Read El regreso de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—Sí —dijo Holmes—. Creo que las dos inferencias son aceptables. ¿Había algún otro licor en la habitación aparte del ron?
—Sí, encima del cofre de marino había un botellero con brandy y whisky; pero no tiene interés para nosotros, porque las frascas estaban llenas y, por tanto, no se habían usado.
—Aun así, su presencia tiene algún significado —dijo Holmes—. Sin embargo, oigamos algo más acerca de los objetos que, según usted, parecen guardar relación con el caso.
—Tenemos la petaca de tabaco, que estaba encima de la mesa.
—¿En qué parte de la mesa?
—En el centro. Era de piel de foca, piel áspera con pelo tieso, con una correíta de cuero para cerrarla. En la parte de dentro tenía las iniciales «P.C.». Contenía una media onza de tabaco fuerte de marinero.
—¡Excelente! ¿Qué más?
Stanley Hopkins sacó del bolsillo un cuaderno de notas con tapas grisáceas muy gastadas y hojas descoloridas. En la primera página estaban escritas las iniciales «J.H.N.» y la fecha «1883». Holmes lo puso sobre la mesa y lo examinó con su minuciosidad habitual, mientras Hopkins y yo mirábamos, cada uno por encima de sus hombros. La segunda página llevaba estampadas las iniciales «C.P.R.», y a continuación venían varias hojas llenas de números. Había un encabezamiento que decía «Argentina», otro «Costa Rica» y otro «San Paulo», todos ellos seguidos por páginas llenas de signos y cifras.
—¿Qué le dice a usted esto? —preguntó Holmes.
—Parecen ser listas de valores de Bolsa. Es posible que «J.H.N.» sean las iniciales de un corredor de Bolsa, y «C.P.R.» las de su cliente.
—¿Y qué opina de «Canadian Pacific Railway»? —dijo Holmes.
Stanley Hopkins soltó un taco entre dientes y se golpeó el muslo con el puño cerrado.
—¡Qué estúpido he sido! —exclamó—. ¡Claro que es lo que usted dice! Ahora sólo nos quedan por descifrar las iniciales «J.H.N.». Ya he examinado las listas antiguas de la Bolsa, pero no he encontrado ningún corredor, ni de los oficiales ni de los de fuera, cuyas iniciales coincidan con ésas. Sin embargo, tengo la impresión de que esta es la pista más importante con la que cuento. Reconocerá usted, señor Holmes, que existe la posibilidad de que estas iniciales correspondan a la otra persona allí presente..., es decir, al asesino. Insisto, además, en que la aparición en el caso de un documento referente a grandes cantidades de acciones de gran valor nos proporciona la primera indicación de un posible móvil para el crimen.
El rostro de Sherlock Holmes revelaba que este nuevo giro del asunto le había desconcertado por completo.
—Tengo que admitir esos dos argumentos suyos —dijo—. Confieso que este cuaderno, que no se mencionaba en el informe, modifica cualquier opinión que yo me pudiera haber formado. Había elaborado ya una teoría sobre el crimen en la que esto no tiene cabida. ¿Se ha molestado usted en seguir la pista a alguno de los valores que aquí se mencionan?
—Se está investigando en las oficinas, pero me temo que las listas completas de los accionistas de estos valores sudamericanos estén en Sudamérica, y tardaremos varias semanas en seguir la pista de las acciones.
Holmes había estado examinando con su lupa las tapas del cuaderno.
—Parece que aquí hay una mancha de color —dijo.
—Sí, señor, es una mancha de sangre. Ya le he dicho que recogí el cuaderno del suelo.
—¿La mancha estaba encima o debajo?
—Por el lado del suelo.
—Lo cual, naturalmente, demuestra que el cuaderno cayó al suelo después de cometerse el crimen.
—Exacto, señor Holmes. Me di cuenta de ese detalle y supuse que se le caería al asesino cuando éste huyó precipitadamente. Estaba muy cerca de la puerta.
—Supongo que no se habrá encontrado ninguna de estas acciones entre las propiedades del difunto.
