El regreso de Sherlock Holmes (32 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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Entre el rugido del viento se oía el ruido de cascos de caballo y el prolongado chirrido de una rueda que raspaba contra el bordillo. El coche que yo había visto acababa de detenerse ante nuestra puerta.

—¿Qué puede buscar? —exclamé al ver que un hombre se apeaba del coche.

—¿Pues qué va a buscar? Nos busca a nosotros. Y nosotros, mi pobre Watson, ya podemos ir buscando abrigos, bufandas, chanclos y cualquier otro accesorio inventado por el hombre para combatir las inclemencias de un tiempo como el de esta noche. Pero... ¡aguarde un momento! ¡El coche se marcha! Todavía quedan esperanzas. Si quisiera que le acompañáramos, le habría hecho esperar. Baje corriendo a abrir la puerta, querido camarada, porque toda la gente de bien hace mucho que se fue a la cama.

Cuando la luz de la lámpara del vestíbulo iluminó a nuestro visitante nocturno, le reconocí de inmediato. Se trataba de Stanley Hopkins, un joven y prometedor inspector, en cuya carrera Holmes había mostrado en más de una ocasión un interés muy real.

—¿Está él? —preguntó ansioso.

—Suba, querido amigo —dijo desde lo alto la voz de Holmes—. Espero que no tenga usted planes para nosotros en una noche como ésta.

El inspector subió las escaleras, con su lustroso impermeable resplandeciendo bajo la luz de la lámpara. Le ayudé a quitárselo, mientras Holmes avivaba la llama de los troncos de la chimenea.

—Acérquese, amigo Hopkins, y caliéntese los pies. Aquí tiene un cigarro, y el doctor tiene preparada una receta a base de agua caliente y limón que es mano de santo en noches como ésta. Tiene que ser un asunto importante el que le ha traído aquí con semejante temporal.

—Sí que lo es, señor Holmes. Le aseguro que he tenido una tarde agotadora. ¿Ha visto algo sobre el caso de Yoxley en las últimas ediciones de los periódicos?

—Hoy no he visto nada posterior al siglo quince.

—Bueno, no se ha perdido nada porque sólo venía un parrafito y todo está equivocado. No he dejado que crezca la hierba bajo mis pies. La cosa ha ocurrido en Kent, a siete millas de Chatham y tres de la estación de ferrocarril. Me telegrafiaron a las tres y cuarto, llegué a Yoxley Old Place a las cinco, llevé a cabo mis investigaciones, regresé a Charing Cross en el último tren y vine directamente en coche a verle usted.

—Lo cual significa, según creo entender, que no ve usted del todo claro el asunto.

—Significa que no le encuentro ni pies ni cabeza. Por lo que he podido ver, se trata del caso más embarullado que jamás me haya tocado en suerte, y eso que al principio parecía tan sencillo que no ofrecía dudas. No hay móvil, señor Holmes, eso es lo que me trae a mal traer: que no consigo encontrar un móvil. Tenemos un muerto..., sobre eso no cabe ninguna duda..., pero, por más que miro, no encuentro ninguna relación por la que alguien pudiera desearle algún mal al difunto.

Holmes encendió su cigarro y se recostó en su asiento.

—A ver, cuéntenos —dijo.

—Para mí, los hechos están muy claros —dijo Stanley Hopkins—. Lo único que me falta saber es qué significan. La historia, por lo que he podido averiguar, es la siguiente: Hace unos diez años, esta casa de campo, Yoxley Old Place, fue alquilada por un hombre mayor, que dijo llamarse profesor Coram. Estaba inválido, y se pasaba la mitad del tiempo en la cama y la otra mitad renqueando por la casa con un bastón o paseando por el jardín en una silla de ruedas empujada por el jardinero. Gozaba de las simpatías de los pocos vecinos que iban a visitarlo, y tenía reputación de ser muy culto. Su servicio doméstico lo componían una anciana ama de llaves, la señora Marker, y una doncella, llamada Susan Tarlton. Las dos están con él desde que llegó, y las dos parecen ser excelentes personas. El profesor está escribiendo un libro erudito, y hace cosa de un año tuvo necesidad de contratar un secretario. Los dos primeros que encontró fueron sendos fracasos, pero el tercero, un joven recién salido de la universidad llamado Willoughby Smith, parece que era justo lo que el profesor andaba buscando. Su trabajo consistía en escribir durante toda la mañana lo que el profesor le dictaba, después de lo cual solía pasearse buscando referencias y textos relacionados con la tarea del día siguiente. Este Willoughby Smith no tiene ningún antecedente negativo, ni de muchacho en Uppingham ni de joven en Cambridge. He leído sus certificados y parecen indicar que ha sido siempre un tipo decente, callado y trabajador, sin ninguna mancha en su historial. Y sin embargo, éste es el joven que ha encontrado la muerte esta mañana, en el despacho del profesor, en circunstancias que sólo pueden interpretarse como asesinato.

