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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (33 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—Willoughby Smith tenía una vista excelente —prosiguió—. No cabe duda de que esto fue arrancado de la cara o el cuerpo del asesino.

Sherlock Holmes tomó los lentes en la mano y los examinó con la máxima atención e interés. Se los colocó en la nariz, intentó leer a través de ellos, se acercó a la ventana y miró a la calle con ellos, los inspeccionó minuciosamente a la luz de la lámpara y, por último, riéndose por lo bajo, se sentó a la mesa y escribió unas cuantas líneas en una hoja de papel, que a continuación entregó a Stanley Hopkins.

—No puedo hacer nada mejor por usted —dijo—. Quizás resulte de alguna utilidad.

El asombrado inspector leyó la nota en voz alta. Decía lo siguiente:

«Se busca mujer educada y refinada, vestida como una señora. De nariz bastante gruesa y ojos muy juntos. Tiene la frente arrugada, expresión de miope y, probablemente, hombros caídos. Hay razones para suponer que durante los últimos meses ha acudido por lo menos dos veces a un óptico. Puesto que sus gafas son muy potentes y los ópticos no son excesivamente numerosos, no debería resultar difícil localizarla.»

El asombro de Hopkins, que también debía verse reflejado en mi cara, hizo sonreír a Holmes.

—Estarán de acuerdo en que mis deducciones son la sencillez misma —dijo—. Sería difícil encontrar otro objeto que se preste mejor a las inferencias que un par de gafas, y más un par de gafas tan particular como éste. Que pertenecen a una mujer se deduce de su delicadeza y también, por supuesto, de las últimas palabras del moribundo. En cuanto a lo de que se trata de una persona refinada y bien vestida..., como ven, la montura es magnífica, de oro macizo, y no cabe suponer que una persona que lleva estos lentes se muestre desaliñada en otros aspectos. Si se los pone, comprobará que la pinza es muy ancha para su nariz, lo cual indica que la dama en cuestión tiene una nariz muy ancha en la base. Esta clase de nariz suele ser corta y vulgar, pero existen excepciones lo bastante numerosas como para impedir que me ponga dogmático e insista en este aspecto de mi descripción. Yo tengo una cara bastante estrecha, y aun así no consigo que mis ojos coincidan con el centro de los cristales ni de lejos. Por tanto, nuestra dama tiene los ojos muy juntos, pegados a la nariz. Fíjese, Watson, en que los cristales son cóncavos y de potencia poco corriente. Una mujer que haya padecido toda su vida tan graves limitaciones visuales presentará, sin duda, ciertas características físicas derivadas de su mala vista, como son la frente arrugada, los párpados contraídos y los hombros cargados.

—Sí —dije yo—. Ya sigo su razonamiento. Sin embargo, confieso que no entiendo de dónde saca lo de las dos visitas al óptico.

Holmes levantó las gafas en la mano.

—Fíjese —dijo— en que las pinzas están forradas con tirillas de corcho para suavizar el roce contra la nariz. Una de ellas está descolorida y algo gastada, pero la otra está nueva. Es evidente que una tira se desprendió y hubo de poner otra nueva. Yo diría que la más vieja de las dos no lleva puesta más que unos pocos meses. Son exactamente iguales, por lo que deduzco que la señora acudió al mismo establecimiento a que le pusieran la segunda.

—¡Por San Jorge, es maravilloso! —exclamó Hopkins, extasiado de admiración—. ¡Pensar que he tenido todas esas evidencias en mis manos y no me he dado cuenta! Aunque, de todas maneras, tenía intención de recorrerme todas las ópticas de Londres.

—Desde luego que debe hacerlo. Pero mientras tanto, ¿tiene algo más que decirnos sobre el caso?

