, defraudado y tras una noche sin dormir, decidí tomar el primer tren y venir directamente a verle.

—Supongo que la investigación sobre el terreno aflojaría mientras se seguía esa pista falsa.

—Se interrumpió por completo.

—Con lo cual se han perdido tres días. No se podía haber manejado peor el asunto.

—Eso me parece a mí, lo reconozco.

—Sin embargo, debería poderse resolver el problema. Tendré mucho gusto en echarle un vistazo. ¿Ha descubierto usted alguna conexión entre el chico perdido y este profesor alemán?

—Absolutamente ninguna.

—¿Ni siquiera estaba en su clase?

—No; por lo que yo sé, jamás intercambiaron una palabra.

—Desde luego, esto es muy curioso. ¿Tenía bicicleta el chico?

—No.

—¿Se ha echado en falta alguna otra bicicleta?

—No.

—¿Está usted seguro?

—Completamente.

—Vamos a ver: ¿no pensará usted en serio que este alemán se marchó en bicicleta en plena noche con el chico en brazos?

—Claro que no.

—Entonces, ¿cuál es su teoría?

—Lo de la bicicleta pudo ser un truco para despistar. Pueden haberla escondido en cualquier parte y luego marcharse a pie.

—Desde luego; pero parece un truco bastante absurdo, ¿no cree? ¿Había más bicicletas en ese cobertizo?

—Varias.

—¿Y no cree que si hubieran querido dar la impresión de que se marcharon de ese modo habrían escondido un par de bicicletas?

—Supongo que sí.

—Desde luego que sí. La teoría del truco para despistar no se sostiene. Sin embargo, el incidente constituye un magnífico punto de partida para una investigación. Al fin y al cabo, una bicicleta no es fácil de esconder o destruir. Otra pregunta: ¿Recibió el chico alguna visita el día antes de su desaparición?

—No.

—¿Recibió alguna carta?

—Sí, una.

—¿De quién?

—De su padre.

—¿Abren ustedes las cartas de los alumnos?

—No.

—Y entonces, ¿cómo sabe que era de su padre?

—Porque el sobre llevaba el escudo de armas y la dirección estaba escrita con la letra del duque, que es característicamente rígida. Además, el duque recuerda haber escrito.

—¿Recibió otras cartas antes de ésa?

—Ninguna en varios días.

—¿Y alguna vez ha recibido carta de Francia?

—No, nunca.

—Supongo que se da usted cuenta de hacia dónde apuntan mis preguntas. Una de dos: o se llevaron al chico a la fuerza o se marchó por su propia voluntad. En este último caso, cabría suponer que sólo una llamada de fuera podría empujar a un muchacho tan joven a hacer semejante cosa. Si no recibió visitas, la llamada tuvo que llegar por carta. Por tanto, estoy intentando averiguar quién la escribió.

—Me temo que no puedo ayudarle mucho. Que yo sepa, el único que le escribía era su padre.

—El cual le escribió el mismo día de su desaparición. ¿Se llevaban muy bien el padre y el hijo?

—Su excelencia no se lleva bien con nadie. Vive sumergido por completo en los grandes asuntos públicos y resulta bastante inaccesible a las emociones normales. Pero, a su manera, siempre se portó bien con el niño.

—Sin embargo, las simpatías de éste se inclinaban por la madre, ¿no?

—Sí.

—¿Lo dijo él?

—No.

—Entonces, ¿el duque?

—¡Santo cielo, no!

—Entonces, ¿cómo lo sabe usted?

—Tuve algunas conversaciones confidenciales con el señor James Wilder, secretario de su excelencia. Fue él quien me informó acerca de los sentimientos de lord Saltire.

—Ya veo. Por cierto, esa última carta del duque, ¿se encontró en la habitación del muchacho después de que éste desapareciera?

—No, se la había llevado. Creo, señor Holmes, que deberíamos ponernos en camino hacia la estación de Euston.

—Pediré un coche. Dentro de un cuarto de hora estaremos a su servicio. Y si va usted a telegrafiar, señor Huxtable, convendría que la gente de por allí creyera que las investigaciones aún siguen centradas en Liverpool, o dondequiera que conduzca esa pista falsa. De ese modo, yo podré trabajar tranquilamente en las puertas de su establecimiento, y tal vez el rastro no esté tan borrado como para que no podamos olfatearlo dos viejos sabuesos como Watson y yo.

Aquella noche la pasamos en la fría y vigorizante atmósfera de la región de Peak, donde se encuentra el famoso colegio del doctor Huxtable. Ya había oscurecido cuando llegamos. Sobre la mesa del vestíbulo había una tarjeta, y el mayordomo susurró algo al oído del director, que se volvió hacia nosotros con la alegría reflejada en todos sus macizos rasgos.

—¡El duque está aquí! —dijo—. El duque y el señor Wilder están en mi despacho. Vengan, caballeros, y los presentaré. Como es natural, yo había visto muchos retratos del famoso estadista, pero el hombre de carne y hueso era muy distinto de sus imágenes. Se trataba de una persona alta y majestuosa, vestida de manera inmaculada, con un rostro flaco y chupado, y una nariz grotescamente larga y encorvada. La mortal palidez de su piel contrastaba con la larga y ondulada barba roja que le caía por encima del chaleco blanco, en el que una cadena de reloj brillaba a través de las guedejas. Así era el majestuoso personaje que nos miraba con fría mirada desde el centro de la alfombra de la chimenea del doctor Huxtable. A su lado había un hombre muy joven, que supuse que sería Wilder, el secretario privado. Era pequeño, nervioso, inquisitivo, con ojos inteligentes de color azul claro y expresión cambiante. Fue él quien inició en el acto la conversación, en tono cortante y decidido.

