El regreso de Sherlock Holmes (36 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—¿Ah, sí? Esto arroja una nueva luz sobre el asunto. Lord Mount-James es uno de los hombres más ricos de toda Inglaterra.

—Eso he oído decir a Godfrey.

—¿Y su amigo es pariente próximo?

—Sí, es su heredero, y el viejo ya tiene casi ochenta años... y además está podrido de la gota. Dicen que podría darle tiza al taco de billar con los nudillos. Jamás en su vida le dio a Godfrey un chelín, porque es un avaro sin remisión, pero cualquier día lo recibirá todo de golpe.

—¿Ha recibido contestación de lord Mount-James?

—No.

—¿Qué motivo podría tener su amigo para ir a casa de lord Mount-James?

—Bueno, algo le tenía preocupado la noche anterior, y si se trataba de un asunto de dinero, es posible que recurriera a su pariente más próximo, que tiene tanto; aunque, por lo que yo he oído, tenía bien pocas posibilidades de sacarle algo. Godfrey no se llevaba muy bien con el viejo, y no iría a verlo si pudiera evitarlo.

—Bien, eso lo aclararemos pronto. Pero aun suponiendo que fuera a ver a su pariente lord Mount-James, todavía tiene usted que explicar la visita de ese individuo patibulario a una hora tan intempestiva y la agitación que provocó su llegada.

Cyril Overton se apretó la cabeza con las manos.

—¡No se me ocurre ninguna explicación! —exclamó.

—Bien, bien, tengo el día libre y será un placer echarle un vistazo al asunto —dijo Holmes—. Le recomiendo encarecidamente que haga usted sus preparativos para el partido sin contar con este joven caballero. Como usted bien dice, tiene que haber surgido una necesidad ineludible para que se marchara de esa forma, y lo más probable es que esa misma necesidad lo mantenga alejado. Vamos a acercarnos juntos al hotel y veremos si el portero puede arrojar alguna luz sobre el asunto.

Sherlock Holmes era un maestro consumado en el arte de conseguir que un testigo humilde se sintiera cómodo, y tardó muy poco, en la intimidad de la habitación abandonada de Godfrey Staunton, en sacarle al portero todo lo que éste tenía que decir. El visitante de la noche anterior no era un caballero, y tampoco un trabajador. Era, sencillamente, lo que el portero describía como «un tipo vulgar»; un hombre de unos cincuenta años, barba entrecana y rostro pálido, vestido con discreción. También él parecía nervioso; el portero había observado que le temblaba la mano cuando entregó la carta. Godfrey Staunton se había guardado la carta en el bolsillo. No le había dado la mano al hombre al encontrarlo en el vestíbulo. Habían intercambiado unas pocas frases, de las que el portero sólo llegó a distinguir la palabra «tiempo». Luego se habían marchado a toda prisa, de la manera ya descrita. Eran exactamente las diez y media en el reloj del vestíbulo.

—Vamos a ver —dijo Holmes, sentándose en la cama de Staunton—. Usted es el portero de día, ¿no es así?

—Sí, señor; acabo mi turno a las once.

—Supongo que el portero de noche no vería nada.

—No, señor; de madrugada llegó un grupo que venía del teatro, pero nadie más.

—¿Estuvo usted de servicio todo el día de ayer?

—Sí, señor.

—¿Llevó usted algún mensaje al señor Staunton?

—Sí, señor; un telegrama.

—¡Ah! Eso es interesante. ¿A qué hora?

—A eso de las seis.

—¿Dónde estaba el señor Staunton cuando lo recibió?

—Aquí, en su habitación.

—¿Se encontraba usted presente cuando lo abrió?

—Sí, señor; me quedé a esperar por si había contestación.

—¿Y qué? ¿La hubo?

—Sí, señor; escribió una respuesta.

—¿Se hizo usted cargo de ella?

—No. La llevó él mismo.

—¿Pero la escribió en su presencia?

—Sí, señor. Yo me quedé junto a la puerta, y él escribió en esa mesa, vuelto de espaldas. Al terminar de escribir, dijo: «Muy bien, portero; ya lo llevaré yo mismo».

—¿Qué utilizó para escribir?

—Una pluma, señor.

—¿Utilizó un impreso de esos que hay sobre la mesa?

—Sí, señor; el de encima.

Holmes se levantó, tomó los impresos para telegramas, los acercó a la ventana y examinó con mucha atención el que estaba encima del montón.

