El regreso de Sherlock Holmes (38 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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Sin embargo, mi amigo iba a sufrir una nueva decepción. Regresó ya de noche, cansado y sin resultados.

—He tenido un día nefasto, Watson. Después de fijarme en la dirección que tomaba el doctor, me he pasado el día visitando todos los pueblos que hay por ese lado de Cambridge y cambiando comentarios con taberneros y otras agencias locales de noticias. He cubierto bastante terreno: Chesterton, Histon, Waterbeach y Oakington han quedado investigados, y todos ellos con resultados negativos. Sería imposible que en esas balsas de aceite pasara inadvertida la presencia diaria de un coche de lujo con dos caballos. Otra baza para el doctor. ¿Hay algún telegrama para mí?

—Sí; lo he abierto y dice: «Pregunte por Pompey a Jeremy Dixon, Trinity College.» No lo he entendido.

—Oh, está muy claro. Es de nuestro amigo Overton y responde a una pregunta mía. Le enviaré una nota al señor Jeremy Dixon y estoy seguro de que ahora cambiará nuestra suerte. Por cierto, ¿hay alguna noticia del partido?

—Sí, el periódico local de la tarde trae una crónica excelente en su última edición. Oxford ganó por un gol y dos ensayos. Escuche el final del artículo: «La derrota de los Celestes se puede atribuir por completo a la lamentable ausencia de su figura internacional Godfrey Staunton, que se notó en todos los momentos del partido. La falta de coordinación en la línea de tres cuartos y las debilidades en el ataque y la defensa neutralizaron con creces los esfuerzos de un equipo duro y esforzado.»

—Ya veo que los temores de nuestro amigo Overton estaban justificados —dijo Holmes—. Personalmente, estoy de acuerdo con el doctor Armstrong: el rugby no entra en mis horizontes. Hay que acostarse pronto, Watson, porque preveo que mañana será un día muy agitado.

A la mañana siguiente, lo primero que vi de Holmes me dejó horrorizado: estaba sentado junto a la chimenea con su jeringuilla hipodérmica en la mano. Pensé en aquella única debilidad de su carácter y me temí lo peor al ver brillar el instrumento en su mano. Pero él se rió de mi expresión de angustia y dejó la jeringuilla en la mesa.

—No, no, querido compañero, no hay motivo de alarma. En esta ocasión, esta jeringuilla no será un instrumento del mal, sino que, por el contrario, será la llave que nos abra las puertas del misterio. En ella baso todas mis esperanzas. Acabo de regresar de una pequeña exploración y todo se presenta favorable. Desayune bien, Watson, porque hoy me propongo seguir el rastro del doctor Armstrong y, una vez sobre la pista, no me pararé a comer ni a descansar hasta verlo entrar en su madriguera.

—En tal caso —dije yo—, más vale que nos llevemos el desayuno, porque hoy parece que sale más temprano. El coche ya está en la puerta.

—No se preocupe. Déjele marchar. Muy listo tendrá que ser para meterse por donde yo no pueda seguirle. Cuando haya terminado, baje conmigo al patio y le presentaré a un detective que es un eminente especialista en el tipo de tarea que nos aguarda.

Cuando bajamos, seguí a Holmes a los establos. Una vez allí, abrió la puerta de una caseta e hizo salir a un perrito blanco y canelo, de orejas caídas, que parecía un cruce de sabueso y zorrero.

—Permítame que le presente a Pompey —dijo—. Pompey es el orgullo de los rastreadores del distrito. No es un gran corredor, como se deduce de su constitución, pero jamás pierde un rastro. Bien, Pompey, aunque no seas muy veloz, me temo que serás demasiado rápido para un par de maduros caballeros londinenses, así que voy a tomarme la libertad de sujetarte por el collar con esta correa. Y ahora, muchacho, en marcha: enséñanos lo que eres capaz de hacer.