—No, señor.
—¿Tiene alguna razón para sospechar que el móvil fue el robo?
—No, señor. No parece que hayan tocado nada.
—Caramba, caramba, sí que es un caso interesante. Había también un cuchillo, ¿no es así?
—Un cuchillo metido en su vaina. Se encontraba caído a los pies de la víctima. La señora Carey lo ha identificado como perteneciente a su esposo.
Holmes se sumió en reflexiones durante un buen rato.
—Bueno —dijo por fin—, supongo que tendré que acercarme a echar un vistazo.
Stanley Hopkins soltó una exclamación de alegría.
—Gracias, señor. No sabe el peso que me quita de encima.
Holmes amonestó al inspector con el dedo.
—La tarea habría resultado más sencilla hace una semana —dijo—. Pero, aun ahora, puede que mi visita no sea del todo infructuosa. Si dispone usted de tiempo, Watson, me gustaría mucho que me acompañara. Haga el favor de llamar un coche, Hopkins; estaremos listos para salir hacia Forest Row en un cuarto de hora.
Tras apearnos en una pequeña estación junto a la carretera, recorrimos en coche varias millas a través de lo que quedaba de un extenso bosque que en otro tiempo formó parte de la gran selva que durante tanto tiempo mantuvo a raya a los invasores sajones: la impenetrable región arbolada, que fue durante sesenta años el baluarte de Gran Bretaña. Se habían talado grandes extensiones, ya que en esta zona se instalaron las primeras fundiciones de hierro del país, los árboles se utilizaron como leña para fundir el mineral. En la actualidad, los ricos yacimientos del Norte han absorbido esta industria, y sólo los bosques arrasados y las grandes cicatrices de la tierra dan testimonio del pasado. En un claro que se abría en la verde ladera de una colina se alzaba una casa de piedra baja y alargada, a la que se llegaba por un sendero curvo que atravesaba el terreno. Más cerca de la carretera, rodeada de arbustos por tres de sus lados, había una pequeña cabaña con la puerta y una ventana orientadas en nuestra dirección. Aquel era el lugar del crimen.
Stanley Hopkins nos condujo primero a la casa, donde nos presentó a una mujer ojerosa, de cabellos grises: la viuda del hombre asesinado, cuyo rostro demacrado y surcado por profundas arrugas, con una furtiva mirada de terror en el fondo de sus ojos enrojecidos, revelaba los años de sufrimiento y malos tratos que había soportado. Con ella se encontraba su hija, una muchacha rubia y pálida, cuyos ojos llamearon desafiantes al decirnos que se alegraba de que su padre hubiera muerto y que bendecía la mano que lo había abatido. Peter Carey el Negro se había creado un ambiente doméstico terrible, y sentimos verdadero alivio al salir de nuevo a la luz del sol y recorrer el sendero que los pies del difunto habían ido abriendo a través de los campos. La cabaña era una construcción de lo más sencillo, con paredes de madera, tejado a un agua, una ventana junto a la puerta y otra en el lado contrario. Stanley Hopkins sacó la llave del bolsillo, y se había inclinado hacia la cerradura cuando de pronto se detuvo, con una expresión de curiosidad y sorpresa en el rostro.
—Alguien ha estado manipulando esto —dijo.
No cabía la menor duda: la madera estaba rayada y las rayas estaban blancas por debajo de la pintura, como si se hubieran hecho un momento antes. Holmes había estado inspeccionando la ventana.
—También han intentado forzarla. Pero quien fuera no consiguió entrar. Tiene que haber sido un ladrón muy torpe.
—Esto es muy sorprendente —dijo el inspector—. Podría jurar que estas marcas no estaban ayer por la tarde.
—Puede haber sido algún curioso del pueblo —sugerí.
—No lo creo. Muy pocos se atreverían a poner el pie en este terreno, y mucho menos a intentar forzar la entrada de la cabaña. ¿Qué opina de esto, señor Holmes?
—Opino que la suerte nos ha sido muy propicia.
—¿Quiere decir que esta persona volverá?
