El regreso de Sherlock Holmes (17 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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Sherlock Holmes salió del colegio solo y no regresó hasta después de las once. Se había hecho con un mapa militar de la zona y lo trajo a mi cuarto, lo extendió sobre la cama, colgó encima una lámpara y se puso a fumar mientras lo examinaba, señalando de cuando en cuando los puntos de interés con la humeante boquilla de ámbar de su pipa.

—Cada vez me gusta más este caso, Watson —dijo—. Decididamente, presenta aspectos muy interesantes. En esta fase inicial, quiero que se fije en estos detalles geográficos, que pueden tener mucha importancia para nuestra investigación. Mire este mapa. Este cuadrado oscuro es el colegio Priory. Voy a marcarlo con un alfiler. Y esta línea es la carretera principal. Ya ve que corre de Este a Oeste, pasando frente a la escuela, y que en ninguna de las dos direcciones existe una desviación en más de una milla. Si los dos fugitivos se marcharon por carretera, tuvo que ser por esta carretera.

—Exacto.

—Por una curiosa y afortunada casualidad, podemos saber hasta cierto punto lo que pasó por esta carretera durante la noche de autos. Aquí, donde señalo con la pipa, había un policía rural de servicio desde las doce hasta las seis. Como puede ver, se trata del primer cruce que existe por el lado este. El guardia declara que no se movió de su puesto ni un instante, y está seguro de que ni el hombre ni el niño pudieron pasar por allí sin que él los viera. He hablado esta noche con el policía en cuestión, y me ha parecido una persona de absoluta confianza. Con eso queda descartado este camino. Pasemos a ocuparnos del otro. Aquí hay una fonda, «El Toro Rojo», cuya propietaria estaba enferma. Había hecho llamar al médico de Mackleton, pero éste no llegó hasta por la mañana, porque estaba ocupado con otro caso. La gente de la fonda pasó toda la noche en vela, aguardando su llegada, y parece que en todo momento había alguien vigilando la carretera. También ellos han declarado que no pasó nadie. Si hemos de creer en su declaración, podemos descartar también el lado oeste, y estamos en condiciones de asegurar que los fugitivos no utilizaron para nada la carretera.

—¿Y la bicicleta, qué? —objeté.

—Eso es. Ahora llegaremos a la bicicleta. Continuemos nuestro razonamiento: si estas personas no se marcharon por la carretera, tuvieron que ir campo a través, hacia el norte o hacia el sur del colegio. De eso no cabe duda. Consideremos las dos posibilidades. Al sur del colegio, como puede ver, hay una gran extensión de tierra cultivable, dividida en campos pequeños, separados por tapias de piedra. Por ahí hay que reconocer que la bicicleta no sirve para nada. Podemos descartar la idea. Veamos ahora el terreno que hay al Norte. Aquí tenemos una arboleda, señalada en el mapa como Ragged Shaw, más allá de la cual comienza un extenso páramo, Lower Gill Moor, que se prolonga unas diez millas con una pendiente gradual hacia arriba. Aquí, a un lado de esta desolación, está la mansión Holdernesse, a diez millas de distancia por carretera, pero sólo a seis atravesando el páramo. Toda esta llanura es tremendamente árida. Hay unos pocos granjeros que tienen arrendadas pequeñas parcelas en el páramo, donde crían ovejas y vacas. Exceptuándolos a ellos, los únicos habitantes que uno encuentra hasta llegar a la carretera de Chesterfield son chorlitos y zarapitos. Aquí, como ve, hay una iglesia, unas pocas granjas y otra posada. Más allá comienzan a empinarse las montañas. Así pues, nuestra investigación debe dirigirse hacia aquí, hacia el Norte.

—¿Y la bicicleta, qué? —insistí.

—¡Ya va, ya va! —dijo Holmes con impaciencia—. Un buen ciclista no necesita carreteras. Hay muchos senderos que atraviesan el páramo, y esa noche había luna llena. ¡Caramba! ¿Qué pasa?