Cruzamos la calle hasta la puerta del doctor. El perro olfateó un instante a su alrededor y, con un agudo gemido de excitación, salió disparado calle abajo, tirando de la correa para avanzar más deprisa. Al cabo de media hora, habíamos dejado atrás la ciudad y recorríamos a paso ligero una carretera rural.

—¿Qué ha hecho usted, Holmes? —pregunté.

—Un truco venerable y gastadísimo, pero que resulta muy útil de cuando en cuando. Esta mañana me metí en las cocheras del doctor y descargué mi jeringa, llena de esencia de anís, en una rueda trasera de su coche. Un perro de caza puede seguir el rastro del anís de aquí al fin del mundo, y nuestro amigo Armstrong tendría que conducir su coche por el río Cam para quitarse de encima a Pompey. ¡Ah! ¡Qué granuja más astuto! Así es como me dio esquinazo la otra noche.

El perro se había salido de pronto de la carretera principal para meterse por un camino cubierto de hierba. A una media milla de distancia, el camino desembocaba en otra carretera ancha, y el rastro torcía bruscamente a la derecha, en dirección a la ciudad que acabábamos de abandonar. Al sur de la población, la carretera formaba una curva y continuaba en dirección contraria a la que habíamos tomado al partir.

—De manera que este rodeo iba dedicado exclusivamente a nosotros, ¿eh? —dijo Holmes—. No me extraña que mis indagaciones en todos esos pueblos no condujeran a nada. Desde luego, el doctor se está empleando a fondo en este juego, y me gustaría conocer las razones de tanto disimulo. Ese pueblo de la derecha debe de ser Trumpington. Y... Por Júpiter! ¡Ahí viene el coche, doblando la esquina! ¡Rápido, Watson, rápido, o estamos perdidos!

De un salto, Holmes se metió por un portillo que daba a un campo, arrastrando tras él al indignado Pompey. Apenas habíamos tenido tiempo de ocultarnos detrás del seto cuando el carruaje pasó traqueteando delante de nosotros. Tuve una fugaz visión del doctor Armstrong en su interior, con los hombros caídos y la cabeza hundida entre las manos, convertido en la viva imagen del desconsuelo. La expresión seria del rostro de mi compañero me hizo comprender que también él lo había visto.

—Empiezo a temer que nuestra investigación tenga un mal final —dijo—. No tardaremos mucho en saberlo. ¡Vamos, Pompey! ¡Ajá, es esa casa de campo!

No cabía duda de que habíamos llegado al final de nuestro viaje. Pompey daba vueltas y vueltas, gimoteando ansiosamente frente al portillo, donde aún se distinguían las huellas del coche. Un sendero conducía hasta la solitaria casita. Holmes ató el perro al seto y avanzamos presurosos hacia ella. Mi amigo llamó a la rústica puertecita y volvió a llamar sin obtener respuesta. Sin embargo, la casa no estaba vacía, porque a nuestros oídos llegaba un sonido apagado..., una especie de monótono gemido de dolor y desesperación, indescriptiblemente melancólico. Holmes vaciló un instante y luego se volvió a mirar hacia la carretera que acabábamos de recorrer. Por ella venía un coche, cuyos caballos tordos resultaban inconfundibles.

—¡Por Júpiter, ahí vuelve el doctor! —exclamó Holmes—. Esto decide la cuestión. Tenemos que averiguar qué ocurre antes de que llegue.

Abrió la puerta y penetramos en el vestíbulo. El sordo rumor sonó con más fuerza, hasta convertirse en un largo y angustioso lamento. Venía del piso alto. Holmes se lanzó escaleras arriba, y yo subí tras él. Abrió de un empujón una puerta entornada y los dos nos quedamos inmóviles de espanto ante la escena que teníamos delante.