—Es muy probable. Vino esperando encontrar la puerta abierta. Trató de forzarla con la hoja de una navajita de bolsillo y no lo consiguió. ¿Qué va a hacer a continuación?
—Volver a la noche siguiente con una herramienta más eficaz.
—Eso me parece a mí. Sería un fallo por nuestra parte no estar aquí para recibirlo. Mientras tanto, déjeme ver el interior de la cabaña.
Se habían borrado las huellas de la tragedia, pero el mobiliario de la pequeña habitación seguía igual que la noche del crimen. Durante dos horas, Holmes examinó con la máxima concentración todos los objetos, uno por uno, pero al final su expresión demostraba que la búsqueda no había dado frutos. Sólo una vez hizo una pausa en su concienzuda investigación.
—¿Ha sacado algo de este estante, Hopkins?
—No; no he tocado nada.
—Se han llevado algo. En la esquina del estante hay menos polvo que en el resto. Puede haber sido un libro que estaba tumbado. O una caja. En fin, no puedo hacer más. Demos un paseo por este hermoso bosque, Watson, y dediquemos unas horas a los pájaros y a las flores. Nos reuniremos aquí mismo más tarde, Hopkins, y veremos si podemos entablar contacto con el caballero que vino de visita anoche.
Eran más de las once cuando tendimos nuestra pequeña emboscada. Hopkins era partidario de dejar abierta la puerta de la cabaña, pero Holmes opinaba que aquello despertaría las sospechas del intruso. La cerradura era de las más sencillas, y bastaba con un cuchillo fuerte para hacerla saltar. Además, Holmes propuso que no aguardáramos dentro de la cabaña, sino fuera, entre los arbustos que crecían en torno a la ventana del fondo. De este modo podríamos observar a nuestro hombre si éste encendía la luz y descubrir cuál era el objeto de su furtiva visita nocturna.
Fue una guardia larga y melancólica, pero aun así sentimos algo de la emoción que experimenta el cazador cuando acecha junto a la charca de agua, en espera de la llegada de la fiera sedienta. ¿Qué clase de bestia salvaje podía caer sobre nosotros desde la oscuridad? ¿Sería un feroz tigre del crimen, al que sólo podríamos capturar tras dura lucha con uñas y dientes, o resultaría ser un taimado chacal, peligroso tan sólo para los débiles y descuidados? Permanecimos agazapados en absoluto silencio entre los arbustos, esperando que llegara lo que pudiera llegar. Al principio, los pasos de algunos aldeanos rezagados o el sonido de voces procedentes de la aldea entretenían nuestra espera; pero, poco a poco, estas interrupciones se fueron extinguiendo, y quedamos envueltos en un silencio absoluto, con la excepción de las campanas de la lejana iglesia, que nos informaban del avance de la noche, y del repiqueteo de una fina lluvia que caía entre el follaje que nos cobijaba.
Acababan de sonar las dos y media, en las horas más oscuras que preceden al amanecer, cuando todos nos sobresaltamos al oír un ligero pero inconfundible chasquido procedente de la puerta de la finca. Alguien había entrado en el sendero. De nuevo se hizo un largo silencio, y yo empezaba a temer que hubiera sido una falsa alarma, cuando oímos pasos sigilosos al otro lado de la cabaña, seguidos al instante por roces y chasquidos metálicos. ¡El desconocido trataba de forzar la cerradura! Esta vez fue más hábil o contaba con un instrumento mejor, porque se oyó un brusco chasquido y el chirriar de las bisagras. Luego se encendió una cerilla, y un instante después la firme llama de una vela iluminaba el interior de la cabaña. Nuestros ojos se clavaron, a través de los visillos de gasa, en la escena que se desarrollaba dentro.