El viento aullaba y gemía en las ventanas. Holmes y yo nos acercamos más al fuego, mientras el joven inspector, poco a poco y con todo detalle, iba desgranando su curioso relato.

—Aunque buscásemos por toda Inglaterra —continuó—, no creo que pudiéramos encontrar una casa más aislada del mundo y libre de influencias exteriores. Podían pasar semanas enteras sin que nadie cruzara la puerta del jardín. El profesor vivía absorto en su trabajo y no existía para él nada más. El joven Smith no conocía a nadie en el vecindario, y llevaba una vida muy similar a la de su jefe. Las dos mujeres no salían para nada de la casa. Mortimer, el jardinero, el que empuja la silla de ruedas, es un pensionista del ejército, un veterano de Crimea de conducta intachable. No vive en la casa, sino en una casita de tres habitaciones al otro extremo del jardín. Estas son las únicas personas que uno puede encontrar en los terrenos de Yoxley Old Place. Por otra parte, la puerta del jardín está a cien yardas de la carretera principal de Londres a Chatham; se abre con un pestillo y no hay nada que impida que alguien entre. Ahora les voy a repetir las declaraciones de Susan Tarlton, que es la única persona que tiene algo concreto que decir sobre el asunto. Ocurrió por la mañana, entre las once y las doce. En aquel momento, ella estaba ocupada en colgar unas cortinas en la alcoba delantera del piso alto. El profesor Coram todavía seguía en la cama, porque cuando hace mal tiempo rara vez se levanta antes del mediodía. El ama de llaves estaba haciendo algo en la parte posterior de la casa. Willouhgy Smith había estado hasta entonces en su dormitorio, que también utilizaba como cuarto de estar; pero en aquel momento, la doncella le oyó salir al pasillo y bajar al despacho, situado inmediatamente debajo de la alcoba en la que ella se encontraba. No le vio, pero asegura que sus pasos firmes y rápidos resultaban inconfundibles. No oyó cerrarse la puerta del despacho, pero aproximadamente un minuto más tarde sonó un grito espantoso en la habitación de abajo. Un alarido ronco y salvaje, tan extraño y poco natural que lo mismo podía haberlo lanzado una mujer que un hombre. Al mismo tiempo, se oyó un golpe fortísimo, que hizo temblar toda la casa, y después todo quedó en silencio. La doncella se quedó petrificada unos instantes, pero luego recuperó el valor y corrió escaleras abajo. La puerta del despacho estaba cerrada; la abrió y encontró al joven Willoughby Smith tendido en el suelo. Al principio no advirtió que tuviera ninguna herida, pero al intentar levantarlo vio que brotaba sangre de la parte inferior del cuello, donde presentaba una herida pequeña, pero muy profunda, que había seccionado la arteria carótida. El instrumento causante de la herida estaba tirado en la alfombra, junto al cuerpo. Se trataba de uno de esos cuchillitos para el lacre que suele haber en los escritorios antiguos, con margo de marfil y hoja muy rígida. Formaba parte de la escribanía de la mesa del profesor.

Al principio, la doncella creyó que el joven Smith estaba ya muerto, pero cuando le echó un poco de agua de una garrafa por la frente, Smith abrió los ojos por un instante y murmuró: «El profesor... ha sido ella.» La doncella está dispuesta a jurar que ésas fueron las palabras exactas. El hombre hizo esfuerzos desesperados por decir algo más y llegó a levantar la mano derecha, pero cayó definitivamente muerto.

Mientras tanto, el ama de llaves había llegado también al despacho, aunque demasiado tarde para oír las últimas palabras del moribundo. Dejando a Susan junto al cadáver, corrió a la habitación del profesor. Este se encontraba sentado en la cama, terriblemente alterado, porque había oído lo suficiente para darse cuenta de que había ocurrido algo espantoso. La señora Marker está dispuesta a jurar que el profesor todavía tenía puesta su ropa de cama, y lo cierto es que le resultaba imposible vestirse sin la ayuda de Mortimer, que tenía orden de presentarse a las doce en punto. El profesor declara haber oído el grito a lo lejos, pero dice no saber nada más. No acierta a explicar las últimas palabras del joven, «El profesor... ha sido ella», pero supone que fueron producto del delirio. Está convencido de que Willoughby Smith no tenía ningún enemigo en el mundo, y no puede explicarse los motivos del crimen. Lo primero que hizo fue enviar a Mortimer, el jardinero, a avisar a la policía local. Poco después, el jefe del puesto me hacía llamar a mí. Nadie tocó nada hasta que yo llegué, y se dieron órdenes estrictas de que nadie anduviera por los senderos que conducen a la casa. Era una ocasión espléndida para poner en práctica sus teorías, señor Holmes; no faltaba nada.