—Nada más, señor Holmes. Creo que ahora ya sabe tanto como yo..., probablemente más. Estamos investigando si se ha visto a algún forastero por las carreteras de la zona o en la estación de ferrocarril, pero por ahora no hemos tenido noticias de ninguno. Lo que me desconcierta es la absoluta falta de móviles para el crimen. Nadie es capaz de sugerir ni la sombra de un motivo.

—¡Ah! En eso no estoy en condiciones de ayudarle. Pero supongo que querrá que nos pasemos por allí mañana.

—Si no es pedir mucho, señor Holmes. Hay un tren a Chatham que sale de Charing Cross a las seis de la mañana. Llegaríamos a Yoxley Old Place entre las ocho y las nueve.

—Entonces, lo tomaremos. Reconozco que su caso presenta algunos aspectos muy interesantes, y me encantará echarle un vistazo. Bien, es casi la una, y más vale que durmamos unas horas. Estoy seguro de que podrá arreglarse perfectamente en el sofá que hay delante de la chimenea. Antes de salir, encenderé mi mechero de alcohol y le daré una taza de café.

A la mañana siguiente, la borrasca había agotado sus fuerzas, pero aun así hacía un tiempo muy crudo cuando emprendimos viaje. Vimos cómo se levantaba el frío sol de invierno sobre las lúgubres marismas del Támesis y los largos y tétricos canales del río, que yo siempre asociaré con la persecución del nativo de las islas Andaman, allá en los primeros tiempos de nuestra carrera. Tras un largo y fatigoso trayecto, nos apeamos en una pequeña estación a pocas millas de Chatham. En la posada del lugar tomamos un rápido desayuno mientras enganchaban un caballo al coche, y cuando por fin llegamos a Yoxley Old Place nos encontrábamos listos para entrar en acción. Un policía de uniforme nos recibió en la puerta del jardín.

—¿Alguna novedad, Wilson?

—No, señor, ninguna.

—¿Nadie ha visto a ningún forastero?

—No, señor. En la estación están seguros de que ayer no llegó ni se marchó ningún forastero.

—¿Han hecho indagaciones en las pensiones y posadas?

—Sí, señor; no hay nadie que no pueda dar razón de su presencia.

—En fin, de aquí a Chatham no hay más que una moderada caminata. Cualquiera podría alojarse allí, o tomar un tren, sin llamar la atención. Este es el sendero del que le hablé, señor Holmes. Le doy mi palabra de que ayer no había ni una huella en él.

—¿A qué lado estaban las pisadas en la hierba?

—A este lado. En esta estrecha franja de hierba entre el sendero y el macizo de flores. Ahora ya no se distinguen las huellas, pero ayer las vi con toda claridad.

—Sí, sí; por aquí ha pasado alguien —dijo Holmes, agachándose junto al césped—. Nuestra dama ha tenido que ir pisando con mucho cuidado, ¿no cree?, porque por un lado habría dejado huellas en el sendero, y por el otro las habría dejado aún más claras en la tierra blanda del macizo de flores.

—Sí, señor; debe de tratarse de una mujer con mucha sangre fría.

Advertí en el rostro de Holmes un momentáneo gesto de concentración.

—¿Dice usted que tuvo que regresar por este mismo camino?

—Sí, señor; no hay otro.

—¿Por esta misma franja de hierba?

—Pues claro, señor Holmes.

—¡Hum! Una hazaña notable..., muy notable. Bien, creo que ya hemos agotado las posibilidades del sendero. Sigamos adelante. Supongo que esta puerta del jardín se suele dejar abierta, ¿no? Con lo cual, la visitante no tenía más que entrar. No traía intenciones de asesinar a nadie, pues en tal caso habría venido provista de alguna clase de arma, en lugar de tener que recurrir a ese cuchillito del escritorio. Avanzó por este corredor sin dejar huellas en la estera de palma, y vino a parar a este despacho. ¿Cuánto tiempo estuvo aquí? No tenemos manera de saberlo.

—Unos pocos minutos como máximo, señor. Me olvidé de decirle que la señora Marker, el ama de llaves, había estado limpiando aquí poco antes..., como un cuarto de hora, según me contó ella.

