Read El regreso de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—¿Qué le parece esto, señor Holmes?
—Bueno, es muy sencillo. Las dos manchas coincidían, pero alguien ha girado la alfombra. Era fácil hacerlo, siendo cuadrada y no estando sujeta al suelo.
—Hombre, señor Holmes, no hace falta que usted nos diga que alguien ha girado la alfombra. Eso está clarísimo, ya que las manchas coinciden a la perfección con sólo poner la alfombra de esta otra manera. Lo que yo querría saber es quién giró la alfombra y por qué.
El rostro rígido de Holmes indicaba que mi amigo estaba vibrando de excitación interna.
—Vamos a ver, Lestrade —dijo—. ¿Ese policía del pasillo ha estado de guardia en la casa todo el tiempo?
—Pues sí.
—Bien, siga mi consejo. Interróguelo a fondo. No lo haga delante de nosotros. Llévelo a la habitación de atrás y nosotros nos quedaremos esperando aquí. Pregúntele cómo se ha atrevido a dejar que entrase aquí gente y se quedara sola en esta habitación. No le pregunte si ha dejado entrar a alguien. Delo por hecho. Dígale que usted sabe que aquí ha estado alguien. Apriétele. Dígale que la única oportunidad que tiene de obtener el perdón es haciendo una confesión completa. ¡Haga exactamente lo que le digo!
—¡Por San Jorge, que si sabe algo yo se lo sacaré! —exclamó Lestrade, saliendo disparado hacia el vestíbulo. A los pocos segundos oímos su voz autoritaria, procedente de la habitación de atrás.
—¡Ahora, Watson, ahora! —gritó Holmes con ansia frenética.
Toda la fuerza demoníaca que aquel hombre disimulaba bajo su máscara de indiferencia estalló en un paroxismo de energía. Apartó de un tirón la alfombra india, y un instante después estaba a cuatro patas, hurgando con las uñas las tablillas del suelo. Una de ellas se movió hacia un lado al introducir Holmes las uñas en la juntura, y giró hacia atrás como la tapa de una caja, descubriendo una pequeña y negra cavidad bajo el suelo. Holmes introdujo su ansiosa mano en el hueco y volvió a sacarla con un gruñido de disgusto y decepción. Estaba vacío.
—¡Deprisa, Watson, deprisa! ¡Hay que volverla a colocar!
Volvió a tapar el hueco y apenas habíamos tenido tiempo de colocar en su sitio la alfombra cuando oímos la voz de Lestrade en el pasillo. Al entrar, encontró a Holmes lánguidamente apoyado en la repisa de la chimenea, con expresión resignada y paciente, como si le costara trabajo disimular sus irreprimibles bostezos.
—Lamento haberle hecho esperar, señor Holmes. Ya veo que se está muriendo de aburrimiento con este asunto. Bien, pues sí que ha confesado. Acérquese, MacPherson, quiero que estos caballeros se enteren de su inexcusable conducta.
El enorme policía, sonrojadísimo y muy arrepentido, entró como arrastrándose en la habitación.
—Lo hice sin mala intención, señor, se lo aseguro. La señorita llamó anoche a la puerta..., se había equivocado de casa, ¿sabe usted? Y nos pusimos a hablar. Se siente uno muy solo cuando tiene que estar de guardia todo el día.
—Bien, ¿y qué sucedió luego?
—Quería ver el lugar donde se había cometido el crimen..., dijo que había leído la noticia en los periódicos. Era una señorita muy respetable y muy bienhablada, señor, y no vi nada de malo en dejarla que echara un vistazo. Cuando vio la mancha en la alfombra cayó desmayada al suelo y se quedó como muerta. Corrí a la parte de atrás y traje un poco de agua, pero no conseguí hacerla volver en sí. Entonces fui al «lvy Plant», el bar de la esquina, para pedir un poco de brandy. Pero cuando regresé a la casa la joven había vuelto en sí y se había marchado. Supongo que se sintió avergonzada y no se atrevió a encararse conmigo.