El visitante nocturno era un hombre joven, delgado y frágil, con un bigote negro que acentuaba la palidez mortal de su rostro. No podía tener mucho más de veinte años. Jamás he visto un ser humano que diera tan patéticas muestras de miedo: le castañeteaban los dientes y temblaba de pies a cabeza. Iba vestido como un caballero, con chaqueta Norfolk y pantalones de media pierna, y se tocaba con una gorra de paño. Le vimos mirar en torno suyo con ojos asustados. A continuación colocó el cabo de vela sobre la mesa y desapareció de nuestra vista, hacia uno de los rincones. Reapareció con un libro voluminoso, uno de los cuadernos de bitácora alineados sobre los estantes, se apoyó en la mesa y fue pasando hojas rápidamente hasta encontrar la anotación que buscaba. Entonces hizo un gesto iracundo con el puño, cerró el libro, volvió a colocarlo en el rincón y apagó la luz. Apenas había dado media vuelta para salir de la cabaña, cuando la mano de Hopkins cayó sobre su cuello y pude oír el fuerte gemido de espanto que el individuo dejó escapar al comprender que estaba atrapado. Se encendió de nuevo la vela y contemplamos a nuestro miserable prisionero, tembloroso y encogido en manos del policía. Se dejó caer sobre el cofre de marino y nos miró uno a uno con expresión de desamparo.
—Y ahora, querido amigo —dijo Stanley Hopkins—, ¿quién es usted y qué busca aquí?
El hombre se recompuso y se enfrentó a nosotros, esforzándose por mantener la serenidad.
—Son ustedes policías, ¿verdad? —dijo—. Y creen que estoy complicado en la muerte del capitán Peter Carey. Les aseguro que soy inocente.
—Eso ya lo veremos —dijo Hopkins—. En primer lugar, ¿cómo se llama usted?
—John Hopley Neligan.
Vi que Holmes y Hopkins intercambiaban una rápida mirada.
—¿Qué está usted haciendo aquí?
—¿Puedo hablar confidencialmente?
—No, desde luego que no.
—¿Y por qué iba a decírselo?
—Si no tiene respuesta, puede pasarlo muy mal en el juicio.
El joven se estremeció.
—Está bien, se lo diré. ¿Por qué no habría de hacerlo? Aunque me repugna la idea de que el viejo escándalo vuelva a salir a la luz. ¿Han oído hablar de Dawson & Neligan?
Por la expresión de Hopkins, me di cuenta de que él conocía el nombre; pero Holmes mostró un vivo interés.
—¿Se refiere usted a los banqueros del West Country? —dijo—. Se declararon en quiebra dejando a deber un millón, arruinando a la mitad de las familias del condado de Cornualles, y Neligan desapareció.
—Exacto. Neligan era mi padre.
Por fin estábamos llegando a algo concreto, aunque todavía parecía existir un largo trecho de distancia entre un banquero fugitivo y el capitán Peter Carey, clavado a la pared con uno de sus propios arpones. Todos escuchamos con la máxima atención las palabras del joven.
—Mi padre era el verdadero responsable. Dawson estaba ya retirado. Yo sólo tenía diez años por entonces, pero era lo bastante mayor para sentir la vergüenza y el horror del asunto. Siempre se ha dicho que mi padre robó todas las acciones y huyó, pero no es verdad. El creía que si le daban tiempo para negociarlas todo iría bien y se podría pagar a todos los acreedores. Zarpó rumbo a Noruega en su yatecito justo antes de que se dictara su orden de detención. Aún me acuerdo de aquella última noche, cuando se despidió de mi madre. Nos dejó una lista de valores que se llevaba y juró que regresaría con su honor reparado y que ninguno de los que habían confiado en él saldría perjudicado. Pero ya no se volvió a saber nada de él. Tanto él como el yate desaparecieron por completo. Mi madre y yo creímos que ambos estaban en el fondo del mar, junto con las acciones que se había llevado. Sin embargo, teníamos un amigo de confianza que se dedica a los negocios y que descubrió hace algún tiempo que algunos de los valores que se llevó mi padre habían reaparecido en el mercado de Londres. Pueden ustedes imaginarse nuestro asombro. Me pasé meses intentando seguirles la pista, y por fin, tras muchas decepciones y dificultades, descubrí que el vendedor original había sido el capitán Peter Carey, propietario de esta choza.