Alguien llamaba frenéticamente a la puerta, y un instante después el doctor Huxtable había entrado en la habitación. Traía en la mano una gorra azul de bicicleta, con una insignia blanca en lo alto.

—¡Al fin tenemos una pista! —exclamó—. ¡Gracias al cielo, por fin hemos encontrado el rastro del pobre chico! ¡Esta es su gorra!

—¿Dónde la encontraron?

—En el carromato de unos gitanos que habían acampado en el páramo. Se marcharon el martes. Hoy los localizó la policía, que registró la caravana y encontró esto.

—¿Qué explicación dieron?

—Evasivas y mentiras... Dicen que la encontraron en el páramo el martes por la mañana. ¡Los muy canallas saben dónde está el chico! Gracias a Dios, están a buen recaudo, guardados bajo siete llaves. El miedo a la justicia o la bolsa del duque acabarán por hacerles soltar todo lo que saben.

—De momento, no está mal —dijo Holmes cuando el doctor salió por fin de la habitación—. Por lo menos, concuerda con la teoría de que es por el lado del páramo donde podemos esperar obtener resultados. La verdad es que la policía de aquí no ha hecho nada, aparte de detener a esos gitanos. ¡Mire aquí, Watson! Hay una corriente de agua que atraviesa el páramo. Aquí la tiene, marcada en el mapa. En algunas partes se ensancha, formando una ciénaga. Con este tiempo tan seco sería inútil buscar huellas en cualquier otro sitio; pero aquí sí que es posible que haya quedado algún rastro. Vendré a despertarlo mañana temprano y veremos si entre usted y yo podemos arrojar alguna luz sobre este misterio.

Apenas había amanecido cuando me desperté, descubriendo junto a mi cama la figura alta y delgada de Holmes. Estaba completamente vestido y, al parecer, ya había salido.

—Ya he visto el césped y el cobertizo de las bicicletas —dijo—. También he dado un paseo por la arboleda de Ragged Shaw. Y ahora, Watson, tenemos servido chocolate en el cuarto de al lado. Debo rogarle que se dé prisa, porque nos aguarda un gran día.

Le brillaban los ojos y tenía las mejillas coloreadas por la excitación con la que un maestro artesano contempla la tarea preparada ante él. Aquel Holmes activo y despierto era un hombre muy diferente del soñador pálido e introspectivo de Baker Street. Al mirar su elástica figura, que irradiaba energía nerviosa, tuve la sensación de que, en efecto, nos aguardaba un día agotador.

Y sin embargo, comenzó con una terrible decepción. Nos adentramos llenos de esperanza en la turba color canela del páramo, surcada por millares de senderos de ovejas, hasta llegar a la ancha franja de color verde claro correspondiente a la ciénaga que se extendía entre nosotros y Holdernesse. Indudablemente, si el muchacho se hubiera dirigido a su casa, habría pasado por allí, y no habría podido pasar sin dejar huellas. Pero no se veía ni rastro de él ni del alemán. Mi amigo recorrió los bordes de la ciénaga con expresión abatida, inspeccionando con ansiedad cada mancha de barro en el musgo que cubría el suelo. Abundaban las huellas de ovejas, y varias millas más abajo encontramos también huellas de vacas. Nada más.

—Chasco número uno —dijo Holmes, mirando con expresión abatida la ondulante extensión de páramo—. Allí abajo hay otra ciénaga, con un estrecho cuello entre las dos. ¡Caramba, caramba, caramba! ¿Qué tenemos aquí?

Habíamos llegado a un corto y negro tramo de sendero, en cuyo centro, perfectamente impresa sobre la tierra húmeda, se veía la huella de una bicicleta.

—¡Hurra! —exclamé—. ¡Ya lo tenemos!

Pero Holmes estaba sacudiendo la cabeza y su expresión, más que de alegría; era de desconcierto y curiosidad.