—¿Y qué me dice de lo de mover esa alfombra?
—Verá, señor, desde luego estaba un poco arrugada cuando yo volví. Como ella se cayó encima, y la alfombra está sobre un suelo pulido, sin nada que la sujete... Así que la estiré un poco.
—Esto le enseñará que no puede usted engañarme, agente MacPherson —dijo Lestrade, muy digno—. Seguro que pensaba que nunca se descubriría que había faltado usted a su deber; pero ya ve que me ha bastado una simple mirada a esa alfombra para saber, sin ningún género de dudas, que en esta habitación había entrado alguien. Tiene usted suerte, joven, de que no falte nada, pues de lo contrario las iba a pasar negras. Lamento haberle hecho venir por una tontería como ésta, señor Holmes, pero pensé que podría interesarle el hecho de que la segunda mancha no coincidiera con la primera.
—Ya lo creo, ha sido interesantísimo. Dígame, agente: ¿esa mujer sólo ha estado aquí una vez?
—Sí, señor, sólo una vez.
—¿Quién era?
—No sé cómo se llama, señor. Venía por un anuncio en el que pedían una mecanógrafa, y se equivocó de número... Era una señorita muy agradable y educada, señor.
—¿Alta? ¿Guapa?
—Sí, señor, era una joven muy crecidita. Y supongo que se podría decir que era guapa. Quizás hubiera quien dijera que era muy guapa. «¡Oh, agente, por favor, déjeme echar un vistazo!», me dijo. Era muy simpática y, ¿cómo le diría?, persuasiva, y no me pareció que hubiera nada de malo en dejarle asomar la cabeza por la puerta.
—¿Cómo iba vestida?
—Muy discreta, señor..., con una capa larga que le llegaba a los pies.
—¿Qué hora era?
—Empezaba a oscurecer. Estaban encendiendo las farolas cuando yo regresaba con el brandy.
—Muy bien —dijo Holmes—. Vamos, Watson, creo que tenemos cosas más importantes que hacer en otra parte.
Lestrade se quedó en la habitación delantera mientras el arrepentido agente nos abría la puerta para que saliéramos de la casa. En el escalón de entrada, Holmes dio media vuelta y enseñó algo que tenía en la mano. El policía lo miró y se quedó de piedra.
—¡Cielo santo, señor! —exclamó, con el asombro pintado en el rostro.
Holmes se llevó el dedo a los labios, volvió a meterse la mano en el bolsillo del pecho y estalló en carcajadas mientras nos alejábamos calle abajo.
—¡Excelente! —dijo—. Vamos, amigo Watson, está a punto de levantarse el telón para el último acto. Le tranquilizará saber que no habrá guerra, que el muy honorable Trelawney Hope no verá truncada su brillante carrera, que el indiscreto gobernante no será castigado por su indiscreción, que el primer ministro no tendrá que enfrentarse a ningún conflicto en Europa, y que con un poco de tacto y habilidad por nuestra parte nadie saldrá perjudicado por lo que podría haber sido un incidente gravísimo.
Mi mente se llenó de admiración por aquel hombre extraordinario.
—¡Lo ha resuelto usted! —exclamé.
—No del todo, Watson. Todavía hay algunos detalles que continúan tan oscuros como antes. Pero tenemos ya tanto que será culpa nuestra si no conseguimos el resto. Vamos derechos a Whitehall Terrace y pondremos fin al asunto.
Cuando llegamos a la residencia del ministro de Asuntos Europeos, Holmes preguntó por lady Hilda Trelawney Hope. Nos hicieron pasar a una sala de estar.
—¡Señor Holmes! —dijo la señora, con el rostro encendido de indignación—. Esto es muy indiscreto y desconsiderado por su parte. Creí haberle explicado que deseaba mantener en secreto la visita que hice, para que mi esposo no fuera a creer que me entrometo en sus asuntos. Y a pesar de ello, me compromete usted viniendo aquí y dando a entender que existen relaciones profesionales entre nosotros.