—Es una pena que no escribiera con lápiz —dijo por fin, dejándolos en su sitio con un resignado encogimiento de hombros—. Como sin duda habrá observado con frecuencia, Watson, la escritura suele quedar marcada a través del papel, un fenómeno que ha ocasionado la disolución de más de un feliz matrimonio. Pero aquí no ha quedado ni rastro. No obstante, me complace advertir que escribió con una plumilla de punta ancha, así que estoy casi convencido de que encontraremos alguna impresión en este secante. ¡Ajá, seguro que es esto!

Arrancó una tira de papel secante y nos mostró el siguiente jeroglífico:

—¡Póngalo frente al espejo! —exclamó Cyril Overton, muy excitado.

—No hace falta —dijo Holmes—. El papel es fino y podremos leer el mensaje en el reverso. Aquí está.

Dio la vuelta al papel y leímos esto:

—Así que esto es el final del telegrama que Godfrey Staunton envió pocas horas antes de su desaparición. Nos faltan por lo menos seis palabras del mensaje, pero lo que queda..., «No nos abandone, por amor de Dios»..., demuestra que este joven sentía la inminencia de un formidable peligro, del que alguien podía protegerle. ¡Fíjense que dice nos! Luego existe otra persona afectada. ¿Quién podría ser sino ese hombre pálido y barbudo que parecía tan nervioso? ¿Qué relación existe entre Godfrey Staunton y el barbudo? ¿Y quién es esta tercera persona a la que ambos piden ayuda contra el peligro inminente? Nuestra investigación ha quedado ya concretada en eso.

—No tenemos más que averiguar a quién iba dirigido ese telegrama —sugerí yo.

—Exacto, mi querido Watson. Su idea, con ser tan profunda, ya se me había pasado por la cabeza. Pero tal vez no se haya parado usted a pensar que, si se presenta en una oficina de Telégrafos y pide que le enseñen el resguardo de un telegrama enviado por otra persona, puede que los funcionarios no se muestren demasiado dispuestos a complacerle. ¡Hay tanto tiquismiquis en este tipo de cosas!. Sin embargo, no me cabe duda alguna de que con un poco de delicadeza y mano izquierda se podría conseguir. Mientras tanto, señor Overton, me gustaría inspeccionar en su presencia esos papeles que hay encima de la mesa.

Había una cierta cantidad de cartas, facturas y cuadernos de notas, que Holmes examinó uno por uno, con dedos ágiles y nerviosos y ojos rápidos y penetrantes.

—Nada por aquí —dijo por fin—. A propósito, supongo que su amigo era un joven saludable. ¿No sabe si tenía algún problema?

—Estaba hecho un toro.

—¿Le ha visto alguna vez enfermo?

—Ni un solo día. Una vez tuvo que guardar reposo a causa de una patada, y otra vez se dislocó la rótula, pero eso no es nada.

—Puede que no estuviera tan fuerte como usted supone. Me siento inclinado a pensar que tenía algún problema secreto. Con su permiso, me voy a guardar uno o dos de estos papeles, por si resultan de utilidad en nuestras futuras pesquisas.

—¡Un momento, un momento! —exclamó una voz quejumbrosa.

Al volvernos a mirar, vimos a un anciano estrafalario que temblequeaba y se estremecía en el umbral de la puerta. Vestía de riguroso negro, con ropas raídas, sombrero de copa de ala muy ancha y una chalina blanca y floja. El efecto general era el de un párroco de pueblo o un ayudante de funeraria. Sin embargo, a pesar de su aspecto desastrado e incluso absurdo, su voz chirriaba de modo tan agudo y sus modales tenían tal intensidad que resultaba obligado prestarle atención.

—¿Quién es usted, señor, y con qué derecho anda husmeando en los papeles de este caballero? —preguntó.

—Soy detective privado y estoy intentando aclarar su desaparición.

—Ah, ¿conque eso es usted? ¿Y quién le ha autorizado, eh?

—Este caballero, amigo del señor Staunton, vino a verme por recomendación de Scotland Yard.

—¿Quién es usted, señor?

—Soy Cyril Overton.

—Entonces es usted el que me envió el telegrama. Yo soy lord Mount-James. He venido todo lo deprisa que ha querido traerme el ómnibus de Bayswater. ¿De manera que ha contratado usted a un detective?

—Sí, señor.

—¿Y está usted dispuesto a afrontar ese gasto?

—Estoy seguro, señor, de que mi amigo Godfrey responderá de ello en cuanto lo encontremos.