—Una bicicleta, desde luego, pero no la bicicleta —dijo—. Conozco a la perfección cuarenta y dos huellas de neumáticos diferentes. Esta, como puede ver, es de un Dunlop con un parche en la parte de fuera. La bicicleta de Heidegger llevaba neumáticos Palmer, que dejan una huella con franjas longitudinales. Aveling, el profesor de matemáticas, estaba seguro de eso. Por tanto, no son las huellas de Heidegger.

—¿Las del niño, entonces?

—Podría ser, si pudiéramos demostrar que disponía de una bicicleta. Pero en este aspecto hemos fracasado por completo. Esta huella, como puede usted ver, la ha dejado un ciclista que venía desde la zona del colegio.

—O que iba hacia allí.

—No, no, querido Watson. La impresión más profunda es, naturalmente, la de la rueda de atrás, que es donde se apoya el peso del cuerpo. Fíjese en que en varios puntos ha pasado por encima de la huella de la rueda delantera, que es menos profunda, borrándola. No cabe duda de que venía del colegio.
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Puede que esto tenga relación con nuestra investigación y puede que no, pero lo primero que vamos a hacer es seguir esta huella hacia atrás. Así lo hicimos, pero a los pocos cientos de metros salimos de la zona pantanosa del páramo y perdimos la pista. Recorrimos el sendero en dirección inversa y encontramos otro punto por donde lo atravesaba un arroyo. Allí volvimos a descubrir las huellas de la bicicleta, aunque casi borradas por las pezuñas de las vacas. Más allá no se veía ni rastro, pero el sendero penetraba en el bosque de Ragged Shaw, situado detrás del colegio. De este bosque tenía que haber salido la bicicleta. Holmes se sentó sobre una piedra y apoyó la barbilla en las manos. Antes de que volviera a moverse, yo ya me había fumado dos cigarrillos.

—Bien, bien —dijo por fin—. Desde luego, entra dentro de lo posible que un hombre astuto cambie los neumáticos de su bicicleta para dejar huellas diferentes. Un delincuente al que se le ocurriera esto sería un hombre con el que me sentiría orgulloso de medirme. Dejaremos pendiente esta cuestión y volveremos a nuestra ciénaga, porque hemos dejado mucho sin explorar.

Continuamos nuestra sistemática inspección de las orillas de la zona cenagosa del páramo, y nuestra perseverancia no tardó en verse magníficamente recompensada. Un sendero embarrado cruzaba la parte baja de la ciénaga. Al acercarnos a él, Holmes dejó escapar un grito de alegría. Es su mismo centro se veía una huella que parecía un fino haz de cables de telégrafo. Era el neumático Palmer.

—¡Aquí sí que tenemos a Herr Heidegger! —exclamó Holmes, radiante de júbilo—. Parece, Watson, que mi razonamiento ha estado bastante acertado.

—Le felicito.

—Pero aún nos queda mucho camino por andar. Haga el favor de salirse del sendero. Y ahora, sigamos la pista. Me temo que no nos llevará muy lejos.

Sin embargo, según avanzábamos, descubrimos que en aquella parte del páramo abundaban las zonas blandas, y aunque perdíamos la pista con frecuencia, siempre conseguíamos encontrarla de nuevo.

—¿Se fija usted —dijo Holmes— en que el ciclista está apretando la marcha de manera inequívoca? No cabe ninguna duda. Fíjese aquí, donde las dos huellas se ven con claridad. Están las dos igual de marcadas. Eso sólo puede significar que el ciclista está doblado sobre el manillar, como en una carrera de velocidad. ¡Por Júpiter! ¡Se ha caído!

Un manchón de forma irregular cubría algunos metros de sendero. Más allá había unas pocas pisadas y luego reaparecían los neumáticos.

—Un patinazo de costado —aventuré.