—Por desgracia, señora, no tenía alternativa. Se me ha encomendado recuperar ese importantísimo documento y me veo obligado, señora, a pedirle que tenga la amabilidad de entregármelo.
La dama se puso en pie de un salto y todo el color desapareció de su hermoso rostro. Se le pusieron los ojos vidriosos, se tambaleó y pensé que iba a desmayarse. Pero en seguida, con un tremendo esfuerzo, se recuperó del golpe, y el asombro y la indignación más completos borraron cualquier otra expresión de sus facciones.
—¡Eso..., eso es un insulto, señor Holmes!
—Vamos, vamos, señora, es inútil. Entrégueme la carta.
Ella se precipitó hacia la campanilla.
—El mayordomo les indicará la salida.
—No le llame, lady Hilda. Si lo hace, frustrará mis sinceros esfuerzos por evitar un escándalo. Entrégueme la carta y todo saldrá bien. Si colabora conmigo, yo lo arreglaré todo. Si se me enfrenta, tendré que descubrirla.
Ella se irguió desafiante, con la dignidad de una reina, y clavó sus ojos en los de Holmes como si pretendiera leer en su alma. Tenía la mano en la campanilla pero no se decidía a hacerla sonar.
—Está intentado asustarme. No es muy de hombres, señor Holmes, eso de venir aquí a intimidar a una mujer. Dice que sabe algo. A ver, ¿qué es lo que sabe?
—Le ruego que se siente, señora. Si se cae, puede hacerse daño. No hablaré hasta que se haya sentado. Gracias.
—Le concedo cinco minutos, señor Holmes.
—Con uno me bastará, lady Hilda. Estoy enterado de su visita a Eduardo Lucas, de que usted le entregó el documento, de su ingenioso regreso de ayer a la habitación de Lucas, y de cómo sacó la carta del escondrijo que hay debajo de la alfombra.
Ella se le quedó mirando con el rostro ceniciento y tragó saliva dos veces antes de poder hablar.
—Está usted loco, señor Holmes..., ¡loco! —consiguió exclamar por fin.
Holmes sacó del bolsillo un trocito de cartulina. Era el rostro de una mujer recortado de una fotografía.
—Llevaba esto encima porque me pareció que podría resultarme útil —dijo—. El policía la ha reconocido.
Lady Hilda se quedó boquiabierta y dejó caer la cabeza hacia atrás.
—Vamos, lady Hilda. Usted tiene la carta. Aún se puede arreglar todo. No deseo causarle problemas. Mi misión habrá concluido cuando le entregue la carta a su esposo. Siga mi consejo y sea sincera conmigo; es su única oportunidad.
Había que descubrirse ante el valor de aquella dama. Ni siquiera entonces se dio por vencida.
—Le repito, señor Holmes, que comete usted un error absurdo.
Holmes se levantó de su asiento.
—Lo siento por usted, lady Hilda. He hecho lo que he podido, pero ya veo que todo es en vano.
Hizo sonar la campanilla y entró el mayordomo.
—¿Está el señor Trelawney Hope en casa?
—Llegará a la una menos cuarto, señor.
Holmes consultó su reloj.
—Todavía falta un cuarto de hora —dijo—. Muy bien, le esperaré.
Apenas había terminado el mayordomo de cerrar la puerta cuando lady Hilda cayó de rodillas a los pies de Holmes, con las manos extendidas y su bello rostro alzado e inundado de lágrimas.
—¡Tenga piedad de mí, señor Holmes! ¡Tenga piedad! —suplicaba de manera frenética—. ¡Por amor de Dios, no se lo diga! ¡Usted no sabe cómo quiero a mi marido! ¡Por nada del mundo querría verle sufrir, y sé que esto le destrozará el corazón!
Holmes la hizo levantar.
—Gracias a Dios, señora, ha recuperado usted su buen juicio, aunque haya sido en el último momento. No hay un instante que perder. ¿Dónde está la carta?