—Bien, eso nos permite fijar un límite. Nuestra dama entra en la habitación y ¿qué hace? Se dirige al escritorio. ¿Para qué? No le interesa nada de los cajones; si hubiera en ellos algo que valiera la pena robar, no los habrían dejado abiertos. No, ella busca algo en ese armario de madera. ¡Ajá! ¿Qué es este rasponazo en la superficie? Alúmbreme con una cerilla, Watson. ¿Por qué no me dijo nada de esto, Hopkins?

La señal que estaba examinando comenzaba en la chapa de latón a la derecha del ojo de la cerradura y se prolongaba unas cuatro pulgadas, rayando el barniz de la madera.

—Ya me fijé en eso, señor Holmes, pero siempre se encuentran marcas alrededor del ojo de la cerradura.

—Ésta es reciente..., muy reciente. Mire cómo brilla el latón en los bordes de la raya. Si la señal fuera vieja, tendría el mismo color que la superficie. Obsérvelo con mi lupa. También el barniz tiene como polvillo a los lados del arañazo. ¿Está por aquí la señora Marker?

Una mujer mayor, de expresión triste, entró en la habitación.

—¿Le quitó usted el polvo ayer por la mañana a este escritorio?

—Sí, señor.

—¿Se fijó usted en este rasponazo?

—No, señor; no me fijé.

—Estoy seguro de ello, porque el plumero se habría llevado este polvillo de barniz. ¿Quién guarda la llave de este escritorio?

—La tiene el profesor, colgada de su cadena de reloj.

—¿Es una llave corriente?

—No, señor, es una llave Chubb.

—Muy bien. Puede retirarse, señora Marker. Ya vamos progresando algo. Nuestra dama entra en el despacho, se dirige al escritorio y lo abre, o al menos intenta abrirlo. Mientras está ocupada en esta operación, entra el joven Willoughby Smith. En sus prisas por retirar la llave, la dama hace esta señal en la puerta. Smith la sujeta y ella, echando mano del objeto más próximo, que resulta ser este cuchillo, le golpea para obligarle a soltar su presa. El golpe resulta mortal. El cae y ella escapa, con o sin el objeto que había venido a buscar. ¿Está aquí Susan, la doncella? ¿Podría haber salido alguien por esa puerta después de que usted oyera el grito, Susan?

—No, señor; es imposible. Antes de bajar la escalera habría visto a quien fuera en el pasillo. Además, la puerta no se abrió, porque yo lo habría oído.

—Eso descarta esta salida. Así pues, no cabe duda de que la dama se marchó por donde había venido. Tengo entendido que este otro pasillo conduce a la habitación del profesor. ¿No hay ninguna salida por aquí?

—No, señor.

—Sigamos por aquí y vayamos a conocer al profesor. ¡Caramba, Hopkins! Esto es muy importante, pero que muy importante. El pasillo del profesor también tiene una estera de palma.

—Bueno, ¿y eso qué?

—¿No ve la relación que esto tiene con el caso? Está bien, está bien, no insisto en ello. Sin duda, estoy equivocado. Pero no deja de parecerme sugerente. Venga conmigo y presénteme.

Recorrimos el pasillo, que era igual de largo que el corredor que conducía al jardín. Al final había un corto tramo de escalones que terminaba en una puerta. Nuestro guía llamó con los nudillos y luego nos hizo pasar a la habitación del profesor.

Se trataba de una habitación muy grande, con las paredes cubiertas por innumerables libros, que desbordaban los estantes y se amontonaban en los rincones o formaban rimeros en torno a la base de las estanterías. La cama se encontraba en el centro de la habitación, y en ella, recostado sobre almohadas, estaba el dueño de la casa. Pocas veces he visto una persona de aspecto más pintoresco. Un rostro demacrado y aguileño nos miraba con ojos penetrantes, que acechaban en sus hundidas cuencas bajo el dosel de unas pobladas cejas. Tenía blancos el cabello y la barba, pero esta última presentaba curiosas manchas amarillas en torno a la boca. Entre la maraña de pelo blanco brillaba un cigarrillo, y el aire de la habitación apestaba a humo rancio de tabaco. Cuando le tendió la mano a Holmes, advertí que también la tenía manchada de amarillo por la nicotina.