Holmes recogió una rama aplastada de tojo en flor. Observé horrorizado que las flores amarillas estaban todas manchadas de sangre. También en el sendero y entre los brezos se veían manchas de sangre coagulada.

—¡Mala cosa! —dijo Holmes—. ¡Mala cosa! ¡Apártese, Watson! ¡No quiero pisadas innecesarias! ¿Qué sacamos de aquí? Cayó herido, se levantó, volvió a montar y siguió su camino. Pero no se ve ninguna otra huella. Sí, por aquí ha pasado ganado. ¿No le habrá corneado un toro? ¡Imposible! Pero no se ve ninguna otra clase de huellas. Sigamos adelante, Watson. Ahora que tenemos manchas de sangre además de las huellas de neumáticos, no es posible que se nos escape.

No tuvimos que buscar mucho. Las huellas de la bicicleta empezaron a describir fantásticas curvas sobre el sendero húmedo y brillante. De pronto, al mirar hacia adelante, distinguí un brillo metálico entre los espesos arbustos, de donde sacamos una bicicleta, con neumáticos Palmer, un pedal doblado y toda la parte delantera espantosamente manchada y embadurnada de sangre. Por el otro lado de los arbustos asomaba un zapato. Dimos corriendo la vuelta al matorral y allí encontramos al desdichado ciclista. Era un hombre alto, con barba poblada y gafas, uno de cuyos cristales se había desprendido. La causa de su muerte había sido un terrible golpe en la cabeza que le había aplastado el cráneo. El hecho de que hubiera sido capaz de seguir adelante después de recibir semejante herida decía mucho de la vitalidad y el valor de aquel hombre. Llevaba zapatos, pero no calcetines, y bajo su chaqueta desabrochada se veía una camisa de noche. Sin duda alguna, se trataba del profesor alemán.

Holmes dio la vuelta al cuerpo con respeto y lo examinó con gran atención. Después permaneció bastante tiempo sentado, sumido en profundas reflexiones, y de su frente arrugada pude deducir que, en su opinión, aquel macabro descubrimiento no nos había hecho avanzar gran cosa en nuestra investigación.

—Es un poco difícil decir qué hacer ahora, Watson —dijo por fin—. Si fuera por mí, seguiríamos adelante con nuestra investigación, porque ya hemos perdido tanto tiempo que no podemos perder ni una hora más. Sin embargo, nuestra obligación es informar a la policía de este descubrimiento y procurar que el cuerpo de este pobre hombre reciba las atenciones debidas.

—Yo podría llevar una nota.

—Pero es que necesito su compañía y su ayuda. ¡Un momento! Allá lejos hay un tipo cortando turba. Hágalo venir aquí y él traerá a la policía.

Fui a buscar al campesino y Holmes lo envió, muerto del susto, con una nota para el doctor Huxtable.

—Y ahora, Watson —dijo—, esta mañana hemos encontrado dos pistas. Una, la de la bicicleta con los neumáticos Palmer, que ya hemos visto a dónde lleva. Otra, la de la bicicleta con el neumático Dunlop parcheado. Antes de ponernos a investigar ésa, hagamos balance de lo que sabemos para tratar de sacarle el máximo partido y poder separar lo esencial de lo accidental. En primer lugar, quiero que quede bien claro para usted que el muchacho se marchó, sin duda alguna, por su propia voluntad. Se descolgó por la ventana y se largó, solo o acompañado. De eso no cabe la menor duda.

Asentí con la cabeza.

—Muy bien, pasemos ahora a este desdichado profesor alemán. El chico estaba completamente vestido cuando huyó. Pero el alemán salió sin calcetines. Está claro que tuvo que actuar con mucha precipitación.

—No cabe duda.

—¿Por qué salió? Porque presenció la fuga del chico desde la ventana de su dormitorio. Porque quería alcanzarlo y hacerle volver. Montó en su bicicleta, salió en persecución del muchacho y, persiguiéndolo, encontró la muerte.

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