—¿Y si no lo encuentran? ¿Eh? ¡Contésteme a eso!

—En tal caso, seguro que su familia...

—¡De eso nada, señor mío! —chilló el hombrecillo—. ¡A mí no me pida ni un penique! ¡Ni un penique! ¿Se entera usted, señor detective? Este muchacho no tiene más familia que yo, y yo le digo que no me hago responsable. Si tiene alguna aspiración a heredar se debe al hecho de que yo jamás he malgastado el dinero, y no tengo intención de empezar ahora. En cuanto a esos papeles con los que tantas libertades se toma, le advierto que si hay entre ellos algo de valor, tendrá usted que responder puntualmente de lo que haga con ellos.

—Muy bien, señor —respondió Sherlock Holmes—. Mientras tanto, ¿puedo preguntar si tiene usted alguna teoría que explique la desaparición del joven?

—No, señor, no la tengo. Tiene ya edad y tamaño suficientes para cuidar de sí mismo, y si es tan imbécil que se pierde, me niego por completo a aceptar la responsabilidad de buscarlo.

—Me doy perfecta cuenta de su posición —dijo Holmes, con un brillo malicioso en los ojos—. Pero tal vez usted no comprenda bien la mía. Según parece, este Godfrey Staunton carece de medios económicos. Si lo han secuestrado, no puede haber sido por algo que él posea. La fama de sus riquezas, lord Mount-James, se ha extendido más allá de nuestras fronteras, y es muy posible que una banda de ladrones se haya apoderado de su sobrino con el fin de sacarle información acerca de su casa, sus costumbres y sus tesoros.

El rostro de nuestro menudo y antipático visitante se volvió tan blanco como su chalina.

—¡Cielos, caballero, qué idea! ¡Jamás se me habría ocurrido semejante canallada! ¡Qué gentuza tan inhumana hay en el mundo! Pero Godfrey es un buen muchacho, un chico de fiar...; por nada del mundo traicionaría a su viejo tío. Haré trasladar toda la plata al banco esta misma tarde. Mientras tanto, señor detective, no escatime esfuerzos. Le ruego que no deje piedra sin remover para recuperarlo sano y salvo. En cuanto a dinero, bueno, siempre puede recurrir a mí, mientras no pase de cinco o, todo lo más, diez libras.

Ni aun después de verse obligado a adoptar esta humilde actitud pudo el avariento aristócrata proporcionarnos alguna información útil, ya que sabía muy poco de la vida privada de su sobrino. Nuestra única pista era el fragmento de telegrama, y Holmes, llevando una copia del mismo en la mano, se puso en marcha dispuesto a encontrar un segundo eslabón para su cadena. Nos habíamos quitado de encima a lord Mount-James, y Overton había ido a discutir con los demás miembros de su equipo la desgracia que les había sobrevenido. A poca distancia del hotel había una oficina de telégrafos. Nos detuvimos a la puerta.

—Vale la pena intentarlo, Watson —dijo Holmes—. Claro que con una orden judicial podríamos exigir ver los resguardos, pero aún no hemos llegado a esos niveles. No creo que se acuerden de las caras en un sitio tan concurrido. Vamos a arriesgarnos.

Se dirigió a la joven situada tras la ventanilla y habló con su tono más dulzón.

—Perdone que la moleste. Ha debido haber algún error en un telegrama que envié ayer. No he recibido respuesta, y mucho me temo que se me olvidara poner mi nombre al final. ¿Podría usted confiarme si fue así?

La muchacha echó mano a una pila de impresos.

—¿A qué hora lo puso?

—Poco después de las seis.

—¿A quién iba dirigido?

Holmes se llevó un dedo a los labios y me lanzó una mirada.

—Las últimas palabras eran «por amor de Dios» —susurró en tono confidencial—. Me tiene muy angustiado el no recibir contestación.

La joven separó uno de los impresos.

—Aquí está. No lleva firma —dijo, alisándolo sobre el mostrador.

—Claro, eso explica que no me hayan respondido —dijo Holmes—. ¡Qué estúpido he sido! Buenos días, señorita, y muchas gracias por haberme quitado esa preocupación.

En cuanto estuvimos de nuevo en la calle, Holmes se echó a reír por lo bajo y se frotó las manos.

—¿Y bien? —pregunté yo.

—Vamos progresando, querido Watson, vamos progresando. Tenía siete planes diferentes para echarle el ojo a ese telegrama, pero no esperaba tener éxito a la primera.

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