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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (31 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—Sí, querido Watson; he solucionado el misterio.

—Pero... ¿qué nuevas pistas ha podido encontrar?

—¡Ah! No en vano me he levantado de la cama a horas tan intempestivas como las seis de la mañana. He invertido dos horas de duro trabajo y he recorrido no menos de cinco millas, pero algo he sacado en limpio. ¡Fíjese en esto!

Extendió la mano, y en la palma tenía tres pequeñas pirámides de masilla negra.

—¡Caramba, Holmes, ayer sólo tenía dos!

—Y esta mañana he conseguido otra. No parece muy aventurado suponer que la fuente de origen del número tres sea la misma que la de los números uno y dos. ¿No cree, Watson? Bueno, pongámonos en marcha y libremos al amigo Soames de su tormento.

Efectivamente, el desdichado profesor se encontraba en un estado nervioso lamentable cuando llegamos a sus habitaciones. En unas pocas horas comenzarían los exámenes, y él todavía vacilaba entre dar a conocer los hechos o permitir que el culpable optase a la sustanciosa beca. Tan grande era su agitación mental que no podía quedarse quieto, y corrió hacia Holmes con las manos extendidas en un gesto de ansiedad.

—¡Gracias a Dios que ha venido! Llegué a temer que se hubiera desentendido del caso. ¿Qué hago? ¿Seguimos adelante con el examen?

—Sí, sí; siga adelante, desde luego.

—Pero... ¿y ese granuja?

—No se presentará.

—¿Sabe usted quién es?

—Creo que sí. Puesto que el asunto no se va a hacer público, tendremos que atribuirnos algunos poderes y decidir por nuestra cuenta, en un pequeño consejo de guerra privado. ¡Colóquese ahí, Soames, haga el favor! ¡Usted ahí, Watson! Yo ocuparé este sillón del centro. Bien, creo que ya parecemos lo bastante impresionantes como para infundir terror en un corazón culpable. ¡Haga el favor de tocar la campanilla!

Bannister acudió a la llamada y reculó con evidente sorpresa y temor ante nuestra pose judicial.

—Haga el favor de cerrar la puerta —dijo Holmes—. Y ahora, Bannister, ¿será tan amable de decirnos la verdad acerca del incidente de ayer?

El hombre se puso pálido hasta las raíces del pelo.

—Se lo he contado todo, señor.

—¿No tiene nada que añadir?

—Nada en absoluto, señor.

—En tal caso, tendré que hacerle unas cuantas sugerencias. Cuando se sentó ayer en ese sillón, ¿no lo haría para esconder algún objeto que habría podido revelar quién estuvo en la habitación?

La cara de Bannister parecía la de un cadáver.

—No, señor; desde luego que no.

—Era sólo una sugerencia —dijo Holmes en tono suave—. Reconozco francamente que no puedo demostrarlo. Pero parece bastante probable si consideramos que en cuanto el señor Soames volvió la espalda usted dejó salir al hombre que estaba escondido en esa alcoba.

Bannister se pasó la lengua por los labios resecos.

—No había ningún hombre.

—¡Qué pena, Bannister! Hasta ahora, podría ser que hubiera dicho la verdad, pero ahora me consta que ha mentido.

El rostro de Bannister adoptó una expresión de huraño desafío.

—No había ningún hombre, señor.

—Vamos, vamos, Bannister.

—No, señor; no había nadie.

—En tal caso, no puede usted proporcionarnos más información. ¿Quiere hacer el favor de quedarse en la habitación? Póngase ahí, junto a la puerta del dormitorio. Ahora, Soames, le voy a pedir que tenga la amabilidad de subir a la habitación del joven Gilchrist y le diga que baje aquí a la suya.

Un minuto después, el profesor regresaba, acompañado del estudiante. Era éste un hombre con una figura espléndida, alto, esbelto y ágil, de paso elástico y con un rostro atractivo y sincero. Sus preocupados ojos azules vagaron de uno a otro de nosotros, y por fin se posaron con una expresión de absoluto desaliento en Bannister, situado en el rincón más alejado.

—Cierre la puerta —dijo Holmes—. Y ahora, señor Gilchrist, estamos solos aquí, y no es preciso que nadie se entere de lo que ocurre entre nosotros, de manera que podemos hablar con absoluta franqueza. Queremos saber, señor Gilchrist, cómo es posible que usted, un hombre de honor, haya podido cometer una acción como la de ayer.

El desdichado joven retrocedió tambaleándose, y dirigió a Bannister una mirada llena de espanto y reproche.

—¡No, no, señor Gilchrist! ¡Yo no he dicho una palabra! ¡Ni una palabra, señor! —exclamó el sirviente.

—No, pero ahora sí que lo ha hecho —dijo Holmes—. Bien, caballero, se dará usted cuenta de que después de lo que ha dicho Bannister, su postura es insostenible, y que la única oportunidad que le queda es hacer una confesión sincera.

Por un momento, Gilchrist, con una mano levantada, trató de contener el temblor de sus facciones. Pero un instante después había caído de rodillas delante de la mesa y, con la cara oculta entre las manos, estallaba en una tempestad de angustiados sollozos.