—Vine esta mañana, doctor Huxtable, pero llegué demasiado tarde para impedirle partir hacia Londres. Me enteré de que tenía la intención de solicitar al señor Sherlock Holmes que se hiciera cargo del caso. A su excelencia le sorprende, doctor Huxtable, que haya usted dado un paso semejante sin consultarlo.

—Al saber que la policía había fracasado...

—Su excelencia no está en modo alguno convencido del fracaso de la policía.

—Pero señor Wilde...

—Sabe usted muy bien, doctor Huxtable, que su excelencia tiene especial interés en evitar todo escándalo público. Prefiere que su intimidad la conozcan las menos personas posibles.

—La cosa tiene fácil remedio —dijo el acobardado doctor—. El señor Sherlock Holmes puede regresar a Londres en el tren de la mañana.

—Nada de eso, doctor, nada de eso —dijo Holmes con su voz más meliflua—. Este aire del Norte resulta muy vigorizante y agradable, y me parece que voy a pasar unos días en estos páramos, ocupando la mente lo mejor que pueda. Naturalmente, a usted le toca decidir si me alojo bajo su techo o en la posada del pueblo.

Pude darme cuenta de que el pobre doctor se encontraba sumido en la más profunda indecisión, de donde fue rescatado por la voz grave y sonora del duque barbirrojo, que resonó como un gong llamando a comer.

—Doctor Huxtable, estoy de acuerdo con el señor Wilder en que tendría usted que haberme consultado. Pero ya que el señor Holmes está enterado de todo, sería verdaderamente absurdo no aprovechar sus servicios. En lugar de ir a la posada, señor Holmes, me agradaría mucho que se quedara conmigo en la mansión Holdernesse.

—Gracias, excelencia. Pero, a efectos de la investigación, creo que será más juicioso que me quede en el escenario del misterio.

—Como desee, señor Holmes. Por supuesto, cualquier información que el señor Wilder o yo podamos proporcionarle está a su disposición.

—Lo más probable es que tenga que ir a visitarlos a la mansión —dijo Holmes—. Por el momento, señor, sólo deseo preguntarle si tiene formada alguna hipótesis que explique la misteriosa desaparición de su hijo.

—No, señor; ninguna.

—Perdóneme si hago alusión a algo que le resulta doloroso, pero no tengo más remedio. ¿Cree usted que la duquesa puede tener algo que ver con el asunto?

El ilustre ministro dio claras muestras de vacilación.

—No creo —dijo por fin.

—La otra explicación más evidente es que el chico haya sido secuestrado con objeto de pedir rescate por él. ¿No ha recibido ninguna petición en ese sentido?

—No, señor.

—Una pregunta más, excelencia. Tengo entendido que escribió usted a su hijo el día mismo del incidente.

—No; le escribí el día antes.

—Eso es. ¿Pero él recibió la carta ese día?

—Sí.

—¿Había algo en su carta que pueda haberlo trastornado o inducido a dar ese paso?

—No, señor, claro que no.

—¿Echó usted mismo la carta al correo?

La contestación del aristócrata quedó interrumpida por el secretario, que intervino algo acalorado.

—Su excelencia no tiene por costumbre llevar personalmente las cartas al correo —dijo—. La carta se dejó con las demás en la mesa del despacho, y yo mismo las eché al buzón.

—¿Está usted seguro de haber echado esta carta?

—Sí; me fijé en ella.

—¿Cuántas cartas escribió su excelencia aquel día?

—Veinte o treinta —dijo el duque—. Mantengo mucha correspondencia. Pero ¿no le parece esto un poco irrelevante?

—No del todo —respondió Holmes.

—Por mi parte —prosiguió el duque—, he aconsejado a la policía que dirija su atención hacia el sur de Francia. Ya he dicho que no creo que la duquesa haya incitado un acto tan monstruoso, pero el chico tenía ideas muy equivocadas, y es posible que haya huido para irse con ella, inducido y ayudado por ese alemán. Bien, doctor Huxtable, nos volvemos á la mansión.

Me di cuenta de que a Holmes aún le habría gustado hacer algunas preguntas más, pero el brusco comportamiento del noble daba a entender que la entrevista había terminado. Era evidente que aquello de discutir sus intimidades familiares con un extraño le resultaba absolutamente aborrecible a su exquisito carácter aristocrático, y que temía que cualquier nueva pregunta arrojara una desagradable luz sobre los rincones discretamente oscurecidos de su historia ducal.

En cuanto el aristócrata y su secretario se marcharon, mi amigo se lanzó de inmediato a la investigación, con su vehemencia habitual.

Examinamos minuciosamente la habitación del muchacho, que no nos proporcionó información alguna, aparte de dejarnos convencidos de que sólo pudo haber escapado por la ventana. Tampoco la habitación y los objetos personales del profesor alemán nos ofrecieron ninguna pista nueva. En este caso, un tallo de hiedra había cedido bajo su peso, y a la luz de la linterna pudimos ver en el césped la huella dejada por sus talones al bajar al suelo. Aquella marca solitaria en el bien cortado césped constituía el único testimonio material de la inexplicable fuga nocturna.

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