Una mujer joven y hermosa yacía muerta sobre la cama. Su rostro pálido y sereno, con ojos azules muy abiertos y apagados, miraba hacia arriba entre una abundante mata de cabellos dorados. Al pie de la cama, medio sentado, medio arrodillado, con el rostro hundido en la colcha, había un joven cuyo cuerpo se estremecía en constantes sollozos. Se encontraba tan inmerso en su pena que ni siquiera levantó la mirada hasta que Holmes le puso la mano en el hombro.

—¿Es usted el señor Godfrey Staunton?

—Sí..., sí..., pero llegan ustedes tarde. ¡Ha muerto!

El pobre hombre estaba tan aturdido que sólo se le ocurría pensar que nosotros éramos médicos enviados en su ayuda. Holmes estaba intentando pronunciar unas palabras de consuelo y explicarle la inquietud que su repentina desaparición había provocado entre sus amigos, cuando se oyeron pasos en la escalera, y el rostro macizo, severo y acusador del doctor Armstrong apareció en la puerta.

—Bien, caballeros —dijo—. Ya veo que se han salido con la suya, y no cabe duda de que han elegido un momento particularmente delicado para su intrusión. No me gusta armar alboroto en presencia de la muerte, pero les aseguro que si yo fuera más joven, su monstruoso comportamiento no quedaría impune.

—Perdone, doctor Armstrong, creo que ha habido un pequeño malentendido —dijo mi amigo con dignidad—. Si quisiera usted venir abajo con nosotros, tal vez podríamos aclararnos el uno al otro las circunstancias de este doloroso asunto.

Un minuto más tarde, el severo doctor se encaraba con nosotros en el cuarto de estar de la planta baja.

—¿Y bien, caballero? —dijo.

—En primer lugar, quiero que sepa que no trabajo para lord Mount-James y que mis simpatías en este asunto están por completo en contra de ese noble señor. Cuando desaparece una persona, mi deber es averiguar qué le ha ocurrido; pero una vez que lo he hecho, el caso está concluido por lo que a mí concierne. Mientras no se haya cometido ningún delito, soy mucho más partidario de silenciar los escándalos privados que de darles publicidad. Si aquí no se ha violado la ley, como parece ser el caso, puede usted confiar plenamente en mi discreción y mi cooperación para que el asunto no llegue a oídos de la prensa.

El doctor Armstrong dio un rápido paso adelante y estrechó con fuerza la mano de Holmes.

—Es usted un buen tipo —dijo—. Le había juzgado mal. Doy gracias al cielo por haberme arrepentido de dejar al pobre Staunton aquí solo con su dolor y haber hecho dar la vuelta a mi coche, porque así he tenido ocasión de conocerle. Sabiendo ya lo que usted sabe, el resto es fácil de explicar. Hace un año, Godfrey Staunton pasó una temporada en una pensión de Londres, se enamoró perdidamente de la hija de la patrona y se casó con ella. Era una muchacha tan buena como hermosa y tan inteligente como buena. Ningún hombre se avergonzaría de una esposa semejante. Pero Godfrey era el heredero de ese viejo aristócrata avinagrado y estaba completamente seguro de que la noticia de su matrimonio daría al traste con su herencia. Yo conocía bien al muchacho y lo apreciaba por sus muchas y excelentes cualidades. Hice todo lo que pude para ayudarle a arreglar las cosas. Procuramos, por todos los medios posibles, que nadie se enterase del asunto, porque una vez que un rumor así se pone en marcha, no tarda mucho en ser del dominio público. Hasta ahora, gracias a esta casita aislada y a su propia discreción, Godfrey había conseguido lo que se proponía. Nadie conocía su secreto, excepto yo y un sirviente de toda confianza, que en estos momentos ha ido a Trumpington a buscar ayuda. Pero, de pronto, una terrible desgracia se abatió sobre ellos: la esposa contrajo una grave enfermedad, una tuberculosis del tipo más virulento. El pobre muchacho estaba medio loco de angustia, a pesar de lo cual tenía que ir a Londres a jugar ese partido, porque no podía faltar sin dar explicaciones que revelarían el secreto. Intenté animarlo por medio de un telegrama, y él me respondió con otro, en el que me suplicaba que hiciera todo lo posible. Ese fue el telegrama que usted, de algún modo inexplicable, parece haber visto. Yo no le había dicho lo inminente que era el desenlace, porque sabía que su presencia aquí no serviría de nada, pero le conté la verdad al padre de la chica, y él, sin pararse a pensar, se la contó a Godfrey, con el resultado de que éste se presentó aquí en un estado rayano en la locura, y en ese estado ha permanecido desde entonces, arrodillado al pie de la cama, hasta que esta mañana la muerte puso fin a los sufrimientos de la pobre mujer. Eso es todo, señor Holmes, y estoy seguro de que puedo confiar en su discreción y en la de su amigo.