—Vamos, vamos —dijo Holmes amablemente—. Errar es humano, y por lo menos nadie puede acusarle de ser un criminal empedernido. Puede que resulte menos violento para usted que yo le explique al señor Soames lo ocurrido, y usted puede corregirme si me equivoco. ¿Lo prefiere así? Está bien, está bien, no se moleste en contestar. Escuche, y comprobará que no soy injusto con usted.

Señor Soames, desde el momento en que usted me dijo que nadie, ni siquiera Bannister, sabía que las pruebas estaban en su habitación, el caso empezó a cobrar forma concreta en mi mente. Por supuesto, podemos descartar al impresor, puesto que éste podía examinar los ejercicios en su propia oficina. Tampoco el indio me pareció sospechoso: si las pruebas estaban en un rollo, es poco probable que supiera de qué se trataba. Por otra parte, parecía demasiada coincidencia que alguien se atreviera a entrar en la habitación, de manera no premeditada, precisamente el día en que los exámenes estaban sobre la mesa. También eso quedaba descartado. El hombre que entró sabía que los exámenes estaban aquí. ¿Cómo lo sabía?

Cuando vinimos por primera vez a su habitación, yo examiné la ventana por fuera. Me hizo gracia que usted supusiera que yo contemplaba la posibilidad de que alguien hubiera entrado por ahí, a plena luz del día y expuesto a las miradas de todos los que ocupan esas habitaciones de enfrente. Semejante idea era absurda. Lo que yo hacía era calcular lo alto que tenía que ser un hombre para ver desde fuera los papeles que había encima de la mesa. Yo mido seis pies y tuve que empinarme para verlos. Una persona más baja que yo no habría tenido la más mínima posibilidad. Como ve, ya desde ese momento tenía motivos para suponer que si uno de sus tres estudiantes era más alto de lo normal, ése era el que más convenía vigilar.

Entré aquí y le hice a usted partícipe de la información que ofrecía la mesita lateral. La mesa del centro no me decía nada, hasta que usted, al describir a Gilchrist, mencionó que practicaba el salto de longitud. Entonces todo quedó claro al instante, y ya sólo necesitaba ciertas pruebas que lo confirmaran, y que no tardé en obtener.

He aquí lo que sucedió: este joven se había pasado la tarde en las pistas de atletismo practicando el salto. Regresó trayendo las zapatillas de saltar, que, como usted sabe, llevan varios clavos en la suela. Al pasar por delante de la ventana vio, gracias a su elevada estatura, el rollo de pruebas encima de su mesa, y se imaginó de qué se trataba. No habría ocurrido nada malo de no ser porque, al pasar por delante de su puerta, advirtió la llave que el descuidado sirviente había dejado allí olvidada. Entonces se apoderó de él un repentino impulso de entrar y comprobar si, efectivamente, se trataba de las pruebas del examen. No corría ningún peligro, porque siempre podría alegar que había entrado únicamente para hacerle a usted una consulta. Pues bien, cuando hubo comprobado que, en efecto, se trataba de las pruebas, es cuando sucumbió a la tentación. Dejó sus zapatillas encima de la mesa.

—¿Qué es lo que dejó en ese sillón que hay al lado de la ventana?

—Los guantes —respondió el joven.

Holmes dirigió una mirada triunfal a Bannister.

—Dejó sus guantes en el sillón y cogió las pruebas, una a una, para copiarlas. Suponía que el profesor regresaría por la puerta principal y que lo vería venir. Pero, como sabemos, vino por la puerta lateral. Cuando lo oyó, usted estaba ya en la puerta. No había escapatoria posible. Dejó olvidados los guantes, pero recogió las zapatillas y se precipitó dentro de la alcoba. Se habrán fijado en que el corte es muy ligero por un lado, pero se va haciendo más profundo en dirección a la puerta del dormitorio. Eso es prueba suficiente de que alguien había tirado de las zapatillas en esa dirección, e indicaba que el culpable había buscado refugio allí. Sobre la mesa quedó un pegote de tierra que rodeaba a un clavo. Un segundo pegote se desprendió y cayó al suelo en el dormitorio. Puedo agregar que esta mañana me acerqué a las pistas de atletismo, comprobé que el foso de saltos tiene una arcilla negra muy adherente y me llevé una muestra, junto con un poco del serrín fino que se echa por encima para evitar que el atleta resbale. ¿He dicho la verdad, señor Gilchrist?

El estudiante se había puesto en pie.

—Sí, señor; es verdad —dijo.

—¡Cielo santo! ¿No tiene nada que añadir? —exclamó Soames.

—Sí, señor, tengo algo, pero la impresión que me ha causado el quedar desenmascarado de manera tan vergonzosa me había dejado aturdido. Tengo aquí una carta, señor Soames, que le escribí esta madrugada, tras una noche sin poder dormir. La escribí antes de saber que mi fraude había sido descubierto. Aquí la tiene, señor. Verá que en ella le digo: «He decidido no presentarme al examen. Me han ofrecido un puesto en la policía de Rhodesia y parto de inmediato hacia África del Sur.»

