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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (26 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—¿Tiene algo especial entre manos? —preguntó.

—Oh, no, señor Holmes, nada de particular.

—Está bien, cuéntemelo todo.

Lestrade se echó a reír.

—De acuerdo, señor Holmes, no puedo negar que hay algo que me tiene preocupado. Y sin embargo, se trata de un asunto tan absurdo que no me decidía a molestarle con ello. Por otra parte, si bien es un asunto trivial, no cabe duda de que es raro, y ya sé que a usted le gusta todo lo que se sale de lo corriente. Aunque, en mi opinión, cae más en el campo del doctor Watson que en el suyo.

—¿Una enfermedad? —pregunté yo.

—Locura, más bien. Y una locura bastante extraña. ¿Se imaginan que exista a estas alturas una persona que sienta tanto odio por Napoleón que se dedique a romper todas las imágenes suyas que encuentra?

Holmes volvió a recostarse en su asiento.

—No es asunto para mí —dijo.

—Exacto. Eso decía yo. Sin embargo, cuando este hombre asalta casas para poder romper imágenes que no le pertenecen, la cosa escapa de la jurisdicción del médico para entrar en la del policía.

Holmes se enderezó de nuevo.

—¡Asaltos! Eso es más interesante. Cuénteme los detalles.

Lestrade sacó su cuaderno de notas reglamentario y refrescó la memoria consultando sus páginas.

—El primer caso denunciado tuvo lugar hace cuatro días —dijo—. Ocurrió en la tienda de Morse Hudson, un establecimiento de Kennington Road dedicado a la venta de cuadros y esculturas. El dependiente había pasado un momento a la trastienda cuando oyó un ruido de rotura. Acudió corriendo y encontró, hecho pedazos en el suelo, un busto de escayola de Napoleón que había estado expuesto en el mostrador junto con otras obras de arte. Salió corriendo a la calle, pero, a pesar de que varios transeúntes declararon haber visto a un hombre salir con prisas de la tienda, no pudo localizarlo ni identificarlo. Parecía uno de esos actos de vandalismo gratuito que ocurren de cuando en cuando, y así lo hizo constar el policía de servicio en su informe. La escayola no valía más que unos chelines, y la cosa parecía demasiado infantil como para investigarla.

Sin embargo, el segundo caso fue más grave, y también más extraño. Ocurrió anoche mismo. En la misma Kennington Road, a unos cientos de metros de la tienda de Morse Hudson, vive un médico muy conocido, el doctor Barnicot, que tiene una de las clientelas más numerosas al sur del Támesis. Su residencia y consultorio principal están en Kennington Road, pero tiene también un quirófano y dispensario en Lower Brixton Road, a dos millas de distancia. Resulta que este doctor Barnicot es un ferviente admirador de Napoleón, y tiene la casa llena de libros, retratos y reliquias del emperador. Hace poco tiempo, compró a Morse Hudson dos reproducciones en escayola de la famosa cabeza de Napoleón esculpida por el francés Devine. Colocó una en el vestíbulo de su casa de Kennington Road y la otra en la repisa de la chimenea del quirófano de Lower Brixton. Pues bien, cuando el doctor Barnicot se levantó esta mañana se quedó estupefacto al descubrir que su casa había sido asaltada por la noche, pero que no se habían llevado nada más que la cabeza de Napoleón del recibidor. La habían sacado al jardín y la habían estrellado contra la pared, al pie de la cual encontramos sus fragmentos.

Holmes se frotó las manos.

—Esto sí que es una novedad —dijo.

—Ya supuse que le gustaría el asunto. Pero aún no hemos terminado. El doctor Barnicot tenía que estar en su quirófano a las doce, y puede usted imaginarse su asombro al descubrir que alguien había abierto una ventana durante la noche y encontrar los pedazos de su segundo busto esparcidos por toda la habitación. Lo habían reducido a átomos allí mismo. En ninguno de los dos casos encontramos huellas que pudieran darnos alguna pista sobre el delincuente, o lunático, autor del desaguisado. Y éstos son los hechos, señor Holmes.

—Son curiosos, por no decir grotescos —dijo Holmes—. ¿Puedo preguntarle si los dos bustos destrozados en las dependencias del doctor Barnicot eran idénticos al destruido en la tienda de Morse Hudson.

—Todos salieron del mismo molde.

—Este dato contradice la teoría de que la persona que los rompe actúa impulsada por un odio genérico a Napoleón. Si consideramos los cientos de figuras del emperador que deben existir en Londres, es mucho suponer que un iconoclasta imparcial se tope, por pura casualidad, con tres ejemplares del mismo busto nada más empezar.

—Yo pensé lo mismo que usted —dijo Lestrade—. Pero, por otra parte, este Morse Hudson es el proveedor de bustos de esta zona de Londres, y ésos eran los únicos que había tenido en su tienda en varios años. De manera que, si bien es cierto, como usted dice, que existen en Londres cientos de figuras de Napoleón, es muy probable que estas tres fueran las únicas en todo el distrito. Así que un fanático del barrio empezaría por ellos. ¿Qué le parece a usted, doctor Watson?