—Excepto Sherlock Holmes —dijo mi compañero, con una sonrisa tirando a amarga—. Pero siga contándonos. ¿Qué clase de trabajo llevó usted a cabo?

—Primero, señor Holmes, tengo que pedirle que mire este plano aproximado, que le dará una idea general de la situación del despacho del profesor y otros detalles del caso. Así podrá seguir el hilo de mis investigaciones.

Desplegó el boceto que aquí reproduzco y lo extendió sobre las rodillas de Holmes. Yo me levanté y me situé detrás de Holmes para estudiarlo por encima de su hombro.

—Naturalmente, es sólo una aproximación, y no incluye más que los detalles que a mí me parecieron esenciales. El resto ya lo verá usted mismo más adelante. Ahora, veamos: en primer lugar, y suponiendo que el asesino o asesina viniera de fuera, ¿por dónde entró? Sin duda alguna, por el sendero del jardín y por la puerta de atrás, desde la cual se llega directamente al despacho. Cualquier otra ruta habría presentado muchísimas complicaciones. La retirada también tuvo que efectuarse por el mismo camino, ya que, de las otras dos salidas que tiene la habitación, una quedó bloqueada por Susan, que corría escaleras abajo, y la otra conducía directamente al dormitorio del profesor. Así pues, dirigí de inmediato mi atención al sendero del jardín, que estaba empapado por la reciente lluvia y sin duda presentaría huellas de pisadas.

Mi inspección me demostró que me las tenía que ver con un criminal experto y precavido. En el sendero no había ni una huella. Sin embargo, no cabía duda de que alguien había caminado sobre el arriate de césped que flanquea el sendero, y que lo había hecho para no dejar huellas. No pude encontrar nada parecido a una impresión clara, pero la hierba estaba aplastada y resulta evidente que por allí había pasado alguien. Y sólo podía tratarse del asesino, porque ni el jardinero ni ninguna otra persona habían estado por allí esta mañana, y la lluvia había empezado a caer durante la noche.

—Un momento —dijo Holmes—. ¿Adónde conduce este sendero?

—A la carretera.

—¿Qué longitud tiene?

—Unas cien yardas.

—Pero tuvo usted que encontrar huellas en el punto donde el sendero cruza la puerta exterior.

—Por desgracia, el sendero está pavimentado en ese punto.

—¿Y en la carretera misma?

—Nada. Estaba toda enfangada y pisoteada.

—Tch, tch. Bien, volvamos a esas pisadas en la hierba. ¿Iban o volvían?

—Imposible saberlo. No se advertía ningún contorno.

—¿Pie grande o pequeño?

—No se podía distinguir.

Holmes soltó una interjección de impaciencia.

—Desde entonces, no ha parado de llover a mares y ha soplado un verdadero huracán —dijo—. Ahora será más difícil de leer que este palimpsesto. En fin, eso ya no tiene remedio. ¿Qué hizo usted, Hopkins, después de asegurarse de que no estaba seguro de nada?

—Creo estar seguro de muchas cosas, señor Holmes. Sabía que alguien había entrado furtivamente en la casa desde el exterior. A continuación, examiné el corredor. Está cubierto con una estera de palma y no han quedado en él huellas de ninguna clase. Así llegué al despacho mismo. Es una habitación con pocos muebles, y el que más destaca es una mesa grande con escritorio. Este escritorio consta de una doble columna de cajones con un armarito central, cerrado. Según parece, los cajones estaban siempre abiertos y en ellos no se guardaba nada de valor. En el armarito había algunos papeles importantes, pero no presentaba señales de haber sido forzado, y el profesor me ha asegurado que no falta nada. Tengo la seguridad de que no se ha robado nada.

Y llegamos por fin al cadáver del joven. Se encontraba cerca del escritorio, un poco a la izquierda, como se indica en el plano. La puñalada se había asestado en el lado derecho del cuello y desde atrás hacia delante, de manera que es casi imposible que se hiriera él mismo.

—A menos que se cayera sobre el cuchillo —dijo Holmes.

—Exacto. Esa idea se me pasó por la cabeza. Pero el cuchillo se encontraba a varios palmos del cadáver, de modo que parece imposible. Tenemos, además, las palabras del propio moribundo. Y por último, tenemos esta importantísima prueba que se encontró en la mano derecha del muerto.

Stanley Hopkins sacó de un bolsillo un paquetito envuelto en papel. Lo desenvolvió y exhibió unos lentes con montura de oro, de los que se sujetan solamente a la nariz, con dos cabos rotos de cordón de seda negra colgando de sus extremos.

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