Holmes estrechó la mano del doctor.

—Vamos, Watson —dijo.

Y salimos de aquella casa de dolor al pálido sol de la mañana de invierno.

12. La aventura de Abbey Grange

Una cruda y fría mañana del invierno de 1837 me desperté al sentir que alguien me tiraba del hombro. Era Holmes, la vela que llevaba en la mano iluminaba el rostro ansioso que se inclinaba sobre mí, y me bastó una mirada para comprender que algo iba mal.

—¡Vamos, Watson, vamos! —me gritó—. La partida ha comenzado. ¡Ni una palabra! ¡Vístase y venga conmigo!

Diez minutos después, íbamos los dos en un coche de alquiler, rodando por calles silenciosas, camino de la estación de Charing Cross. Comenzaban a aparecer las primeras y débiles luces de la aurora invernal y, de cuando en cuando, alcanzábamos a ver la figura borrosa de algún obrero madrugador que se cruzaba con nosotros, difuminada en la bruma iridiscente de Londres. Holmes se arrebujaba en silencio en su grueso abrigo, y yo le imitaba de buena gana, porque hacía un frío intenso y ninguno de los dos habíamos desayunado. Hasta que no hubimos tomado un poco de té caliente en la estación y ocupado nuestros asientos en el tren de Kent, no nos sentimos lo suficientemente descongelados, él para hablar y yo para escuchar. Holmes sacó una carta del bolsillo y la leyó en voz alta:

«ABBEY GRANGE, MARSHAM, KENT, 3,30 de la mañana.

QUERIDO SR. HOLMES: Me gustaría mucho poder contar cuanto antes con su ayuda en lo que promete ser un caso de lo más extraordinario. Parece que entra de lleno en su especialidad. Aparte de dejar libre a la señora, procuraré que todo se mantenga exactamente como lo encontré, pero le ruego que no pierda un instante, porque es difícil dejar aquí a lord Eustace.

Le saluda atentamente, Stanley HOPKINS.»

—Hopkins ha recurrido a mí en siete ocasiones, y en todas ellas su llamada estaba justificada —dijo Holmes— Creo que todos esos casos han pasado a formar parte de su colección, y debo reconocer, Watson, que posee un cierto sentido de la selección que compensa muchas cosas que me parecen deplorables en sus relatos. Su nefasta costumbre de mirarlo todo desde el punto de vista narrativo, en lugar de considerarlo como un ejercicio científico, ha echado a perder lo que podría haber sido una instructiva, e incluso clásica, serie de demostraciones. Pasa usted por encima de los aspectos más sutiles y refinados del trabajo, para recrearse en detalles sensacionalistas, que pueden emocionar, pero jamás instruir al lector.

—¿Por qué no los escribe usted mismo? —dije, algo picado.

—Lo haré, querido Watson, lo haré. Por el momento, como sabe, estoy demasiado ocupado, pero me propongo dedicar mis años de decadencia a la composición de un libro de texto que compendie en un solo volumen todo el arte de la investigación. La que tenemos ahora entre manos parece ser un caso se asesinato.

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