—Me complace de veras saber que no intentaba aprovecharse de una ventaja tan mal adquirida —dijo Soames—. Pero ¿qué le hizo cambiar de intenciones?

Gilchrist señaló a Bannister.

—Este es el hombre que me puso en el buen camino —dijo.

—En fin, Bannister —dijo Holmes—. Con lo que ya hemos dicho, habrá quedado claro que sólo usted podía haber dejado salir a este joven, puesto que usted se quedó en la habitación y tuvo que cerrar la puerta al marcharse. No hay quien se crea que pudiera escapar por esa ventana. ¿No puede aclararnos este último detalle del misterio, explicándonos por qué razón hizo lo que hizo?

—Es algo muy sencillo, señor, pero usted no podía saberlo; ni con toda su inteligencia lo habría podido saber. Hubo un tiempo, señor, en el que fui mayordomo del difunto sir Jabez Gilchrist, padre de este joven caballero. Cuando quedó en la ruina, yo entré a trabajar de sirviente en la universidad, pero nunca olvidé a mi antiguo señor porque hubiera caído en desgracia. Hice siempre todo lo que pude por su hijo, en recuerdo de los viejos tiempos. Pues bien, señor, cuando entré ayer en esta habitación, después de que se diera la alarma, lo primero que vi fueron los guantes marrones del señor Gilchrist encima de ese sillón. Conocía muy bien aquellos guantes y comprendí el mensaje que encerraban. Si el señor Soames los veía, todo estaba perdido. Así que me desplomé en el sillón, y nada habría podido moverme de él hasta que el señor Soames salió a buscarle a usted. Entonces salió de su escondite mi pobre señorito, a quien yo había mecido en mis rodillas, y me lo confesó todo. ¿No era natural, señor, que yo intentara salvarlo, y no era natural también que procurase hablarle como lo habría hecho su difunto padre, haciéndole comprender que no podía sacar provecho de su mala acción? ¿Puede usted culparme por ello, señor?

—Desde luego que no —dijo Holmes de todo corazón, mientras se ponía en pie—. Bien, Soames, creo que hemos resuelto su pequeño problema, y en casa nos aguarda el desayuno. Vamos, Watson. En cuanto a usted, caballero, confío en que le aguarde un brillante porvenir en Rhodesia. Por una vez ha caído usted bajo. Veamos lo alto que puede llegar en el futuro.

10. La aventura de las gafas de oro

Cuando contemplo los tres abultados volúmenes de manuscritos que contienen nuestros trabajos del año 1894 debo confesar que, ante tal abundancia de material, resulta muy difícil seleccionar los casos más interesantes en sí mismos y que, al mismo tiempo, permitan poner de manifiesto las peculiares facultades que dieron fama a mi amigo. Al hojear sus páginas, veo las notas que tomé acerca de la repulsiva historia de la sanguijuela roja y la terrible muerte del banquero Crosby; encuentro también un informe sobre la tragedia de Addlenton y el extraño contenido del antiguo túmulo británico; también corresponden a este período el famoso caso de la herencia de los Smith-Mortimer y la persecución y captura de Huret, el asesino de los bulevares, una hazaña que le valió a Holmes una carta autógrafa de agradecimiento del presidente de Francia y la Orden de la Legión de Honor. Cualquiera de estos casos podría servir de base a un relato, pero, en conjunto, opino que ninguno de ellos reúne tantos aspectos insólitos e interesantes como el episodio de Yoxley Old Place, que no sólo incluye la lamentable muerte del joven Willoughby Smith, sino también las posteriores derivaciones, que arrojaron tan curiosa luz sobre las causas del crimen.

Era una noche cruda y tormentosa de finales de noviembre. Holmes y yo habíamos pasado toda la velada sentados en silencio, él dedicado a descifrar con una potente lupa los restos de la inscripción original de un antiguo palimpsesto
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, y yo absorto en un tratado de cirugía recién publicado. Fuera de la casa, el viento aullaba a lo largo de Baker Street y la lluvia repicaba con fuerza contra las ventanas. Resultaba extraño sentir la zarpa de hierro de la Naturaleza en pleno corazón de la ciudad, rodeados de construcciones humanas hasta una distancia de diez millas en cualquier dirección, y darse cuenta de que, para la fuerza colosal de los elementos, todo Londres no significaba más que las madrigueras de topos que salpican los campos. Me acerqué a la ventana y miré hacia la calle vacía. Aquí y allá, las farolas brillaban sobre la calzada embarrada y las relucientes aceras. Un solitario coche de alquiler avanzaba chapoteando desde el extremo que da a Oxford Street.

—¡Caramba, Watson, menos mal que no tenemos que salir esta noche! —dijo Holmes, dejando a un lado la lupa y enrollando el palimpsesto—. Ya he hecho bastante por hoy. Esto fatiga mucho la vista. Por lo que he podido descifrar, se trata de una cosa tan prosaica como la contabilidad de una abadía de la segunda mitad del siglo quince. ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Qué es esto?

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