—Las posibilidades de la monomanía no tienen límites —respondí—. Es lo que los psicólogos franceses modernos llaman
«idée fixe»
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, que puede ser algo completamente trivial, acompañado por una normalidad absoluta en todos los demás aspectos. Un hombre que haya leído mucho sobre Napoleón, o cuya familia haya sufrido alguna desgracia hereditaria por culpa de la gran guerra, puede llegar a concebir una
«idée fixe»
de éstas, y bajo su influencia cometer toda clase de extravagancias.

—Eso no cuela, querido Watson —dijo Holmes, negando con la cabeza—. Ni con todas las
«idées fixes»
del mundo, su monomaníaco sería capaz de localizar el paradero de estos bustos.

—¿Y cómo lo explica usted, entonces?

—No pretendo hacerlo. Me limito a hacer notar que existe un cierto método en las excéntricas actividades de este caballero. Por ejemplo, en el vestíbulo del doctor Barnicot, donde el ruido podría despertar a la familia, sacó el busto de la casa antes de romperlo; sin embargo, en el quirófano, donde había menos peligro de provocar una alarma, lo rompió en el mismo sitio donde estaba. El asunto parece ridículo y trivial, pero yo no me atrevería a calificar nada de trivial, teniendo en cuenta que algunos de mis casos más clásicos han tenido comienzos muy poco prometedores. Recuerde usted, Watson, que lo primero que supimos del espantoso caso de la familia Abernetty fue que el perejil se había hundido en la mantequilla un día de mucho calor. En consecuencia, no puedo permitirme sonreír ante sus tres bustos rotos, Lestrade, y le quedaría muy agradecido si me informa de cualquier novedad que se presente en esta curiosa cadena de acontecimientos.

Las novedades que pedía mi amigo llegaron mucho antes, y con un aspecto infinitamente más trágico, de lo que yo habría podido imaginar. A la mañana siguiente, cuando todavía estaba vistiéndome en mi habitación, Holmes llamó a mi puerta y entró con un telegrama en la mano. Lo leyó en voz alta.

«Venga inmediatamente, 131 Pitt Street, Kensington. - LESTRADE»

—¿Qué es lo que pasa? —pregunté.

—Ni idea. Puede ser cualquier cosa. Pero sospecho que se trata de la continuación de la historia de los bustos. En cuyo caso, nuestro amigo el iconoclasta ha comenzado a operar en otro barrio de Londres. Hay café en la mesa, Watson, y tengo un coche en la puerta.

Media hora después llegábamos a Pitt Street, un pequeño remanso de tranquilidad junto a una de las zonas más animadas de la vida londinense. El número 131 formaba parte de una hilera de casas todas iguales, todas de fachada lisa, respetables y nada románticas. Al acercarnos vimos una multitud de curiosos que se agolpaba contra la verja que había delante de la casa.

Holmes soltó un silbido.

—¡Por San Jorge! ¡Se trata, por lo menos, de un intento de asesinato!

Por menos de eso, un mensajero de Londres no se para a mirar. Ha habido un acto de violencia, como se deduce de los hombros caídos y el cuello estirado de aquel individuo. ¿Qué es eso, Watson? El escalón más alto está fregado y los demás están secos. Y hay pisadas por todas partes. Bueno, ahí tenemos a Lestrade en la ventana delantera, y pronto nos enteraremos de todo.

El inspector nos recibió con una cara muy seria y nos hizo pasar a una sala de estar, donde un hombre mayor, desgreñado y nerviosísimo, vestido con un batín de franela, daba zancadas de un lado a otro. Lestrade nos lo presentó como el propietario de la casa, señor Horace Harker, del Sindicato Central de Prensa.

—Es otra vez el asunto de los Napoleones —dijo Lestrade—. Anoche pareció usted interesado, señor Holmes, y pensé que tal vez le gustaría estar presente ahora que el caso ha tomado un giro mucho más grave.

—¿Qué giro ha tomado?

—El de asesinato. Señor Harker, ¿quiere usted explicar a estos caballeros exactamente lo que ha ocurrido?

El hombre del batín se volvió hacia nosotros con una expresión de profunda melancolía.

—Es algo extraordinario —dijo— que, habiéndome pasado la vida recogiendo noticias sobre otra gente, ahora que me cae encima una verdadera noticia me encuentro tan trastornado y tan fastidiado que no puedo ligar dos palabras seguidas. Si hubiera venido aquí como periodista, me habría entrevistado a mí mismo y habría colocado dos columnas en todos los periódicos de la tarde. En cambio, así estoy regalando un material valioso, contando la historia una y otra vez a toda una serie de personas diferentes, sin sacarle yo ningún provecho. No obstante, he oído hablar de usted, señor Holmes, y si consigue usted explicar este asunto tan raro me sentiré compensado por la molestia de tener que contarle la historia.

Holmes tomó asiento y escuchó.