Ella corrió hacia un escritorio, lo abrió y sacó un sobre azul y alargado.
—Aquí está, señor Holmes. ¡Ojalá no la hubiera visto nunca!
—¿Cómo podemos devolverla? —murmuró Holmes—. ¡Pronto, pronto, tenemos que encontrar la manera! ¿Dónde está el maletín de documentos?
—Sigue en el dormitorio.
—¡Qué buena suerte! Rápido, señora, tráigalo aquí.
Un momento después, la señora reaparecía con un maletín rojo en la mano.
—¿Cómo lo abrió la otra vez? ¿Tiene una copia de la llave? Sí, claro que la tiene. Ábralo.
Lady Hilda se había sacado del pecho una llavecita, con la que abrió el maletín. Estaba repleto de papeles. Holmes metió el sobre azul en medio del montón, entre las páginas de algún otro documento. Una vez cerrado, el maletín regresó al dormitorio.
—Ya estamos preparados —dijo Holmes—. Todavía nos quedan diez minutos. Lady Hilda, yo voy a hacer todo lo que esté de mi parte por encubrirla. A cambio, usted puede emplear estos minutos en explicarme con sinceridad qué significa todo este terrible embrollo.
—Se lo contaré todo, señor Holmes —gimió ella—. ¡Ay, señor Holmes, yo me cortaría la mano derecha antes que darle un disgusto a mi marido! No hay en todo Londres una mujer que ame a su esposo como yo amo al mío, y sin embargo, si él supiera lo que he hecho.... lo que me he visto obligada a hacer..., no me lo perdonaría nunca. Tiene un sentido del honor tan alto que no es capaz de olvidar ni de perdonar un acto deshonroso de otra persona. ¡Ayúdeme, señor Holmes! ¡Está en juego mi felicidad, su felicidad, nuestras mismas vidas!
—¡Dése prisa, señora, que se acaba el tiempo!
—Todo se debió a una carta mía, señor Holmes, una carta imprudente que escribí antes de casarme. Una carta tonta, la carta de una chiquilla impulsiva y enamorada. Yo la escribí de manera inocente, pero a mi marido le habría parecido monstruosa. Si la hubiera leído, habría perdido para siempre la confianza en mí. Hace años que la escribí y creía que el asunto estaba olvidado. Pero entonces apareció este hombre, Lucas, y me dijo que la carta había caído en sus manos y que se la iba a enseñar a mi marido. Le supliqué que no lo hiciera, y él me dijo que me devolvería mi carta si yo le proporcionaba cierto documento que, según él, había en el portafolios de mi marido. Tenía algún espía en el ministerio, que le había informado de su existencia. Me aseguró que mi marido no sufriría ningún perjuicio. Póngase en mi lugar, señor Holmes. ¿Qué podía yo hacer?
—Contárselo todo a su marido.
—¡No podía, señor Holmes, no podía! Por un lado, la catástrofe me parecía segura; por el otro, y aunque me resultara terrible robarle papeles a mi marido, se trataba de un asunto de política y sus consecuencias se me escapaban, mientras que en un asunto de amor y confianza las consecuencias me parecían muy claras. ¡Lo hice, señor Holmes! Saqué un molde de su llave y ese hombre, Lucas, me hizo una copia. Abrí el maletín, saqué el documento y lo llevé a Godolphin Street.
—¿Y qué sucedió allí, señora?
—Llamé a la puerta como habíamos convenido. Lucas abrió. Lo seguí hasta su habitación, dejando entreabierta la puerta del vestíbulo, porque me daba miedo quedarme a solas con aquel hombre. Recuerdo que al entrar me fijé en una mujer que había en la calle. Nuestro negocio quedó concluido en un instante: él tenía mi carta sobre el escritorio; yo le entregué el documento; él me dio la carta. Y en aquel momento oímos un ruido en la puerta y pasos en el pasillo. Lucas levantó a toda prisa la alfombra, metió el documento en alguna especie de escondrijo que tenía allí, y lo tapó de nuevo.