—¿Fuma usted, señor Holmes? —dijo, hablando un inglés esmerado y con un cierto tonillo de afectación—. Coja un cigarrillo, por favor. ¿Y usted, caballero? Puedo recomendárselos, porque los prepara especialmente para mí Ionides de Alejandría. Me envía mil cada vez, y deploro tener que confesar que encargo un nuevo suministro cada quince días. Mala cosa, señores, mala cosa; pero un anciano tiene pocos placeres a su alcance. El tabaco y mi trabajo..., eso es todo lo que me queda.

Holmes había encendido un cigarrillo y lanzaba rápidas miradas por toda la habitación.

—El tabaco y el trabajo, pero ahora sólo el tabaco —exclamó el anciano—. ¡Ay, qué interrupción más fatal! ¿Quién habría podido imaginar una catástrofe tan terrible? ¡Un joven tan agradable! Le aseguro que después de los primeros meses de adaptación resultaba un ayudante admirable. ¿Qué opina usted del asunto, señor Holmes?

—Todavía no he llegado a ninguna conclusión.

—Le estaría de verdad reconocido si consiguiera usted arrojar algo de luz sobre esto que nosotros vemos tan oscuro. A las ratas de biblioteca, y más si son inválidas como yo, un golpe así nos deja paralizados. Pero usted es un hombre de acción..., un aventurero. Cosas así forman parte de la rutina cotidiana de su vida. Usted puede mantener la serenidad en cualquier emergencia. Es una verdadera suerte tenerle de nuestro lado.

Mientras el viejo profesor hablaba, Holmes iba y venía de un lado a otro de la habitación. Observé que estaba fumando con extraordinaria rapidez. Evidentemente, compartía el gusto de nuestro anfitrión por los cigarrillos de Alejandría recién hechos.

—Sí, señor, un golpe aplastante —continuó el anciano—. Esta es mi magnum opus..., ese montón de papeles que hay sobre la mesita de allá. Es un análisis de los documentos encontrados en los monasterios coptos de Siria y Egipto, un trabajo que profundiza en los fundamentos mismos de la religión revelada. Con esta salud tan débil, ya no sé si seré capaz de terminarlo, ahora que me han arrebatado a mi ayudante. ¡Válgame Dios, señor Holmes! ¡Fuma usted aún más que yo!

Holmes sonrió.

—Soy un entendido —dijo, tomando otro cigarrillo de la caja (el cuarto) y encendiéndolo con la colilla del que acababa de terminar—. No tengo intención de molestarle con largos interrogatorios, profesor Coram, porque ya estoy informado de que usted se encontraba en la cama en el momento del crimen y no puede saber nada al respecto. Sólo le preguntaré una cosa: ¿Qué supone usted que quería decir el pobre muchacho con sus últimas palabras: «El profesor... ha sido ella»?

El profesor meneó la cabeza en señal de negativa.

—Susan es una chica del campo —dijo—, y ya sabe usted lo increíblemente estúpida que es la clase campesina. Me imagino que el pobre muchacho debió murmurar algunas palabras incoherentes o delirantes, y que ella las retorció, convirtiéndolas en este mensaje sin sentido.

—Ya veo. ¿Y no tiene usted ninguna explicación para esta tragedia?

—Podría tratarse de un accidente; podría tratarse, pero esto que quede entre nosotros, de un suicidio. Los jóvenes tienen problemas secretos. Tal vez algún asunto de amores, del que nosotros no sabíamos nada. Me parece una explicación más probable que la del asesinato.

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