—Todo parece centrarse en este busto de Napoleón que compré para esta misma habitación, hace unos cuatro meses. Lo conseguí barato en Harding Brothers, a dos puertas de la estación de High Street. Gran parte de mi trabajo periodístico lo hago de noche, y a veces me quedo escribiendo hasta altas horas de la madrugada. Eso es lo que hice hoy. Estaba en mi cuchitril, en la parte trasera del piso alto, a eso de las tres de la mañana, cuando tuve la seguridad de haber oído ruidos abajo. Me puse a escuchar, pero no se repitieron, y llegué a la conclusión de que habían venido del exterior. De pronto, unos cinco minutos más tarde, se oyó un grito espantoso, el sonido más horroroso que he oído en mi vida, señor Holmes. Me seguirá resonando en los oídos mientras viva. Me quedé helado de espanto uno o dos minutos, y luego cogí el atizador y bajé la escalera. Al entrar en esta habitación, encontré la ventana abierta de par en par, y me fijé al instante en que el busto ya no estaba en la repisa. Que un ladrón se lleve una cosa así es algo que escapa a mi comprensión, ya que se trataba tan sólo de una copia de escayola sin ningún valor. Como usted mismo puede ver, el que salga por esa ventana abierta puede llegar al escalón de la puerta con sólo dar una zancada larga. Evidentemente, eso era lo que el ladrón había hecho, así que di la vuelta y fui a abrir la puerta. Al salir a la oscuridad, casi me caigo encima de un cadáver que había tendido allí. Retrocedí corriendo a buscar una luz y pude ver al pobre desgraciado, con un enorme tajo en el cuello, en medio de un charco de sangre. Estaba tumbado de espaldas, con las rodillas dobladas y la boca horriblemente abierta. Estoy seguro de que se me aparecerá en sueños. Tuve el tiempo justo para tocar mi silbato de policía y después debí desmayarme, porque no recuerdo nada más hasta que vi al policía mirándome, de pie en el vestíbulo.

—Bien, ¿quién era el hombre asesinado? —preguntó Holmes.

—No tenemos nada que indique su identidad —respondió Lestrade—. Podrá usted ver el cadáver en el depósito, pero hasta ahora no hemos sacado nada en limpio. Es un hombre alto, tostado por el sol, muy fuerte y de treinta años como máximo. Estaba mal vestido, pero no parece un obrero. Junto a él, caída en el charco de sangre, una navaja con cachas de asta. No sabemos si se trata del arma del crimen o si pertenecía al difunto. Sus ropas no tienen ninguna marca, y en los bolsillos no llevaba nada más que una manzana, un trozo de cuerda, un plano de Londres de los que cuestan un chelín, y una fotografía. Aquí la tiene.

Se trataba, sin lugar a dudas, de una instantánea tomada con una cámara pequeña. En ella se veía a un hombre de aspecto despierto, rasgos pronunciados y simiescos, cejas tupidas y un curioso prognatismo en la parte inferior de la cara, que parecía el hocico de un babuino.

—¿Y qué ha sido del busto? —preguntó Holmes, tras estudiar atentamente la fotografía.

—Hemos tenido noticias de él un momento antes de que llegaran ustedes. Lo han encontrado en el jardín delantero de una casa deshabitada en Campden House Road. Estaba hecho pedazos. Ahora me disponía a ir a verlo.

—Desde luego. Pero antes tengo que echar un vistazo por aquí —examinó la alfombra y la ventana—. O se trataba de un hombre muy ágil o tenía las piernas muy largas. Teniendo debajo la entrada al sótano, no debió ser fácil llegar al antepecho de la ventana y abrirla. La salida resulta ya un poco más fácil. ¿Viene usted con nosotros a ver los restos de su busto, señor Harker?

El desconsolado periodista se había sentado ante un escritorio.

—Tengo que intentar sacar algún partido de esto —dijo—, aunque no me cabe duda de que las primeras ediciones de los periódicos de la tarde ya traerán todos los detalles. ¿Recuerdan ustedes cuando se hundió la tribuna en Doncaster? Pues yo era el único periodista que había en la tribuna y mi periódico fue el único que no sacó la noticia del suceso, porque yo estaba demasiado alterado para escribirla. Y ahora voy a llegar demasiado tarde con un asesinato cometido en la puerta de mi propia casa.

Al salir de la habitación oímos el rascar de su pluma sobre la cuartilla del papel. El lugar donde habían aparecido los fragmentos del busto se encontraba a unos cientos de metros de distancia. Por primera vez, nuestros ojos se posaron en aquella representación del gran emperador que parecía despertar un odio tan frenético y destructivo en la mente del desconocido. Los pedazos estaban desparramados sobre la hierba. Holmes recogió unos cuantos y los examinó con mucha atención. Por su expresión concentrada y sus movimientos intencionados, tuve la convicción de que por fin había dado con una pista.

—¿Y bien? —preguntó Lestrade.

—Todavía nos queda mucho camino por andar —respondió Holmes—. Y sin embargo..., y sin embargo..., la verdad es que tenemos algunos datos muy sugerentes para empezar a actuar. Para este extraño criminal, la posesión de este insignificante busto tenía más valor que una vida humana. Este es el primer punto. Después, tenemos el hecho curioso de que no lo rompiera en la casa, ni a las puertas de la misma, si lo único que quería era romperlo.

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